"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 3 de febrero de 2007

Un sueño simple





1. EL SUEÑO.

La otra noche soñó que se había muerto. No que se veía muerto, sino tan sólo que aquello le había acontecido. Que la gente comentaba de él que había fallecido. Era ese decir de él lo que identificaba su fin. En el sueño, se encontraba con amigos y le espetaban, sabes, F, él, se ha muerto. Ni siquiera le decían te has muerto. Y puesto que la gente transmitía esa información sobre su desaparición, se imponía como verdad. Ficticia verdad. Hablaban de él ignorándole. Y esta ignorancia le mataba. Ese temor a haber perdido el reconocimiento de su presencia cotidiana le llenaba de indignación. No hubo ni una sola de las fases del sueño en que no pugnara por hacerse valer, por demostrar que seguía allí, que era el mismo de todos los días. Se mezclaba con los vecinos, tomaba el autobús, entraba en la carnicería, se arrimaba al paseo con otros jubilados, y todo su afán era que quedara evidenciada su permanencia. Urgía su prueba en la necesidad de aceptación. Pero los habituales daban carta de crédito a las palabras que habían llegado por el viento y aunque él se mostraba y se ofrecía y recababa su comprobación física ellos no le identificaban. Le hablaban los demás como si fuera un advenedizo o simplemente otro individuo. Todo su esfuerzo se proyectaba en gesticular, en elevar el tono de la voz, en potenciar aún más su vehemencia, en recordar anécdotas, en insistir en acontecimientos compartidos, en citar fechas. Tal ahínco ponía en su labor probatoria que en los momentos más alejados del sueño profundo advirtió que los brazos se le agitaban nerviosamente, que daba patadas a las sábanas y que su cuerpo giraba vacilante y violento sobre la cama. Incluso llegó a percibir desde su recóndito y obsesivo territorio del descanso que emitía voces confusas y que algún que otro grito abortado traspasaba imprudentemente los tabiques del piso. La travesía del sueño se trocó cada vez más angustiosa. Él, que solía leer para imaginar otras vidas, se sentía preso de una de sus lecturas. Nunca creyó que la insistencia de las palabras pudieran ocultar la misma existencia de un sujeto. Y aunque siempre había comprobado su poder, a veces siniestro, no había imaginado hasta qué punto eran capaces de sobreponerse a la dimensión de las vidas. Sorprendentemente, cuando ya lo daba todo por perdido, un episodio de aquella ensoñación alevosa y perturbadora de la otra noche le trasladó en el tiempo. Personajes de su infancia ya difícilmente reconocibles salían a su encuentro entusiasmados. De entre los ribazos de un arroyo apareció de pronto una amiga que había muerto en plena niñez. Ella no dijo nada. Le sonrió con un rostro abierto de vida y le tomó de la mano. El río dejaba escapar un rumor manso.






2. LA LETRA.

Ha cogido un libro de Vergílio Ferreira, Pensar. Lo abre al azar, lee a vuelapágina...

La hora del final. Oigo cada vez más cerca el reloj que la va a dar. Me intriga. No me aflige demasiado. Es mi modo de elevarme por encima de lo vulgar, de mí, a quien duele mucho e intriga poco. Cosas, lugares, incluso afectos, a partir de cierta edad no pertenecen a la realidad sino a la memoria, donde su destino ya sólo es de cada cual. Sin embargo, hay una desesperación mansa en nosotros por no haber realizado, no exactamente lo que se llama el “sueño”, porque tener un “sueño” ya es saber lo que es, sino lo que trajera la paz por haber agotado todo lo posible, lo que en nosotros quiere responder a una luz incierta que nos habla y no conseguimos escuchar, que habla pero no sabemos de qué. Tengo en mí más posibilidades que todas las realizaciones que haya podido realizar. Pero lo más insoportable es que esas realizaciones dejen absolutamente intactas esas posibilidades. Como el hígado de Prometeo, las posibilidades se reconstruyen inmediatamente después de haber hecho efectiva una realización. Como el vientre de una mujer que queda entero para otro hijo. Una realización existe en sí misma, y por tanto no existe en la posibilidad que se es. Y eso es lo que nos llevaremos a la muerte, ese fallo enorme de nuestra imposibilidad. Y eso es lo que más duele ante los avisos del final: esta absoluta nulidad de lo que he hecho y la alucinación de hacer, antes de que llegue la hora.


(La pintura sobre el hombre caído es del pintor polaco Marek Zulawski; aquí encima, fotografía del escritor portugués Vergílio Ferreira)



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