"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 30 de enero de 2007

Eh!



Nunca una interjección tan simple movió tanto al grupo. Eh! El coro de discípulos, que ha seguido con atención y fervor las máximas que les transmite el maestro, se altera. Un sencillo toque, un simple chasquido, el monosílabo más fugaz y relampagueante, y la composición del cuadro varía. ¿Toda? No, el maestro no se ha alterado, el maestro permanece hierático, el maestro nunca pierde el ángulo de visión. Él es el vértice: la referencia. Es el punto de luz: la atracción del conocimiento. Es el fanal ineluctable: la guía. Diríase que la escena ha sido traicionada por el elemento exterior, ese eh! Pero en los rostros de los discípulos no hay señales de sorpresa. El envés es tan monolítico, tan rígido, tan poco espontáneo como la disposición opuesta. Es como si molesto por la alteración, el grupo siguiera centrado en la doctrina que se le está impartiendo. Los individuos han girado sobre sus propios talones, sin emoción, sin inquietud, impasibles. Como si se mostraran en guardia, vigilantes de que nadie les robe el pequeño fuego de ascesis que están recibiendo. El eh! está a punto de desistir. En la casa de los iniciados cualquier duda es mal acogida. Ellos están ahí para adquirir sobre todo seguridad. Después, creen, purificación. Después, cómo comportarse, cómo buscar, ¿cómo saber? Inmensa propuesta. ¿Qué pretende, entonces, la intrusa y vocinglera interjección? Tal vez desvestirlos del todo. Tal vez intentar que vivan la renovación continua, y no sólo que ésta sea un acto simbólico pasajero. Un entreguismo, una dejación, una renuncia en blanco. Podría parecer que es el maestro quien les ha sugerido el uso y acomodo de tal indumentaria, cuyo objetivo parcial sería desproveerlos de las ideas y conductas anteriores. Podría insinuarse que es el maestro, y no la duda, quien les va a enseñar a ver sus desnudeces. La duda y el maestro pueden coincidir técnicamente, en cuanto método, en cuanto intención. Pero no en cuanto objetivo a lograr. Tras la ceremonia, los acólitos volverán a vestir, pero esta vez con nuevas concepciones, nuevas directrices, nuevas sendas. Que tal vez no lo sean, porque la calidad de lo nuevo no es posible sin cuestionarse permanentemente. Y la duda se quedará, por un momento, muda. No sabrá cómo actuar. La duda sabe que la referencia directa de otro hombre, por muy reconocido y consagrado que se considere, también es quebradiza. Que el conocimiento transmitido por otro hombre, siempre es sesgado, mediatizado, impreciso, limitado. Que la guía ejercida por otro hombre siempre es manipulación y conduce por una dirección única. Más adelante, los fieles se revestirán, ungidos ya por la sabiduría rectora, y la imagen de desvestimiento, quedará como liturgia, como memoria efímera. Saldrán del templo o de la cámara de los padres conscriptos, a deambular por el mundo, soberbios y encegados de presuntas revelaciones. Estén en rebaño o caminen solitarios, volverán tarde o temprano a oir la interjección fatídica, el chasquido, tal vez una modalidad de silbido rápido. Tratarán probablemente de no volverse, como si la cosa no va con ellos. O se girarán con firmeza y temple, tratando de controlar lo imprevisto. Incluso se dotarán de máscaras para que el mensajero espontáneo no les fuerce a revelar turbación en sus caras y actitudes reflejas naturales en sus portes. Pero, ¿quién puede evitar un trapiés? ¿Quién está libre de dudar? ¿Quién? Eh?
(Montajes fotográficos del artista chino de perfomance Zhang Huan)

