"Me llaman las aguas,
me llaman los mares,
me llaman, alzando la voz corpórea, las lejanías".
Fernando Pessoa, de Oda marítima.
Desde el pretil en el que está subida la mujer mira fijamente la confluencia de las aguas. El oleaje golpea con furia los escalones, los cubre, salpica a los niños que rivalizan con él. La mujer mira a lo lejos con una nostalgia que no acaba de asimilar. Mira allá donde el río es ya todo mar. Donde la luz aún no se ha apagado. La humedad empapa suavemente el cuaderno de dibujo que tiene extendido sobre su regazo. De pronto se siente inmersa en la analogía que le sugiere la hora del día. Ve como un desafío el flujo creciente del agua y añora el instinto lúdico ya perdido. ¿En qué parte del camino estoy?, se pregunta, sin pretender obtener más respuesta que el engaño mismo. Utiliza la distancia que se prolonga ante sus ojos como símil de su propio recorrido. ¿Estoy todavía a tiempo de que me inunde la pleamar?, se ilusiona. La mujer, anclada en un punto aún seguro de la costa, sabe que no estará así siempre. Que nada es posible retener eternamente. Sus pensamientos la incitan a traicionarse con la metáfora. ¿Y si yo misma decidiera impulsar la corriente como si no existiera ni tiempo, ni freno, ni límites? ¿Y si el poder genuino de mis horas no residiera tanto en la condición física de mi cuerpo como en la imaginación que compense su parálisis y oculte su deterioro? La mujer se inclina sobre el cuaderno y traza dibujos del ocaso, matiza o difumina los personajes, intensifica el tono de los colores para que no se apaguen. La vida no es más que una sucesión de bocetos, al fin y al cabo, se apunta a sí misma.
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