"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 21 de diciembre de 2009

El sanador


No me considero con cualidades curativas. Una vez aporté mis frágiles conocimientos para auxiliar a un albañil accidentado, pero no pude hacer nada por evitar que muriera. Varios de los que estaban en el lugar me miraron además con un gesto despectivo, tal vez despreciativo. No sé qué pensarían exactamente. Me limité a palparle los huesos por diversas zonas del cuerpo, a colocarle la cabeza sobre unos sacos y a hablarle con tranquilidad. Toda mi medicina y mi arte del alivio consistió en dirigirle palabras que en nada le recordasen el instante, y que procuraran apartarle del dolor. Le hablé con bondad y lentitud, y en modo alguno recurrí a la archisabida oración o al consuelo de la misericordia divina. Hubiera sido flagrante. El hombre apenas me oía, pero los otros obreros sí y debían creer que él también lo hacía. Es digno de elogio ese espíritu solidario de gestos exaltados y exclamaciones vociferantes en un momento así. Una especie de actitud de identificación, muy relativa, naturalmente. Todos con cara de circunstancias, registrando rostros graves, manifestando inquietud, pero en el fondo pensando, es a ése a quien le pasa y no a mi. No, no tengo buena mano para la cura. En cierta ocasión quité con decisivo acierto el aguijón de una avispa del brazo de una joven de las colonias. Nunca supe bien cómo lo logré. En contrapartida no hubo manera de que la joven de la picadura se descolgara de mi en todo el mes. Aprecié día tras día su inmenso agradecimiento. No en vano le evité unos dolores que, de haberse producido, le hubieran llevado a echar mano de un repertorio de juramentos que hubieran transgredido la exquisitez habitual de su comportamiento. Pero en su afán por reconocerme pretendía mostrarse excesivamente condescendiente conmigo. Sus sugerencias, limitadas al principio a proponerme dar paseos con ella, fueron tomando una carta de naturaleza menos, como diría yo, menos cómoda para la actitud que las chicas de su posición deberían exhibir. No está de más decir que sucumbí a su persecución, por el mero hecho de librarme de su afán complaciente. Ni que decir tiene que a continuación hubo varias secuencias de picaduras entre otras colegialas, en número tal como jamás había presenciado durante los años anteriores. Como quiera que acudieran a mi presencia al momento, hice todo lo posible por no resolver la dolorosa situación, y lo digo con harta mala conciencia, porque no resultaba precisamente amable presenciar las quejas desesperadas de aquellas adolescentes. Nunca pude comprender por qué la dirección me encargó más tarde impartir cursos de primeros auxilios a toda aquella rehala de hijas de buenas familias. Supongo que fue a raíz de lo del pájaro. Un día tristón, amenazante de lluvia, estábamos toda la clase en el invernadero. No se trataba tanto de explicar a las alumnas las distintas modalidades de plantas como de que fueran familiarizándose con las técnicas de sembrado, de plantación o de trasvase de una macetas menores a unos tiestos más grandes. Todas ellas envueltas en sus mandiles, con sus manitas embarradas, revoloteando. No obstante, me sorprendieron, porque a diferencia de otras clases más teóricas, digamos, en esta aula ponían todo su empeño y atención. Fue en un momento en que les explicaba cómo debían tomar la planta y extraer sus raíces de la maceta sin destruir toda su formación, cuando una de las chicas dio la voz de alarma. Un pájaro se había metido en el invernadero por alguna de las aberturas superiores y se había golpeado. El griterío fue unánime. Esa especie de solicitud en masa de las chicas sobre la pobre ave ¿era un amor de madres o se trataba de una curiosidad morbosa? Aparté el grupo como pude y me acerqué al pájaro herido. No era una especie del lugar, ni siquiera de la ciudad más próxima. Si se hubiera tratado de un jilguero o un gorrión o un palomino no hubiera tenido dificultad en reconocerlo. Aquel animalito maltrecho era absolutamente infrecuente, lo cual me