"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 5 de diciembre de 2009

Decimos


eso decimos, y es por eso por lo que hay quien teme la nada, o quien no la comprende, quien no se deja tomar, quien no arriesga para percibir sus dimensiones, las que no se palpan, las que no se abarcan, y si quien la interpreta como una atmósfera exterior pretende saber de ella no lo logra, porque no está fuera de nosotros, no es que la nada carezca de espacio más allá de nuestra limitada corporeidad, la nada existirá como existió aun antes de nuestra aparición, es que no se explica en función de nosotros, pero nosotros sí podríamos hacerlo con referencia a ella, simplemente porque su enorme fuerza, su discreto transcurrir, su permanencia, sea cual haya sido la forma que creciera entre los múltiples mundos que ha visto nacer, es misterio pero también sentido, y el misterio no la desacredita, más bien la eleva, pero donde ella se manifiesta no habitamos, tal vez habitamos en su sombra, en una especie de eco que se expande sideralmente, no deberíamos temerla, porque aunque sepas que es algo que no puedes hacer tuyo no se puede prescindir de su presencia, es la alternativa al vacío, o acaso la mística complementariedad a ese cansancio que a veces agobia, a esa falta de mirada, como si el paisaje sólo fuera un muro o una blanquecina cortina que acaba cegando, donde si el sol sigue existiendo no te llega del mismo modo que te alcanzaba cuando te dejabas llevar, pero cuyo efecto adquiere ahora una refracción peligrosa, donde la retina puede descomponerse y deshacer las figuras, y es en ese momento cuando te das cuenta que tal vez es que las figuras han dejado de interesarte, que las situaciones dejaron de ser una movilidad hace tiempo para constituirse en este instante en la inadvertencia, y es un error pensar que sólo son conceptos, de que si te libras de las palabras que las nombran te liberas de sus fantasmas, porque la materia de los vocablos son seres que se imponen a las ideas y a los sueños y a los deseos y a los temores, probablemente es la materia que las conforma, sin esa materia su expresión no tendría lugar, y los miedos y los anhelos y las ensoñaciones y el pensamiento serían vaguedades, acaso monstruos o robots o conductas mecánicas, y es porque esa materia se incorpora a nuestras vidas día a día, porque nos acompañará hasta el fin, y hasta en el estertor tendremos la sustancia que pronuncie nuestro instante, e incluso maltrechos y diluidos en esa consunción última paliará cualquier atisbo de desesperación, aunque haga tiempo que dejamos de creer en la afirmación definida de nuestros actos, cuando las sillas iban quedándose vacías a nuestro lado, cuando las sillas que ocupábamos exhibían huecos cuyas representaciones podían vestir o adquirir poses o combinar gestos o emitir olores o difundir miradas, sin destino, porque la oquedad de los individuos aparenta pero

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