domingo, 28 de enero de 2007

El último vuelo


Tal vez he subido demasiado alto. Las cimas de las montañas son así. Te sitúan por encima de las nubes, pero eso es ridículo porque no ves nada. Ves un plano espacial diferente, un nivel donde no se vive habitualmente. Donde ni siquiera los cabreros consideran que merece la pena habitar. Donde la contemplación es un pasatiempo. Empecé a subir hasta aquí porque durante los días claros que, ordinariamente, suele coincidir con mis horas turbias, necesitaba otra perspectiva. Una mirada de la no visión. No me siento instalado en trono alguno. La banqueta es una excusa para que mis posaderas se permitan girar en todas direcciones y mis pies colocarse en posición cambiante. Parezco un primate, ciertamente. Pero se trata solamente de una apariencia. Los primates fueron descendiendo y adaptándose a la horizontalidad de la sabana. Su bajada al llano fue el principio del fin, pero también el descubrimiento del origen. Yo aquí sólo pretendo amoldarme al ascenso, a la necesidad de distanciarme, a la urgencia por perder gravedad. Mi búsqueda es otra, y acaso no lo sea tan contra natura como aparenta. Aquí arriba, aquí encima del mundo, podría decir que me advierto menos oprimido por lo común. Que tanta altura me fuerza a ver las dimensiones de manera mucho más relativas. Incluso cuando los ángulos y los vértices y los volúmenes se desdibujan. Es verdad que entonces temo perder el contacto con la superficie del paisaje, y me asusta verme desprovisto de sentido. Una pizca de ansiedad me asalta en ese instante, pero me basta recordar la escasa oxigenación de mi alma allá abajo para consolarme y percibirme pleno de estímulo nuevamente. Por otra parte, tanta territorialidad a mis pies me asombra e incluso me entusiasma. Sus cromatismos me deslumbran, sus desiguales perfiles me excitan, sus contrastes entre ocupación y vaciedad me provocan. No lo hubiera imaginado. La lejanía se multiplica por enésimas potencias y mis ojos tienen un alcance escaso. A veces me hiere la duda: si aquello que he abandonado no merecería la pena, y si no habré sido incapaz de entenderlo. Los vuelos de las aves rapaces manifiestan que ya no me consideran un advenedizo, sino que empiezan a aceptarme como una representación que puede jugar su papel en este cosmos superior. No sé de qué otra manera pueden admitirme. Ni siquiera sé si su universo de pautas y conductas y luchas por la supervivencia precisa de imágenes simbólicas donde yo pueda jugar un papel. De momento, ellas se han distanciado y me sobrevuelan respetuosamente. Uno se siente en esta lanzadera absolutamente despegado. La tentación del vuelo es atractiva, pero aunque mi condición natural se nutre también de ilusión y de irrealidad todavía me contengo. Todavía pesan más las acendradas tendencias de mi vida inferior, aunque no ignoro que todo es cuestión de adaptación y que antes o después extenderé los brazos hacia el cielo y probaré. Pero se supone que será otra fase. Incluso supondrá el logro del karma. En principio he subido hasta aquí para reorientarme. No obstante la observación a esta distancia está trastocada, y sé que me arriesgo a perder las referencias. Parece una contradicción: pretender una nueva orientación desestimando la proximidad y el conocimiento inmediato no suena práctico ni destila posibilidades de éxito. Créanme, las cosas aquí arriba no se enfocan del mismo modo que donde están ustedes. Aquí lo importante es dejar de tocar, dejar de ansiar, dejar de relacionar, dejar de planificar, dejar, en fin, de necesitar. En estas alturas incluso soñar, en su doble acepción, se revela con otros parámetros. Me ha costado un poco, pero he empezado a notar mejoría en mi organismo con esta terapia del alejamiento. Esta sensación de ir olvidando, de estar desaprendiendo, de ignorar el mundo del que procedo ya no es angustiosa. Necesitaba la altura para ejercitarme en esta translación que me renueve. Tal vez la pertenencia a la especie pueda convertirse pronto en ausencia. Créanme, no me merecía formar parte de ella. Nadie elige el principio. Nadie desea el fin. Quién sabe si estoy dispuesto a elegir y decidir el salto.
(Fotografía titulada Birdwatching, del artista Ivan Cap)

sábado, 27 de enero de 2007

Principio


Salido de la piedra. Surcado por las lágrimas. Envolvente textura nacarina. Arcilla de cristal. Primigenio náufrago. Lanzadera de silencios. Estremecido instante en que el origen despliega el recorrido. Volátil despertar. Resurrección de antiguas señas. Los repliegues se expanden. Succión ilimitada. Floración de los sedimentos más profundos. Acto y testigo. Autorretrato. La dimensión se regenera como juego de manos. Conformación sin tiempos ni medidas. Un soplo de paternidad. Recogimiento. Una vez fue y sigue siendo. Llaga la vida. Bumerán de calmas. Ulceran las palabras calladas. Una caricia helicoidal de nuevo. Tal vez el aire.

martes, 23 de enero de 2007

Nuno Júdice




Simplemente parar. Suavizar el ritmo. Dejar las manos quietas y cruzar los brazos. Cortar la lectura de otro relato. Detener la observación. Entregarse a otro intérprete. Es la actitud dispuesta que muestra el hombre este atardecer frío ante una poesía. Una obra, Un canto en la espesura del tiempo; un autor del Algarve que casi no había oído, Nuno Júdice. Abre el volumen al azar. Se funde en su recitación...


