Método. Tomar un higo seco. Masajearlo y aplastarlo entre las palmas de la mano. Palpar su rugosidad añeja. Llenarse las yemas de los dedos del polvillo blanco que los mantiene. Tirar de él en canal. Abrir su granado vientre. Masticar la textura ovípara desalojando el rabillo testigo. Saborear la dulzura exquisita de su pulpa hasta que las caries duelan. Un viejo alimento que recorre la memoria desde los años de infancia. Cuando el frío se notaba más porque todo nos hería más. Cuando se apreciaba lo extraordinario en medio de la escasez o de lo justo. Memoria de la lejana búsqueda en la tienda de barrio para comerlo en pandilla a pie de calle, a cargo de las propinas discretas. Hoy apetece incorporarlo al día del tránsito fugaz. Catarlo brindando con frugalidad por los recuerdos. Comunión de deseos para un nuevo año. Y siempre un año menos, según se mire. La vela, casi inmaculada, vigila. Apenas un levísimo flujo de cera cayendo sobre su vertical. Es el principio. La expectación, los días por estrenar, los territorios que requieren nuestra exploración. La llama, altiva y joven, observa como testigo cauto. Los significados, la percepción, la mirada curiosa, el olfato indagador. Queda mucha vela por delante. Se nos ofrece la degustación de la vida, como una aplicación silenciosa, que nos debe nutrir.
(Sobre foto de Manuel Vilariño)
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