"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 13 de febrero de 2007

El raíl




¿Recuerdas las vibraciones cuando caminábamos sobre la vía del tren? Siempre decías que tus pies oían. Y al cabo de un rato, el viento traía un pitido bronco y alargado que nos ponía en guardia. Tu ejercicio de equilibrista siembre me fascinó. El raíl ardía bajo el sol intensísimo de agosto, y tú eras capaz de mantenerte firme y avanzar un pie sobre otro pie. El secreto está en no pensar que caminas sobre el hierro, decías. O en imaginar que es el camino al infierno, pero no quieres quedarte en él. Y ante la cara de duda que yo debía poner esgrimías otro argumento tan inverosímil como el anterior. O también que caminas sobre un puente muy inestable y estrecho y bajo los pies se abre un precipicio y no puedes dejarte engullir por el vacío. Tus argumentos eran tan sugerentes como oníricos y, además, lo expresabas con tanta convicción que se suponía que debían animarme. Yo lo intentaba, de verdad, siempre quise caminar sobre el raíl, como tú. Hacía lo posible por visualizar los espantosos tormentos de la condenación eterna y advertir la profundidad del abismo, porque eso de sentirme engullida por la nada, como tú decías, me impresionaba mucho, y hasta por un momento conseguía ignorar el acero quemante imaginando que era el piso de madera de tu casa. Pero mis pies eran un cáliz de sensaciones, y en cuanto trataba de enderezarme me veía en caída vertical sobre la vida y la muerte, y daba un salto liberador. Mi chillido te hacía entonces reír exageradamente, y tú me llamabas niñata timorata. Lo decías así, haciendo resonar las sílabas, y te refocilabas en la sonoridad de una cadencia que a ti te parecía salida del italiano. ¿Y qué sabías tú del italiano? Que es una lengua de cantores, me explicabas algunas tardes, mientras traicionábamos la siesta en la que se evaporaba toda la familia. Una lengua que se perfumó con las primeras especias traídas del lejano Oriente, y que se labró en las gargantas como se tallaron las grandes obras de los maestros que copiaron el Laocoonte. Y decías esto como podrías haberte inventado cualquier otra historia, pero a mi me deslumbraba. Extraías de unos sobres grandes unos discos de pasta dura y conectabas el gramófono y la atmósfera de la biblioteca de tu tío se llenaba de furtivas lacrimas y fígaros barberos y trovatores infelices. Te mostrabas tan turbulento y original en la teatral audición de música como arriesgado al recorrer el trazado ferroviario. Mandabas callar a un auditorio invisible, tomabas un palillo del desvencijado tambor de la cofradía del abuelo, y lo elevabas hasta arrancar los primeros aspergios de un Verdi conmovedor. No dudabas en revolverte los cabellos, para pasar a ejercitar movimientos convulsos sobre los andante, aplanar las manos ante los moderato, o mover las olas con los adagio. Yo hubiera querido dirigir en ese momento la orquesta de sombras como hubiera querido hacer de equilibrista sobre los raíles. Pero estaba pendiente de ti. Sólo tenía entrañas para ti. Mi serenidad era circunspecta y sólo aparente, porque la música y tu pasión y tu vitalidad arañaban mi calma. ¿Serías en todo así?, me peguntaba insistentemente. Aquella enorme habitación plagada de libros polvorientos y enigmáticos se convertía poco a poco en un escenario lujoso de la Scala, donde tú eras el artista perturbador y yo la dama burguesa que se dejaba arrebatar. ¿Por qué te seguí por los caminos de la ópera? ¿Por la misma y oscura atracción por la que íbamos al encuentro de los convoyes del atardecer? Todo en aquel verano fue un preámbulo, una aventura, un juego. Pero sobre todo un arrebato. Y yo perecí.

(La foto de arriba es del español Morgan Kriss; la de abajo del ruso Vuda)

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