Llamo a las mujeres que el espejo palidece; y
que desde el fondo del agua enumeran los nombres del amor, so-
námbulas, perdiendo sílabas en la repetición de frases
más largas. Se acercan, cuando las miro, y casi dejan
la moldura oscurecida por la edad. ¿En qué
polen de memoria han adquirido sus ojos el fértil
brillo de la imaginación? ¿Por qué se callan, cuando
las interrogo, y sus cuerpos unísonos se disipan
en un sueño de infinito? ¡Venid! ¡No os perdáis en el pasillo
sin fin de la nostalgia de un ser antiguo! Y resignaos
a la medida vaga que el tiempo ofrece, con la música
de unos labios ahogados.


(Distorsión sobre un cuadro de Otto Dix; disculpas; el de aquí abajo también es de Otto Dix)


lunes, 22 de enero de 2007

Los días inhabitados



Hay días como este cuarto. Días en que no te sientes habitado por ti mismo. En que el entorno se te aparece desprovisto. Deseas dejarte caer sobre la tarima desnuda. La madera es cálida hasta en invierno. Y el frío no llega de ella, sino del vacío. Te alienta la luz que se aproxima sorteando la trampilla del ventanal. La luz se reparte cuadriculadamente. Pero tú no miras el vano. Miras su reflejo en la pared. Presientes que la luz está poblando la pared. Te cuesta creer en la luz por sí misma. Hace tanto tiempo que no subes a un altozano a sentir la gelidez de la luz. Hace tanto que no te acercas a un faro a percibir el murmullo de la luz. Te da igual, dices. La luz no existe por sí misma, sino para animar los objetos y recrear la ficción. Eso aseveras. Pero te has tirado sobre el suelo de la estancia. Hoy dudas. Quieres saber que estás equivocado. La habitación desalojada te acoge accidentalmente. Desapareces en la oscuridad del rincón. Te camuflas entre los listones ennegrecidos del piso. Las inevitables sombras son tus cómplices. Al recluirte te pones a prueba y te distancias. Eres una presencia ausente. Pretendes una revelación. Los mitos están llenos de ejemplos en que la luz muestra algo. Un camino, una resolución, un cambio, una señal, un trazado. Un paradigma victorioso. La luz siempre ha sido más simbólica que las tinieblas. Éstas triunfan como carencia. Ni siquiera es seguro que en las simas más intrincadas la luz no exista. De alguna manera, se manifiesta a través de los colores de las rocas. Los colores son las venas de la luz. No puedes emerger porque te ilusionas con manías imposibles. Jamás podrás capturar la luz en estado bruto. Debes dejar que ella te tome, te recomponga, te sugiera, te incite. Mientras te deslizas como un bicho que no se acepta a sí mismo piensas en la ligereza que te embarga. Estás bien reconociéndote como una sombra. Estás tranquilo en ese estado evanescente. Pero ese progresivo y calmo alejamiento de ti te desconcierta. Has practicado tanto la huida hacia delante que no sabes ponerte en pie y mantenerte. Empiezas a saber ser un genuino intérprete de las brumas. Piensas que es una manera. No te dejarán ver el paisaje exterior, pero al menos te contemplarás tal como eres. Turbio. Alguien entra en la habitación y comenta: cuánta soledad. Nadie ha advertido que estabas allí. Te estremeces. Lo tomas como aviso.
(Fotografía del portugués Jorge Molder)

domingo, 21 de enero de 2007

El sueño de las mil caras



Ha habitado en el sueño durante casi nueve horas. Hay días en que el cuerpo perece en la refriega de las obligaciones y se abandona. Y entonces ese abandono se manifiesta no sólo como necesidad sino como conquista. El sueño es la toma de la renovación. Nada de nuestro mundo consciente prosperaría sin el sueño. Ni nuestros deseos, ni nuestras indagaciones, ni nuestros proyectos, ni nuestros compromisos. Todas las capacidades que ejecutamos habitualmente, todas esas aspiraciones que nos parecen el logro de nuestras posibilidades en la vida ordinaria están refrendadas antes por el sueño. Y esas propiedades de desentrenamiento y desaprendizaje ocultas, incontroladas y activas en otra dimensión de nosotros mismos son cada jornada, cada noche, el bendito precio de nuestra salvación cotidiana. Estas cosas piensa tras una noche donde varios rostros de sí mismo han morado en casas y paisajes diferentes, en corporeidades desiguales y en reacciones inesperadas. Ha vivido una acción desenfrenada o se ha dejado caer a la sombra de un árbol, mientras las aves del paraíso se han revelado ante sus ojos. Ha sido él mismo, ha sido otros. Ha contemplado el mundo desde otras miradas y ha arrebatado otros paisajes. Apenas se acuerda del argumento soñado, apenas un eco que son más que nada sensaciones, voces quedas en los oídos del subconsciente. Y luego ese entumecimiento de los brazos, del torso, de las caderas, sólo conjurados tras el estiramiento espontáneo del despertar. Hay una muerte cada noche y una resurrección cada amanecer. Durante el sueño, cada hombre se convierte en el búdico Bodhisattva guanyin de las mil caras y de las mil manos. Por eso no se sorprende lo que lee al poco del desayuno. Y sin embargo se entusiasma con lo que dice Jean Cocteau en su cautivador libro Las dificultades del ser. Pone de fondo la voz armónica, clara y contundente de Nina Simone, y presta atención entregada a Cocteau...







