"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 1 de febrero de 2007

El fulgor



Si te vieras el rostro de alerta ahora mismo, te sorprenderías. Sientes la parálisis, según te está rasgando esa ráfaga de luz horizontal. Te admiras de cómo puedes mantener un pulso tan cínico con lo que ves más allá. Te empezarás a preocupar más tarde, cuando la visión se haya sedimentado tras tus pupilas. Ahora no sabes cómo interpretar los últimos acontecimientos que están sucediendo ante tu mirada, velado como estás por un haz incontenible, refulgente. Y te abstraes, como para ganar tiempo, como para reforzar unas defensas cada vez más bajas en tu fortaleza dubitativa. Miras y apenas ves el propio deslumbramiento. Miras, y miras para otra parte, escudado no obstante en una dirección fija, terriblemente ausente. Piensas entonces en que nadie te había preparado para observar los hechos por sorpresa. Nadie prepara para nada en esta vida, te quejas con acritud. Y este pensamiento tan infantil, cuyo escaso valor argumental te zahiere, contiene demasiado espíritu de revancha, cuando desquitarse contra lo inexistente, el pasado, por ejemplo, ya no sirve en absoluto. Esa iluminación abre una llaga en tu rostro. Por qué conocer es siempre una herida, inquieres. Por qué descubrir abre siempre un vacío, discurres. No puedes evitar la extrema frialdad de tu mirada. No puedes impedir que se te encojan los músculos de la cara y que los pliegues de las mandíbulas se prolonguen desfigurados hasta el mentón. El fogonazo te vuelve más asténico todavía, y tu boca, que aparenta serenidad y equilibrio, está el borde de la tensión más rígida que puedas imaginar. No te tensa la situación inmediata, ni la precipitación de unos sucesos inadvertidos, ni una acción que acontece ignorando tu presencia. No hay una observación estrictamente física. Ni siquiera tienes claro que el resplandor que talla una cruz sobre tu perfil esté revelándose en este preciso instante o se trate tan sólo de una ensoñación que te prende. No estás. Te arrobas ante antiguas imágenes, ante pasajeras instantáneas que nunca llegaste a descifrar. En el brillo de acero de tu retina se despliegan momentos relegados al olvido que se multiplican por efecto de acordeón. Te estás arriesgando. Se empieza recordando fragmentos de vivencias, se hilan con otros que toman más cuerpo, se recala en su contemplación placentera o desapacible y se acaba revisando el pasado. Tú lo temes. Presientes la fuerza de la insatisfacción. Presagias la larga mano de los espectros que te desviaron de otro destino. Por eso mismo no pestañeas. Tu viaje en el tiempo ahueca tu cuerpo y vacía tu temple. El fulgor te deslumbra. Te hiela su acometida.




(Una vez más, ante un autorretrato de Jorge Molder, fotógrafo portugués)

1 comentario:

  1. Hola, Fackel. Tu veneración -¿o es obsesión?- por los rostros y los gestos de Molder se prolonga. ¿Es acaso tu heterónimo?

    Un abrazo.

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