Han subido hasta una loma. Las palabras, tan huérfanas. Sopla un viento ligeramente cálido. Las miradas, evasivas. El arroyo desciende plácido hacia el valle. Se espían, se escudriñan. Llega hasta sus oídos el suave fragor del agua cuando sortea los pedruscos desprendidos de la ladera. Están atentos a un gesto cualquiera, prestos a la primera concesión. Una bandada de nubes se despliega presurosa. Se ojean. Asombra la aparente fragilidad de los árboles. Hay visiones diagonales, observaciones solapadas. El territorio se dispersa entre colores encendidos. Un simple resoplido de uno pone en guardia al otro. Con el aire llega un tenue aroma a tierra húmeda. Se distancian para evaluar su posición respectiva. La hierba absorbe las sombras de unos cuerpos. Se aproximan para tantearse. La tarde permanece impasible. Ellos, así tan inmóviles. Unos reflejos de fuego se desdoblan en el cielo. De pronto, un giro hacia sí mismos. Habla el trueno. Ellos se contraen. El aguacero irrumpe. Se buscan. No hay refugio. Se prueban.
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