El sueño es la existencia normal del durmiente. Por eso me esfuerzo, cuando despierto, en olvidar lo que he soñado. Lo que hacemos durante el sueño no vale en estado de vigilia y lo que hacemos en estado de vigilia es válido en el sueño porque éste posee la facultad digestiva de convertirlo en excrementos. En el mundo del sueño esos excrementos no nos lo parecen y su química nos interesa, nos divierte o nos espanta. Pero si lo trasladásemos a la vigilia, que no cuenta con esa facultad digestiva, lo que hacemos en el sueño nos enturbiaría la vida y nos la haría irrespirable. Hay mil ejemplos que lo demuestran, pues de un tiempo a esta parte se les han franqueado muchas puertas a esos monstruos. Algo diferente es buscar en ellos señales de algo o dejar que la mancha de aceite se extienda a la vigilia y crezca. Por fortuna, lo que sueña el vecino nos parece una lata si nos lo cuenta, y eso nos ahorra contar lo que soñamos nosotros.

Lo que sí es cierto es que ese doblez mediante el cual la eternidad se nos torna invisible no es igual en el sueño que en la vida. Algo de ese doblez se desdobla en el sueño. Y merced a eso cambian nuestras lindes, se ensanchan. El pasado y el futuro ya no existen; los muertos resucitan; los lugares se edifican sin arquitecto, sin viajes, sin esa torpe premiosidad que nos obliga a vivir minuto a minuto lo que el doblez entreabierto nos muestra de una vez. Además, la liviandad honda y atmosférica del sueño propicia los encuentros, las sorpresas; los conocimientos; una naturalidad que nuestro mundo doblado (quiero decir proyectado sobre la superficie de un doblez) no puede achacar sino a lo sobrenatural. Digo naturalidad pues una de las características del sueño es que nada nos asombra. Aceptamos sin tristeza vivir entre personas ajenas, completamente separados de nuestros hábitos y nuestros amigos. Eso es lo que nos consterna cuando miramos una cara amada y dormida. ¿Por dónde se está moviendo el rostro que lleva esa máscara? ¿Dónde se prodiga y con quién? Ese espectáculo del sueño me ha atemorizado siempre más que lo que sueña.

Una mujer duerme. Se ha salido con la suya. Ya no tiene que mentir. Es mentira de pies a cabeza. No tendrá que dar cuenta alguna de lo que hace. Engaña impunemente. Consciente de este libertinaje, entreabre los labios, deja flotar los miembros a la deriva, por donde ellos quieran. Deja de vigilar su comportamiento. Es su propia coartada. ¿Qué podría reprocharle el hombre que la observa, puesto que está presente? ¿Qué necesidad tiene Otelo del pañuelo aquel? Que mire dormir a Desdémona. Con eso basta para cometer un asesinato. Cierto es que el celoso deja de serlo y exclamaría a continuación: "¿Qué me estará haciendo en el país de los muertos?".


Deja de lado el libro, se levanta, se mira en un espejo. Piensa en los sueños. Difuminadamente se siente unido a un cordón umbilical largo que hoy le han atrapado casi nueve horas...


(El grabado superior pertenece a la colección Una semana de bondad o los siete pecados capitales, de Max Ernst, y abajo aparece Jean Cocteau personificado -divinizado- como el guanyin budista de las mil caras y de las mil manos...)



sábado, 20 de enero de 2007

Veinte de enero









Son legión los santos y mártires en el santoral católico. Quien más o quien menos de ellos tienen su despliegue iconográfico. Algunos de modesta advocación local, otros traspasando los siglos y las culturas. Pero si hay uno que se lleva la palma, no tanto de mártir como de representación es San Sebastián. Desde la vieja figura del militar romano converso hasta el actualizado icono sugerente y sexual, el recorrido imaginero, a través de esculturas y pinturas, le convierten en un santo consagrado no sólo por el catolicismo sino por las nuevas manifestaciones y conductas personales.


Santiago de la Vorágine, obispo genovés del siglo XIII y autor de La leyenda dorada, hace la particular hagiografía de San Sebastián en su libro.


...Casi una hora estuvo hablando San Sebastián, y diciendo estas y otras cosas parecidas, y mientras hacía uso de de la palabra, su cuerpo apareció cubierto con una capa blanquísima y rodeado de un halo de luz esplendente que venía del cielo. Siete ángeles de fulgurante claridad hicieron guardia a su lado durante toda la plática y, en cuanto ésta terminó, un joven hermosísimo que había estado a su vera le dio un beso de paz en la frente y le dijo: "Tú estarás siempre conmigo"...




