(Indagaciones, IX)
Pero aquel día Winckelman no se acercó hasta el faro. La luz de la mañana fue enturbiándose y una neblina densa acabó cubriendo las olas y enmudeciendo el paisaje. El hombre sintió las punzadas de la humedad fría que hería su rostro, que afilaba veladamente sus manos. Al mediodía se refugió en la cantina de la estación costera y pidió de comer. Las mesas estaban ocupadas por gente de procedencia imprecisa y de actividades variadas. Viajeros de largo recorrido que tenían que hacer transferencia de tren, y ahora trucados en víctimas de la forzada espera abúlica, obreros del ferrocarril que reconstruían su diezmado trazado, vecinos de pueblos de la comarca que habían ido a efectuar gestiones o a tantear negocios, campesinos y ganaderos a la búsqueda de abonos y de vacunas que les eran regateados por las autoridades. Una antigua estufa recuperada calentaba el recinto. De vez en cuando, la camarera atizaba el cisco y metía trozos de leña. Cuando el tiro de la chimenea no funcionaba bien se extendía cierto tufo por el comedor y tenían que abrir con premura las ventanas altas para ventilar el humo. El murmullo, tenue aunque algo áspero, quedaba soterrado por el ajetreo continuo del servicio a las mesas. Apoltronado en un rincón, Winckelman observaba el ir y venir de los transeúntes, sus movimientos, sus gestos, sus actitudes. Siempre le había gustado mirar con discreción y a la vez simular que se ponía en el lugar de los otros. La costumbre le venía desde la infancia, cuando pasó aquellas fiebres preocupantes que le tuvieron en cama varias semanas. En su postración, prácticamente tenía que estar sólo todo el día, y eso resultaba lo más doloroso en un niño. Para aliviarse del aburrimiento de las largas horas representaba escenas para sí mismo y emitía en alta voz conversaciones como si estuviera rodeado de personajes. Los libros cuyas aventuras se desarrollaban en continentes entonces llamados ignotos le facilitaron una buena materia para su imaginación. Pero él recreaba ambientes, suscitaba acciones y se desdoblaba en protagonistas diversos y contrapuestos, es decir hacía de cómplices, de enemigos, de verdugos, de víctimas, de justicieros. Reiniciando el juego una y otra vez, cuantas veces hiciera falta para paliar la murria. Aquellas dotes instintivas le vinieron a pelo de mayor. Le gustaba fijarse en todo con atención disimulada. Y este placer superaba al simple interés o a la apremiante necesidad por controlar las situaciones. Estaba en otro lugar geográfico del país, en otras circunstancias tras todo lo acontecido, y además en otra estancia alterada y madura de su vida. Precisaba manifestarse circunspecto, aguzar los sentidos, proveerse de detalles. El tipo de individuos que pasaba por allí no era exactamente el mismo al que estaba habituado. Había sujetos con aspecto semejante al de otras regiones del país, pero allí se veían muchos advenedizos provenientes de naciones próximas, o bien retornados de las huidas y persecuciones que tuvieron lugar años atrás, y luego se daba toda aquella mezcla abierta o velada de vencedores que aparecían por todas partes, presumidos y ufanos. La cantina de la estación, cálida zona de paso que les hermanaba a todos, si es que el término hermandad tenía sentido en aquel momento, quedaba así convertida en un foro casual donde ni todos se hablaban ni todos se miraban siquiera con ojos confiados, pero donde, como motivado por una suerte de fatalidad inerte y admirable, se sentían más próximos. Winckelman aprovechó el café y la copa de licor de manzana para echar un vistazo al Zeitung. El reposo de sobremesa, aun solitario, es siempre grato y el buche lleno permite ver al mundo con menos melancolía. Tampoco quería entretenerse demasiado, puesto que deseaba volver antes de que mermara la luz, ya de por sí bastante tibia, y poder contemplar aún de día los campos y las aldeas. Al pasar la página de deportes del Zeitung, el vuelo de la hoja difuminó una oleada de humo de tabaco que se había consolidado en su entorno. Fue entonces cuando la vio de nuevo. La misma mujer con la que días atrás había mantenido un agudo pulso, si no un combate, de miradas inquisitivas se hallaba varias mesas por delante de la suya. Cierto que la posición diagonal de las mesas y de las figuras le había impedido a Winckelman detectarla. Y esa misma razón dificultaba que ella le viera a él. La mujer tenía puesto un gorro de lana bajo el que asomaban los rizos rubios y ondulantes que le deslumbraron aquel día. Estaba acompañada de dos hombres, ambos dotados de una fisonomía poco común, aunque no podía apreciarla con suficiente claridad. Tal vez sean rusos, se dijo a sí mismo. La mujer encendió un cigarrillo y al hacerlo se incorporó hacia sus acompañantes. Ese movimiento hizo posible de nuevo la convergencia de sus miradas. Winckelman creyó percibir un gesto de sorpresa en la mujer. Un momento de absorción, una parada tajante en la conversación, un rictus de perplejidad en la franja de sus ojos. Pero la mujer no se desinteresó del animado coloquio que mantenía. O al menos fingió no desentenderse. Winckelman intentó diseñar una nueva operación de captura visual, mas el pudor y la experiencia le hicieron comportarse con cautela. Aparentó interesarse en la lectura del periódico. Sin embargo, le dio la impresión de que también la mujer se enmascaraba en su entrega a la tertulia con los dos hombres. De repente, un factor de circulación entró en el comedor y a viva voz comunicó la llegada próxima de dos trenes con destinos diferentes. Se originó un pequeño revuelo, varios viajeros se levantaron de las mesas y tomaron sus equipajes, un bullicio medido que desarmó los corros de comensales. Los dos hombres que acompañaban a la desconocida se levantaron con cierto apremio y se dirigieron al mostrador. Ella permaneció sentada, cruzó las piernas, escribió una anotación en un pequeño cuaderno, exhaló el humo del cigarrillo y envió a Winckelman la mirada más arriesgada y urgida que éste pudiera imaginar. Luego el tiempo se detuvo, ajeno al ajetreo. Ambos se tantearon una vez más, se hablaron sin palabras, se prospectaron sin argumentos. La mujer se levantó, abandonó la mesa y fue al encuentro del hombre. Disculpe, dijo con tono suave, mi nombre es Klara Dortmund. Soy arquitecta y llevo poco tiempo por aquí. Me gustaría hablar con usted en otro momento. Ahora tengo que salir para Berlín, pero dentro de una semana estaré de vuelta. Llámeme a este teléfono, le extendió la hoja partida de una agenda de bolsillo. Winckelman y la mujer se dieron un delicado apretón de manos. Ambos tenían los ojos ligeramente enrojecidos y un brillo vivaracho circuló por las vías en direcciones opuestas.
(Fotografía de Andreas Feininger)
Murria es una palabra que no escuchaba hace muchísimo tiempo. Bonito juego teatral de observación el de la infancia de Winckelman…y por fin, ella.
ResponderEliminarBuen día