"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 25 de febrero de 2007

Añoranza


Allá de donde la mujer viene, también acechan las brumas. Los días sin sol abundan y los vientos descarnan la piel. Pero el silencio no posee tanta gravedad. Los oleajes perfuman la hilera de casas de la costa. El trajín cotidiano de los pesqueros desahucia cualquier parálisis. El movimiento ocasional de los navíos de carga aporta expectación y nombra el mundo que hay más allá de los piélagos. Y la intensidad de ese otro mundo funciona como un vaivén y penetra en los rincones más escondidos. El rumor permanente de las mareas salpica musicalmente la vida de los ciudadanos. Estos, aun recogidos y discretos, se muestran comunicativos. La prudencia no es una cerrazón, sólo una actitud contenida. El mar es una llave poderosa que les ha abierto desde hace siglos el portón de las posibilidades. Esa gente desconoce el hermetismo y la naturaleza de sus quehaceres les ha tornado receptivos. No temen la oscuridad, aunque no puedan evitarla. Los faroles de los barcos, el resplandor de las ventanas de las cantinas, el acompasado giro del faro que cierra el extremo de la dársena, disputan las nieblas del atardecer. La vecindad refuerza la confianza con esas luminarias que se agitan en planos a distintos niveles. La ciudad ha desafiado las tinieblas. La calle existe como algo más que un espacio de tránsito, y las mañanas se nutren de afanes de mercado y las primeras horas de la tarde propician las visitas y las tertulias. La mujer echa en falta esa oriundez extraviada. Echó un pulso con su pasado cuando conoció al pintor. Apostó por acompañarle, allí donde él se reclamara guiado por un objeto de inspiración y de búsquedas, sin saber bien si es amor o curiosidad o admiración por la labor de él lo que la ha traído hasta el interior más aislado del país y del invierno. Según retornan de la aldea con los baúles y las valijas que ya habían llegado, ella no puede quitarse de la cabeza los recuerdos. Presiente que este paisaje la encierra más. Que esta humedad nívea la aísla. Que la borrosidad de las luces la hacen sentirse perdida. Advierte que en su visión han cristalizado las lágrimas de la memoria. Apenas entreabre los ojos. Ha agarrado el brazo de él, clavando desesperadamente las uñas en la manga de la pelliza del hombre, pero sospecha que es una reacción de temor. Él no lo nota. Él cree sentirse respaldado en la aventura.

1 comentario:

  1. Bon dia. Me incorporo a tu historia curiosa de sugerencias, que de momento se mueven a medio camino entre las brumas de la abstracción y las pinceladas del esbozo, pero huelen a cuadro. Un abrazo.

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