Esa representación de San Sebastián que Alonso Berruguete inauguró allá por el siglo XVI, en base a una postura del cuerpo de escorzo violento, asaeteado y malherido, sigue siendo la más perseguida por los modernos autores. Ciertamente, algunos pintores conocidos también por su militancia gay, como Keith Haring, lo recrean con esa visión crítica y desenfadada del cómic, convirtiéndolo en adalid de la causa.



¿Qué diría De la Vorágine ahora mismo de haber conocido esta interpretación iconográfica moderna sobre el militar romano que dio la cara por los cristianos hasta convertirse en uno de ellos? Posiblemente le gustaría porque, independientemente de su traducción representativa al mundo de las caracterizaciones afectivas y de las liberaciones sexuales, el símbolo y la representación permanecen. Los símbolos son siempre aleatorios, moldeables, cambiantes. Se adaptan a los tiempos, se reconvierten en las culturas y pluralizan su significado en todas las mitologías. A estas alturas, cuando se han alcanzado cotas de escenificación tan explícitas en cine y televisión, nadie se espanta ya de cómo se puede hacer del drama un espectáculo. Y sin embargo, la épica, en la que también bebe la hagiografía cristiana, y que viene desde muy antiguo, siempre ha traducido con morbosidad la violencia, el sufrimiento y el pathos humano. San Sebastian no se libra de ello.



Lo cierto es que no podía dejar pasar el día del calendario gregoriano. Ha sido una tentación laica, paradójica y confraternizadora. Pero era la manera de traer aquí algunas intervenciones artísticas sobre el santo mártir. Sea cual sea el motivo, uno encuentra siempre mucha belleza en la conquista expresiva del arte. Disfrutad la capacidad interpretativa de esta plástica.
(Las obras aquí bajadas pertenecen, en orden de arriba a abajo: escultura de Alonso Berruguete; pinturas de William Vecchietti, James Bonsall, Glynn Philpot y Keith Haring)

jueves, 18 de enero de 2007

Oración 238



Tómame. Entrégate al ritmo que impone el expreso. Apodérate de mi. Que es lo mismo que decir que salgas de ti y que yo salga de mi. Que es lo mismo que deslizarse por el cuerpo del otro. Que es lo mismo que explorar lo que no sabes de ti mismo. Trata de abarcar la otriedad. Llégate hasta donde nunca has llegado antes. Arranca mis silencios que yo rescataré tus palabras más hondas y ocultas. Salva. Moviliza la imaginación antes de que sucumba de tedio en la barca cotidiana. Anula el tiempo. Desecha la vertiginosidad de las obligaciones. Rásgame. Expira junto a mis oídos, para que yo sepa que dos muertes pueden ser una vida. Este trayecto será largo si extraviamos los cuerpos por el camino. Haz de tu tacto un don. Contaré los movimientos de tus dedos sobre mi cuello. Acapara el desorden de mi territorio. Impera en él como si fuera la primera incursión. Cúbreme con la calidez de tu furia. El ojo de buey del vagón será nuestro testigo. Quienes nos miren a su través se avergonzarán por haber perdido el tiempo del abrazo. Tú eres ni sé de quién, ni yo soy ni sé de cuál. Quedarán tus ojos en mi rostro y tú te llevarás los míos. Nadie debe advertirlo. Así nuestras miradas serán de ida y vuelta. Habrá sido un recorrido casual. Te bajes donde te bajes el viaje habrá merecido la pena. Permanecerán unos labios de vaho impresos sobre la ventanilla. Tal vez no sepamos a dónde ir. Tal vez no lo recordemos. Dijo el filósofo griego que dos veces no pasa el mismo tren por la misma estación. Puede que intente tomarlo de nuevo. Cruzaré los dedos. Aunque acaso haya sido nuestro último expreso.


(A propósito de una fotografía de Fabrizio Ferri)

lunes, 15 de enero de 2007

Aforismo en negro


Admito que hay algo que me causa más espanto que el terror explícito: el terror ímplicito. Esto que parece una exageración o un juego de palabras, deja de serlo cuando uno imagina de lo que pueden ser capaces los que incuban el huevo de la serpiente.

