"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





viernes, 25 de enero de 2008

Correspondencias


(Indagaciones, X)

Estimada Klara Dortmund (al fin puedo pronunciar su nombre, el nombre de una desconocida)
Le escribo turbado y perplejo, pero no carente de admiración. No puedo ocultarle que nuestros breves encuentros en la distancia (¿puedo denominarlos así?) suscitaron en mi una curiosidad envuelta en expectación y candor. Expectación porque, en medio del aislamiento a que me he sometido y lejano como me hallo de mi lugar de procedencia, me causaba una atracción intensa y sobrecogedora el hecho de que una mujer me hablara a través de la mirada con una atención e intriga semejante a la mía propia. Y sí, candor también, porque aunque aparente todo lo contrario, camino aún por sendas guiadas por actitudes iniciáticas, donde las tendencias más primitivas de la infancia y de la adolescencia actúan sobre mi como fuerza de interés y de búsqueda. No sé si usted lo entenderá, pero todo resulta para mi paradójico. A mi edad, desgastada y maltrecha ya por infinidad de vivencias, algunas sumamente extraordinarias y compartidas con millones de personas que a usted, aunque joven, no se la ocultan, no cabría esperar sino la resignación y la lucha silente por la vida que el destino nos depare. Son tiempos difíciles para todos los que tenemos que reconstruir este país, donde hemos perdido todo derecho de reconocimiento, una vez hemos renunciado a la equívoca primogenitura de la que creímos ser absolutos hereditarios, y que nos costará por mucho tiempo alcanzarlo de nuevo. Pero levantar esto no tendrá sentido mientras no nos propongamos alzarnos sobre todo en nuestra individualidad. No sé si usted me comprenderá. Hemos pagado caro un mundo de ilusión, en el sentido más abyecto del término, que desde el primer día de esta malsana aventura estuvo plagado de abstracción, soberbia y rendición. Nos ha aplastado nuestra propia tramoya y nos ha dejado tirados como actores de tercera categoría, con escasas garantías de ser tenidos en cuenta durante los próximos tiempos en el mundo exterior. Si no fuera porque la ley biológica es más poderosa que la de las ideas abstractas, a mi y a muchos de nuestros conciudadanos nos quedarían escasas ganas de seguir viviendo. Tal es la vergüenza que, una vez transcurrido todo de la manera más funesta y dolorosa, uno siente en lo más íntimo de su pensamiento, que es decir tanto como de su temple y de su fortaleza. Yo no soy de los que más han perdido en este período de despropósitos que nos impide ahora mirarnos con confianza o incluso con mera amabilidad a la cara. La zona de donde provengo no ha sido lo más golpeado; evidentemente podría haber sido mucho peor, como en el Ruhr, en Hamburgo, en Dresde o en Berlín. Por eso quiero que usted entienda la importancia que ha tenido para mi el pulso que hemos intercambiado usted y yo desde nuestros silencios, en combate con la brevedad del tiempo y en alianza con el azar que nos dispuso en el camino del encuentro. Fijar mi mirada en la suya suponía para mi una novedad y una esperanza en medio del marasmo. Una claridad en el túnel. Una pizca de goce elemental entre la mediocridad. Un brillo en los gestos en un mundo de muecas sombrías y apocadas. Una calma imponiéndose a la desazón cotidiana. Creo que la reciprocidad manifestada por usted captó que lo que desprendían mis ojos no estaba provisto de lascivia, ni de agresividad subrepticia ni de aprovechamiento de las circunstancias. Tantas cosas extrañas están sucediendo estos días, en que la gente simula, miente, adopta la personalidad de otro o simplemente se prostituye...Los recursos para salir de la miseria, las tretas para huir de pasadas identidades que hoy pueden ser peligrosas, la agudeza y la picardía selvática para afrontar las dificultades adquieren un carácter impúdico, se sitúan en territorios donde nadie se fía de nadie. Donde el precio marcado se regatea sin principios ni límites. Yo la miré a usted con otra necesidad. Por supuesto, no buscaba en su correspondencia ni compasión, ni victimismo, ni patetismo respecto a mi persona. Yo la miraba de una manera aérea, diluyente, que me trasladara sin esperar nada a cambio. Créame. No pensaba, no deseaba, no planeaba. Me dejaba llevar sencillamente. Asumo que me apoderé de su visión, como creo que usted poseyó la mía. Y ambos nos evadimos breve, pero triunfantemente, aunque fuera hacia la nada. A la postre, aquello hubiera sido interpretado como un devaneo formal, un puente imposible, un olvido fatídico. Y tal vez hubiera sido mejor así. Con su actitud al dirigirse a mi, con su decisión atrevida, me ha desarmado. Yo no sé ahora qué desea usted de mi. No debe confundirse con mi frialdad aparente. Desde que tomé el papelito con una cifra telefónica, no he cesado de hacerme preguntas. Usted no sabe nada sobre mi. ¿O sí? Pero no tema. Esta carta no se la entregaré jamás, porque estos son tiempos de cautela, y las emociones deben ser medidas. Mientras, estaré expectante. ¿De qué serviría decirla que ansío saber nuevamente de usted?



(La fotografía es de Bill Brandt)

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