"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 19 de junio de 2007

Dos mujeres


(Variaciones XX)

Podría decirse que son dos mujeres. Hay tal serenidad en el rostro de la mujer real que es su reflejo el que se entristece y aflige. Como dos almas dispersas, la mujer se asoma al abandono. Ella lo desea. No sabe si esta vez es definitivo o simplemente más largo. Su rostro está escindido entre dos representaciones. El vidrio del amplio ventanal ha volcado la perspectiva. Como la repentina partida de él ha obrado sobre ella. Las dos figuraciones manifiestan actitudes diferenciadas ante lo inmediato. Mientras la mujer real fija su mirada enigmática en un plano perdido pero esperanzador, su doble recae en una turbiedad embellecida por un patetismo digno. Ambas mujeres, seccionadas del mismo origen, renacen como estampas perdidas en un viejo manual de la historia del arte. Más florentina la real, más severa y eginética la del segundo plano. Si las fisionomías son máscaras, éstas se apoderan de la bandera del gesto para detener la acción y contrarrestar los efectos. Las manos se sujetan protegiéndose, sin tensión. No resguardan calor ni un último tacto ni un símbolo de metal noble ni siquiera un icono del otro cuerpo. Tampoco encierran una metáfora ni aseguran una llave de un futuro incierto. El aire contenido en los puños concéntricos no circula. Contienen simplemente la propia estructura de la mujer que no quiere quedar rota. Un equilibrio, una determinación, una permanencia. Ni siquiera ella está segura de que haya habido final alguno. Está tan acostumbrada en su vida a que tantas veces los alejamientos hayan parecido epílogos. Y sin embargo luego nuevos episodios han alimentado el reencuentro y fomentado la curiosidad. La mujer no debe temer. Su desdoblamiento la refuerza. En cualquier momento ambas posiciones opuestas van a girar sobre sí mismas. Y las dos miradas extraviadas entre la incertidumbre y el desgarro van a sobreponerse sin reservas. Está en juego la propia unidad del ser que no debe ceder bajo ningún concepto a la lamentación y a la desidia.

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