Los que abandonan la noción moral aplicada a la política, los que crean sus mundos a imagen y semejanza donde todo vale y por donde quieren que todos pasen, los que hacen norma de conducta farisaica sobre que el fin justifica los medios, los que no distinguen el mercado y sus beneficios del concepto de representación política, los que no diferencian su ideología parcial del sentido de Estado, los que se mueven por revanchismo ignorando la legitimidad electa, están cuestionando el valor de la Democracia. Entre estos parturientos de la desdicha, hay unos que lo hacen atormentando a la ciudadanía con sus mentiras incendiarias, otros movilizando los miedos, otros zancadilleando las decisiones parlamentarias, otros callando en nombre de sus sacrosantos principios religiosos porque dicen -cuando les interesa- que su reino no es de este mundo...

Y llegados a este punto, que empieza a ser la peligrosa tesitura política del país, ¿son muy diferentes los que hacen de la violencia expresa su forma de vida y los que hacen de la negación, el enfrentamiento civil y la mentira su forma de acción?

Recuerdo un aforismo genial del escritor y crítico de Viena Karl Kraus, aplicable a esos eternos conspiradores defensores de los "valores eternos":

Un lobo con piel de lobo. Un canalla bajo el pretexto de serlo.

¿Qué los definiría mejor? Obviamente, no todos ponen las manos del diálogo, ni de la dignidad, ni del sentido razonable sobre la misma mesa.
















(Fotografía de Karl Kraus, Bohemia 1874-Viena 1936)

domingo, 14 de enero de 2007

Una huella marchita



Se ha quedado absorto ante el clavel. Ajado ya, con una lenta agonía, dentro de unos días será solamente un fósil. Lo toma delicadamente, para que no se desmiembren los pétalos. Lo mira con detenimiento. Nunca se le había ocurrido observar con parsimonia un clavel. El tallo, rígido y retorcido, pero esbelto. El cáliz, erguido y bien formado, aupado por unos sépalos que se le antojan cúpulas de una estupa india. La corola, reseca, encogida, se desborda y los pétalos granates se van convirtiendo en carmín y poco a poco en ceniza. Se sorprende por estar pensando con tantas esdrújulas. Lo huele y como si oliera un papel. Le dan ganas de apretar con el puño esa estructura de color, lo único que queda de la flor viva que fue. Se reprime, una flor muerta sigue siendo un objeto con significado. Tiene que destruirse por sí misma. O tal vez ya no es sólo un objeto, sino una memoria encarnada. Ahora, una reliquia. Lo que queda del último ramo que colocó sobre la mesa de trabajo de ella. Una huella. Se la ha llevado al azar al salir precipitadamente de la casa. La flor les vinculaba; demasiados años unidos, los claveles representaban una regeneración continua. Hoy no está tan seguro. Acaso sólo era un símbolo aparente, un lenguaje de contención, una manera de posponer lo irremediable. Se ha parado junto a una pared encalada, antes de buscar la sombra de los árboles frondosos de la plaza que le despejen del asfixiante temple del atardecer. Hace girar este vestigio apagado entre el índice y el pulgar. Juguetea tratando de hacerle cobrar dimensiones. Le gustaba a ella tocar la textura fresca de los claveles recién cortados. Le agradaba flotarse los labios con aquella amalgama tierna y casi húmeda. Corría a por el jarrón de Bohemia, lo llenaba de agua, introducía el ramo, diversificaba la posición da cada flor, se quedaba con la mirada ida admirando la agrupación de fractales, tratando de adivinar su organización, su crecimiento, sus formas. A veces, cuando los amigos o los colaboradores de trabajo habían hecho tertulia en la casa, ella repartía a la salida un clavel. Ponía un beso en el cogollo de cada uno y lo entregaba. Algunos amigos lo besaban a su vez al recibirlo. Esto le encolerizaba a él en ocasiones. Les daba algo de ella, por partida doble. Cómo le viene a la mente el latigazo de los recuerdos. Y qué paradojas. Donde ella veía textura, sensorialidad, deslumbramiento, él ve ahora sólo unos residuos. Como su vida decapitada. Se mira los dedos, las arrugas crecientes del envés de sus manos, las líneas misteriosas que se supone que traducen destinos, que hablan de límites, que avisan de extravíos. Se frota la piel, y le parece ajena. Esas yemas resecas de sus dedos que tanto escribieron con caricias sobre la piel de ella. Advierte la herida en canal. Se queda laso, desasistido. No sabe dónde irá. Se ha sentado en un banco, preso de indolencia. Se le pega la camisa empapada y, como si fuera a darle nueva vida, introduce el clavel marchito en el bolsillo. Los restos del naufragio.

