lunes, 14 de diciembre de 2009
Decimos
el aviso de la sed, la carrera hacia una fuente natural, el sencillo plato de roca simulado en un costado del teso, donde reposaba un agua cuya transparencia jamás el niño vio después, el reflejo de su cara en ella, no, la refracción de su sorpresa, él, tan admirado al observar una leve corriente que permanecía y apenas rebosaba imperceptible, una suerte de dibujo de un cristal en la concavidad erosionada, superficie sólo alterada ligeramente por quien llegaba sabiendo qué quería alcanzar, donde la actitud del sediento no era ansiosa, aunque acuciara la apetencia, sino que aquel espacio minúsculo de piedra llamaba a postrarse fervorosamente, y el flujo, recién crecido desde recónditas rendijas de la tierra, era un misterio para los ojos aprehensivos, ahítos de perplejidad por el admirable venero solitario, cuya presencia pasaba desapercibida para los transeúntes ocasionales, secreto fontanar a mantener oculto a otras bocas, extraño pacto entre la tierra y el hombre que despunta, donde beber era un rito, no forzando el zambullido de los labios, no calando el rostro, no mojando los dedos, al que ya desde la proximidad había que acercarse con piedad, donde beber tenía la inconsistencia de una adoración mistérica, la percepción de un extraño temblor ante lo puro, el agua quieta filtrada lentamente por las grietas del talud ribereño, secreta como el destino de la vida del hombre, serena como la fuerza desconocida que sujeta al borde del riesgo, fresca como la percepción receptiva y curiosa, curso lento pero transcurso al fin, un agua que el niño, presuntuosamente, creía dispuesta para él, a la que sorbía como sólo un niño sorbe, con una fruición prudente, como sólo un hombre primitivo sorbe, hendiendo los labios devotamente, vinculando el gesto a algún origen que nadie podría intuir, invocando confusamente aún la procedencia, no para sacralizarla, sino para no perderla, para disponer de su significado, para llegar lejos, mientras la sed acucie la fuente estará presente en algún hueco preservado por el hombre, y sólo el hombre conoce dónde localizar su brote y recurrir a él, apelación contra el desasosiego de la insaciabilidad, y sabe que esa fuente debe permanecer allí, en alguna parte dentro de él, siendo algo tan primigenio e imprescindible que se lleva dentro siempre, algo irrenunciable como los pezones de la madre, como la hondura de una sima, como la calidez de otros labios, como la prospección de una mirada, como el aguacero y los rayos que jamás le derribaron, y él vive con una sensación natural, animista incluso, y se repite a sí mismo que el que bebe de esas fuentes vivirá para siempre, y es de esos anhelos de los que no puede desproveerse
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