"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 25 de febrero de 2007

Exploración


Ha vuelto a nevar. Los días de tímido sol parecen ahora un simple espejismo. Los dos han madrugado. Les espera una marcha complicada al pueblo. Necesitan avituallarse y pasar por la parada de postas a recoger el resto del equipaje. No conocen los alrededores. Y un día con tanta densidad de nieve no propicia el descubrimiento de la zona. De momento se adentran por caminos de arduo trazado, casi ocultos, donde el trineo va dando saltos, mientras a dúo sujetan con firmeza las bridas del animal. La primera visión que les llega es que el paisaje se diluye. La primera sensación que perciben es que agobia más el exterior que la casa. Al menos, y ambos coinciden en ello, ésta, tal como se halla configurada, transmite alivio, serenidad, desahogo. El bosque no. El bosque se vuelca, les comprime. El cielo tan caído, las copas de los árboles trenzándose y la espesura de la nieve les reduce y les alienta sólo hacia la huída. Van pero no disfrutan. Demasiada pesadumbre en un paisaje al que ella, sobre todo, no está acostumbrada. El hombre, sin perder el control del transporte y la orientación de la ruta, intenta evadirse. Por ejemplo, trata de establecer paralelismos con los espacios de la vivienda. En la travesía del bosque también hay contrastes de claroscuros, pero más apagados, o que se imponen más unos a otros. No obstante, la blancura, opina, es más uniforme, más inerte y monótona. Pero la sustracción no rehuye la observación. Sus ojos registran la frondosidad cómplice de los árboles y el misterio de su afinamiento hasta desaparecer los troncos misteriosamente entre la nieve. Su mirada se carga de matices, de variaciones, de iluminaciones, también de obscuridades. Imagina el subsuelo, dibuja en su mente una idea del territorio en otra estación del año. La espera, la desea, pero necesita apropiarse de los grises y las sombras, de la inexistencia de la vegetación, de la desaparición de las referencias, de esta especie de vacío que se les impone. La mujer se encoge según avanzan en dirección a la aldea cercana. Ella no ve de la misma manera el entorno. Viene del mar, allá donde el frío del Norte también la acucia, pero donde los sonidos son más alegres y las luces hacen guiños y el viento huele a salinidad. Aquello, al menos huele a vida, le dice.

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