sábado, 13 de enero de 2007

La memoria se despoja



Mientras le oyes irse, piensas atropelladamente. Qué silencio tan lóbrego asalta tu entorno. Una sensación extraña te confunde. ¿Era esto lo que querías? Te has librado de una sombra en tu vida, pero tienes miedo. La soledad era hasta ahora algo que les sucedía a otras. Una palabra, un concepto, pero siempre algo ajeno. Parece romántico, se te ocurre; pero te desgarras. Hace un momento te invadía la rabia. Te creías fuerte en tu cólera, en tu osadía. Ahora te desazonas. Has apostado y no sabes si lo que has obtenido te conviene. Por eso no lloras. Porque las contradicciones te ahogan y contienen la emoción. No sabes cómo interpretarlo. ¿Era ésa la lección que pretendías dar? Te parece hasta chusco. Recuerdas que los chistes sin palabras de los tebeos siempre te resultaban sosos. Y sin embargo te cautivaban. Exigían de ti una interpretación más abierta. Cabían posibilidades, se podía elegir el sentido, concluir la insinuación. Situaciones demasiado obvias o demasiado indefinidas, según. Esto ha sido también un chiste sin palabras y probablemente sin viñeta siquiera. Demasiado cerrado. Estás agitada, pero no vas a llorar ahora. Eso llegará después. El bochorno de la tarde casi se escucha. Demasiado oneroso. No te has movido del baño. Toda la numerosa colección de cremas, los exfoliantes, las mascarillas, los hidratantes, las lacas, los champús, el agua termal, el aloe, el agua de rosas, el tónico revitalizante, el corrector de ojos, los geles, los bronceadores, el maquillaje corrector, el contorno de ojos, el dentífrico, el esmalte de uñas, los desodorantes, las barras de labios, los depilatorios, toda esa caterva amorosa de tus cuidados te contempla desde los estantes, bajo el espejo. Los recorres con la mirada, y por un momento los odias. Y sin embargo, si los has necesitado antes, sabes que ahora con mayor razón. De pronto te sientes castigadora contigo misma: no me voy a cuidar lo más mínimo, piensas. Y te imaginas deambulando por la calle, entrando en el café habitual, quedando con tus amigos, apareciendo por el trabajo, te imaginas desaliñada, descompuesta, abandonada. Tres términos radicales. Tres calificativos que te rompen. Que los demás se enteren de lo que vale una crisis, piensas. Te deleitas perversamente en tales ensoñaciones despectivas. ¿Eso es lo que pretendes? ¿Qué todo el mundo te vea vencida? Y en el fondo sabes que estás vencida, sí. Pero no puedes conceder ni una pista. La procesión por dentro, el espectáculo, es sólo algo entre tú y el clown irritante que te devora. Así que sonríes al espejo, en un guiño al tropel de productos que son tus cómplices de la apariencia. En un acceso de euforia ya estás eligiendo mentalmente el conjunto que te vas a poner luego, y repasas a quién puedes telefonear, qué recorrido vas a hacer, dónde acabarás y con quién tomando unas copas esta noche. Tal vez hasta elijas a alguien al azar y te desquites. Ya lo hiciste una vez, te ofreciste espontánea y descarada, te aceptaron la apuesta y probaste. No te disgustó de momento, pero más tarde te sentiste traicionada por ti misma. El desenlace de esta tarde te ha desbordado. La duda te inmoviliza. No sabes muy bien qué cambia y qué permanece en tu vida, más allá de lo formalmente concluido. Siempre te había parecido despreciable esa opinión tan extendida como desgastada que recomienda, benévola y caritativamente, comenzar una nueva vida. Y luego hay otra más desapacible: la que invita gratuitamente a rehacer la vida. ¿Se trata de lo mismo comenzar y rehacer? Tú no sabes. Empezar, decidir, recomponer, continuar, arrastrar, encerrar, soportar, liberar, resolver, concluir. Infinitivos opuestos pero complementarios. ¿En qué orden se conjugarán sus tiempos?, piensas. Has abierto la ventana del cuarto de aseo, pero una bocanada tórrida te obliga a cerrarla precipitadamente. Has abierto el grifo de la ducha. El agua fría se precipita sobre tu cabeza, sobre tus hombros, sobre tus pechos, y se desliza por todos los contornos del cuerpo. Elevas la cara para recibir la catarata. Cuando te golpea percibes alivio. Inadvertidamente sientes una grieta abriéndose en tu garganta. Te has puesto a llorar con desenfreno, te has agachado, te has sentado encogiendo las piernas en el plato de la ducha, abajo, en el fondo, donde los quejidos se estrangulan, las esperanzas son burladas y la piel se despoja del todo de la memoria.

