"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 28 de febrero de 2007

Redención



Mientras el hombre se encierra y ensimisma en su gabinete, ella lee. Él ha convertido la habitación grande en un taller revuelto donde los tarros de pinturas se retuercen en estado bruto y las mezclas pringosas se escurren de los cuencos de barro. Los esbozos a carboncillo se desparraman por las mesas y los apuntes de exterior bailan por la tarima. Ha arrasado la pureza de la estancia, pero vive una fusión con ella. Su espíritu alterna agitación y derrumbamiento entre los trastos. Hay momentos en que se alza para alterar la posición del caballete y escrutar con mirada nerviosa las pinceladas que van quedando en el lienzo. Busca las distancias, efectúa recorridos circulares en torno al cuadro en ciernes, superpone colores. Pero de repente, sucede lo contrario: se queda rígido, permanece confuso, se deja caer y se acurruca renegado entre los muebles acumulados en desorden. La suciedad le toca. Es un territorio prohibido. Más allá de la cámara de la creación, la mujer se evade. Se respira una calma chicha por toda la casa que ella, conocedora del mundo marino, distingue bien. No obstante, no se encuentra tensa. Está acostumbrada y sabe aprovechar el fluir de esa relativa tranquilidad, acabe como acabe. Es una lectora accidental, y últimamente bastante compulsiva. Cuando vivía en la ciudad mundana leía, pero de otra manera. Buscaba las horas nocturnas, los tiempos muertos en sus quehaceres, las esperas en un café, las navegaciones entre las islas del amplio estrecho del mar del Norte. Ahora, en este apartado yermo a donde ha ido a parar tiene todo el día. Al principio, y a pesar del invierno que dificultaba las salidas, dedicaba más horas a la curiosidad y al conocimiento de los alrededores. No es que ahora salga poco, en absoluto, el sol se lo exige y al mostrarse la naturaleza más alegre y variada ella no rechaza el reencuentro, más bien lo persigue. Necesita tanto la fecundidad del paisaje, los brillos de la luz, el encantamiento de las plantas, la agudeza de los olores. Dispone de abundante tiempo. Y se deja llevar. Los días en que el desasosiego interior le apura o la falta de entendimiento con el pintor la desaira, lee más. Es una reacción en la que se afirma y a través de la cual conjura los desencantos. Y esto de vivir en el alejamiento tiene su lado benefactor, piensa. Pero a falta de novedades, bien está retomar antiguas lecturas, se justifica. Lee de pie, o se sienta en un rincón luminoso, o se acerca hasta la ribera del río como si leyera pasajes a las ranas. Se adapta al medio. Una misteriosa combinación de necesidad resistente y de inteligencia placentera la impulsan a llevar con ella casi siempre un libro. Y así, repasa muchos relatos que no han variado, contenidos en esos volúmenes que la acompañan siempre, vaya donde vaya, porque son como una herencia labrada por ella misma. Curiosamente, cada vez que relee una de esas viejas historias la ve nueva. No tanto por el argumento, que no se ha alterado, como por la captación de matices, por la valoración que ella hace de significados. Recuerda el momento en que leyó por vez primera el libro. Quizás cuando acababa de conocer al hombre o cuando pasó una temporada en una provincia de clima menos húmedo para preservarse de ciertas dolencias respiratorias o puede que cuando viajó a una región nórdica con su padre porque éste tenía que cerrar un negocio. Lo que leía le parecía entonces innovador, atractivo y hasta complementario, esa sensación de que era parte de la formación deseable a cierta edad juvenil. Pero había una distancia de espectadora con el texto. Hoy no. Lo que lee ahora le responde, le reconforta, le satisface. Ya no busca por buscar las definiciones o los descubrimientos, sino ratificar lo vivido. Es ella quien añade acción o introduce interpretaciones o desarrolla posibilidades en la novela. Llega un momento en que tiene la sensación de estar reescribiéndola, y entonces se ruboriza por tener esa ocurrencia desmedida. ¿Puede ser ésa la forma de redescubrir los continentes de la vida? ¿Acaso persigue de esta manera la supervivencia? ¿Anhela lograr así cierto tipo de redención? Apenas ha pasado la página del último capítulo, cuando la puerta del gabinete de pintura se abre. Una bocanada cromática se fuga hacia el resto de las habitaciones.

1 comentario:

  1. Qué tal, F. La relectura como lectura más asentada y prospectiva, como búsqueda incesante de significados, como tabla de medidas de la propia evolución del individuo/lector, como reencuentros, como redescubrimientos...interesante el panorama que planteas. Hay demasiado que leer y demasiado poco tiempo y circunstancias sosegadas para ponernos a ello. Y sin embargo, tú invocas que aquello que hemos leído en el pasado podamos volver a leerlo. Difícil equilibrio, no obstante. Conozco a una amiga que debe ir ya por la tercera vez del Quijote, a pesar de que le gusta indagar en cosas nuevas. Lo que sucede es que cuando una novela te ha dejado frío te apetece releer aquella que te sedujo. ¿Y por qué no? No hay obligación alguna de estar siempre picando por aquí y por allá. Ya digo, difícil elección, difícil saber a qué carta quedarnos. ¿Difícil? No perder las ganas de probar, pero permanecer en lo que nos dé satisfacción y placer. Evidente.

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