despistaba. ¿Y si se trataba de un ejemplar huido de los jardines de la reina o del zoológico de la ilustre urbe vecina? Veía concentradas sobre mi todas las miradas de aquellas mujeres en ciernes. Su silencio me estremecía. El círculo trazado en torno al pájaro no se corría ni un milímetro. Todas estaban expectantes. Esperaban algo más que un diagnóstico superficial. Me acerqué a aquella ave prudentemente. Podía estar ya muerta o simplemente tan malherida que, si no se sabía dar con el punto de su golpe, podría dejarla en condiciones de descalabro mortal. Me debatía entre la imagen del albañil accidentado y la de la colegiala librada del aguijón. No tenía la menor idea de por dónde sujetar aquel ser desgraciado. Acaricié su pelaje ricamente ornamentado con colores exóticos, le alcé el pecho para tratar de percibir sus latidos, pasé los nudillos por su cabeza aparentemente inconsciente. No sabía qué me preocupaba más. Si el grupo que me rodeaba, al cual yo sentía como una celada, o el temor a que si el pájaro pertenecía a una de las grandes riquezas del condado apareciese como responsable de su muerte, por dejación de auxilio. Ya se sabe que las monarquías, las noblezas, los clérigos y, en general, los compartimentos de un Estado son extremadamente celosos de sus bienes, sobre los que consideran que deben manifestar perpetuamente su derecho de propiedad. Tuve que elegir entre el miedo a una aplicación draconiana e incluso arbitraria de las leyes y lo que pudiera derivarse de aquella caterva de chicas sedientas de saber y de probar. Me acerqué a la hermosa ave. Me puse de rodillas ante ella. Extendí la mano intentando cubrir su cuerpo con la sombra de mi palma. En ese instante comenzaron a caer unos goterones sobre el tejado acristalado. Arreciaba la lluvia. Era el único sonido que se escuchaba. Como una ermita secreta, a punto de tener lugar una ceremonia de iniciación. Me quedé en la misma posición un buen rato. Entorné los ojos. No me llegaba la respiración de mis pupilas. Hice descender mi mano hasta rozar el plumaje. Sentía la textura de su cuerpo más próxima a mi piel. De pronto mi mano comenzó a arder. El calor era intenso. Debí hacer algún gesto desagradable, reflejo, porque abrí los ojos. Vi a las chicas contemplándome con rostro asustado. Pero no aparté la mano. Fue en ese momento cuando algo me atravesó la palma de la mano. Una intensa sensación que me obligó a chillar de manera cortada. Las chicas dieron un salto y se quedaron fijadas. El pájaro aleteó, hinchó su cuerpo, adquirió un volumen superior al que aparentaba derribado, despegó sus patas del suelo y agitando las alas se elevó hasta salir a través del mismo hueco por donde había entrado. Miré mi mano. Sólo permanecía la huella del calor sobre ella. El círculo de las mujeres se estrechó en torno a mi. Ninguna pronunció una palabra. Noté una presión, como si me faltara espacio. Me invadía una asfixia. Lentamente, tal vez respondiendo a algún acuerdo implícito, todas extendieron sus manos hacia mi. El perímetro de las manos era fuego. Sentí que me desvanecía en una vorágine y después no recordé nada.


(Composición fotográfica de Misha Gordin)

2 comentarios:

  1. Rozar, cerrar los ojos, susurrar palabras espontáneas, ejercer una leve presión donde intuímos que el corazón se ha desplazado en estado de pánico, eso es ayudar a sanar.

    Los círculos estáticos congregados por la fascinación del morbo lastiman doblemente. Asestan el golpe de la indiferencia que convierte el otro en una especie de animal exótico. Una muralla divide al lastimado de los que se han salvado (provisoriamente) del dolor.

    Las chicas perseguían tu corazón desplazado en estado de sensibilidad extrema, Fackel.

    Buen martes, sin pájaros malheridos.

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  2. Una interpretación muy sutil y muy sagaz, señorita oiseauchinoise. Se ha acercado mucho a la historia. Gracias por interesarse vivamene, a pesar de la longitud de la misma.

    Buena noche.

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