Aplastado por una horda de libros. De un momento a otro se va desangrar de todas las lecturas acometidas a los largo de sus años aún no demasiado largos. Él sabía desde hacía tiempo que le pesaban, algunos textos más que otros. Pero no fue esa carga gravosa lo que propició el accidente. Fue más bien la disputa celosa entre autores y géneros la causante. Eso creyó al principio. Después fue cayendo en la cuenta de que su castigo era debido a otros motivos. Fue el cambio de rumbo de su interés, la acechanza incontenible de los significados, la seducción enfermiza por las nuevas maneras de la escritura, el descubrimiento deslumbrador de los textos antiguos que conservaban toda la modernidad y la exigencia que hoy pudiera reclamarse. Fue la revelación, en fin, por el arte oculto que transitaba entre las páginas que seguía prospectando. Inevitablemente fue también la dificultad por disponer de sus tiempos. Y la necesidad y evidencia fatal por tener que elegir. Le empezaban a doblegar sus limitaciones. Se sabía todavía rebelde. Se intuía en una vida continua de ruptura. Se desguazaba en la inquietud por no hacer plenamente lo que él más deseaba. Las noches empezaban a ser días. Y los días se hacían demasiado extensos para el esfuerzo multiplicado. Combinar obligaciones y placeres secretos requieren algo común: la exigencia y el denuedo. Aunque se sentía cada vez más agotado, hurtaba huecos en el trabajo, aprovechaba los desplazamientos, dejaba de verse con los amigos de siempre, rehuía deberes domésticos, se desinteresaba por la convivencia y se apartaba de la abulia de su vida familiar. Lire bien vaut une messe, parodiaba a Enrique IV de Francia. Fue entonces cuando empezó a dudar. ¿Le acosaba su sistema de vida porque hacía un fin en sí mismo de su vieja manía? ¿O leía compulsiva y atormentadamente porque no sabía hacer otra cosa? Temió la enfermedad, temió la obsesión. Recordaba a veces a Peter Kien, le imaginaba sufriendo por la destrucción ígnea de sus libros que era sobre todo el acabamiento de su mundo. Mientras era sepultado por el monstruo al que se había entregado le corría un hilillo de sonrisa mordaz por su barbilla. El precio del riesgo de leer, pensó.
(Montaje fotográfico del artista chino Zhang Huan)
Sí, Fackel, muy bien. Las posibilidades de quedar sepultados por las lecturas son infinitas. ¿La peor? Los textos mediocres, sin duda, que los hay y a patadas. Saludos resucitadores.
ResponderEliminarInteresante - ¿o un homenaje?- la relación que estableces con Kien, el protagonista de Auto de Fe de Canetti. ¿Obsesión o neurosis por los libros?
ResponderEliminarEs verdad, Zeleste. La muerte es siempre el desperdicio del tiempo. En lectura, no aprovechar lo imprescindible y lo revelador.
ResponderEliminarPues si, Sebastián, hay algo de homenaje a Peter Kien del gran libro de Canetti. Literatura en estado purísimo y durísimo.