(Variaciones XXIII)
Lee en el vuelo de los pájaros. Al observar sus movimientos, comprende mejor su propia inacción. Las idas y venidas de las aves concitan una inquietud de la que él parece no hacerse eco. El cielo está revuelto, piensa. Algo inusual se agita al otro lado de la llanura, sospecha. Puede tratarse de la fragua de una tormenta. Acaso acechan confusas fuerzas telúricas. Incluso podría estar produciéndose un desplazamiento masivo de hombres. Esa lentitud de la que últimamente ha pretendido hacer pauta en su cotidianidad podría quebrar nuevamente. Pero no se turba. Él sabe que en la vida, la seguridad es excepción. El desequilibrio, norma. La paz, calma chicha. La agitación, una práctica inerte que zahiere los espíritus y convulsiona los estamentos de las sociedades. Las aves lo entienden muy bien. También están sujetas a las influencias y a los cambios. Ni siquiera para ellas las migraciones son siempre periódicas y recurrentes. Ha huido de la ciudad, donde se concentran los recursos que dan una supuesta fortaleza a las gentes. Pero a él esa sensación de respaldo no le garantiza vivir a gusto. O bien la vida de urbanita le concita más desasosiego que armonía. Se ha marchado del país, porque todo el territorio, bien sea metrópoli o ciudad mediana o pueblo o aldea, le parece una y la misma ciudad asfixiante proveniente de un mundo futurible, casi ficticio. Pero sobre todo, ha escapado de la propia memoria obsesiva. De los significados que le atan y le limitan y le incapacitan para seguir probando y disponiendo sus capacidades. Es arriesgado. Su vuelo se mostraba tanto o más revuelto que el de los pájaros. Necesitaba la distancia, le reclamaba el apartamiento, le urgía obtener la bonanza del solitario. Al salir del baño público siente renovado. Volverá otro día, tantos cuantos la liturgia del mantenimiento saludable del cuerpo se lo exija. Ha optado por el desentendimiento. Se ha parado. Quiere oirse sólo a sí mismo.
(La hermosa fotografía es obra de la belga Martine Franck)
Lee en el vuelo de los pájaros. Al observar sus movimientos, comprende mejor su propia inacción. Las idas y venidas de las aves concitan una inquietud de la que él parece no hacerse eco. El cielo está revuelto, piensa. Algo inusual se agita al otro lado de la llanura, sospecha. Puede tratarse de la fragua de una tormenta. Acaso acechan confusas fuerzas telúricas. Incluso podría estar produciéndose un desplazamiento masivo de hombres. Esa lentitud de la que últimamente ha pretendido hacer pauta en su cotidianidad podría quebrar nuevamente. Pero no se turba. Él sabe que en la vida, la seguridad es excepción. El desequilibrio, norma. La paz, calma chicha. La agitación, una práctica inerte que zahiere los espíritus y convulsiona los estamentos de las sociedades. Las aves lo entienden muy bien. También están sujetas a las influencias y a los cambios. Ni siquiera para ellas las migraciones son siempre periódicas y recurrentes. Ha huido de la ciudad, donde se concentran los recursos que dan una supuesta fortaleza a las gentes. Pero a él esa sensación de respaldo no le garantiza vivir a gusto. O bien la vida de urbanita le concita más desasosiego que armonía. Se ha marchado del país, porque todo el territorio, bien sea metrópoli o ciudad mediana o pueblo o aldea, le parece una y la misma ciudad asfixiante proveniente de un mundo futurible, casi ficticio. Pero sobre todo, ha escapado de la propia memoria obsesiva. De los significados que le atan y le limitan y le incapacitan para seguir probando y disponiendo sus capacidades. Es arriesgado. Su vuelo se mostraba tanto o más revuelto que el de los pájaros. Necesitaba la distancia, le reclamaba el apartamiento, le urgía obtener la bonanza del solitario. Al salir del baño público siente renovado. Volverá otro día, tantos cuantos la liturgia del mantenimiento saludable del cuerpo se lo exija. Ha optado por el desentendimiento. Se ha parado. Quiere oirse sólo a sí mismo.
(La hermosa fotografía es obra de la belga Martine Franck)
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