Contra el fanatismo



Uno de los tópicos más enraizados, injustamente, en la mentalidad deficitaria de muchos españoles es aquel que ante situaciones (relativamente) enmarañadas de la vida social o política concluye falazmente en que todos (los partidos, los sindicatos, las entidades cívicas, etc.) son iguales. Entonces, ¿quién se libra? ¿Todos somos iguales? ¿Es espíritu puro quien suelta la frasecita de marras? Esta expresión la vengo oyendo desde mi tierna infancia, ya bajo la obligatoria hégira franquista. ¡Precisamente ya se decía cuando sólo había libertad para unos! Paradojas. Yo creo que quien entra al trapo o le otorga carta de veracidad a un tópico ya desmerece por sí mismo. ¡Y a pesar de eso tiene derecho a mantener una opinión! Con frecuencia se esgrime el derecho a expresarse por parte de cada quisqui, lo cual en democracia resulta una perogrullada repetirlo, y sin embargo pocas veces se cita el deber, más bien el esfuerzo, que tendría que hacer cada ciudadano por pensar. Sólo ejercitando el pensamiento, es decir, recabando informaciones amplias y verídicas en lo posible, y desarrollando un razonamiento medido se está en disposición de intercambiar con el otro, es decir, de dialogar. Y de buscar la manera de llevar a efecto planes de convivencia a través de instrumentos jurídicos y políticos que van desde la comunidad más inmediata hasta el Estado. Pero claro, pensar y razonar y argumentar cuesta, en estos tiempos de realidades virtuales y juegos de consola. Como cuesta leer, acto del que ya Alberto Manguel opina que en el futuro leer será un acto de rebeldía. ¿No lo está siendo ya? Naturalmente, las cosas no son tan simples. A los hombres nos pierden nuestros miedos, por una parte, el sentido cerril de propiedad de nuestros bienes adquiridos, por otra, y nuestro escaso afán en meditar sobre lo público y lo privado acerca de una vida sobre la que el tópico también suele decir total, se vive para cuatro días... En cuanto tenemos algo (los españoles llevamos dos días de nuevos ricos, en el baremo de tiempo de las democracias occidentales) nos creemos los reyes de la Creación, se nos obnubila la mente y se nos calienta el bolsillo hasta límites exagerados.

Viene todo esto a cuento de la desapacible situación que estos días vive el ambiente políticomediático del país. Todos somos co-rresponsables de lo que acontece, pero no todos lo somos de la misma manera. De la misma forma que unos buscan -por vericuetos complicados y contradictorios, de acuerdo- salidas a cánceres encapsulados en el tejido políticos, tumores que, por otra parte, sólo se han generado en una pequeña zona de la península, aunque con repercusiones por todos los territorios. Y por contrapartida, del mismo modo que hay otro sector, capitaneado por el partido mayoritario de la denominada oposición y sus organizaciones satélites, que no tiene inconveniente en llenar de mierda la vida políticomediática, creando crispación extrema y posibilitando enfrentamiento civil, salvo que se haga un sano ejercicio de cordura y temple por parte de la ciudadanía. El todo vale, la desafección a las reglas del juego democráticas, el cuestionamiento de legitimidades elegidas libremente, la insolidaridad sobre causas comunes en las que todos debemos coincidir, se está abriendo paso peligrosamente con un rostro de fanatismo y de opacidad mental (aunque la derecha española sabe a por qué va) que da pena. Y la Iglesia, el Episcopado...¿qué? ¿Ahora no interesa hablar? ¿Nadando y guardando la ropa, como es costumbre?

Y como del fanatismo nadie estamos libres, me apetece colgar una parrafada del escritor israelí Amos Oz, sí, ese escritor demócrata que reconoce a los palestinos, y que hace meses perdió a uno de sus hijos, militar en el ejército hebreo. Amos Oz, sabe mucho del tema como buen ciudadano de Jerusalén desde su tierna infancia, y lo cuenta en un librito titulado precisamente Contra el fanatismo, editado en Biblioteca de Ensayo, de Siruela.

Hace un momento me he llamado a mi mismo experto en fanatismo comparado. No es ningún chiste. Si alguien sabe de una escuela o universidad que vaya a abrir un departamento de fanatismo comparado, aquí estoy yo para solicitar un puesto de profesor. Como antiguo jerosolimitano, como fanático rehabilitado, siento que estoy plenamente cualificado para el puesto. Tal vez sea hora de que toda escuela, toda universidad, organice un par de cursos de fanatismo comparado ya que surge por doquier. No me refiero sólo a las manifestaciones obvias de fundamentalismo y fervor ciego. No me refiero sólo a los fanáticos declarados, esos que vemos al otro lado de la pantalla del televisor entre multitudes histéricas que agitan sus puños contra las cámaras mientras gritan eslóganes en lenguas que no entendemos. No, el fanatismo surge por doquier. Con modales más silenciosos, más civilizados. Está presente en nuestro entorno y tal vez también dentro de nosotros mismos.


Altamente recomendable este pequeño libro, que incluye tres jugosos textos: Sobre la naturaleza del fanatismo, Sobre la necesidad de llegar a un compromiso y su naturaleza y Sobre el goce de escribir y el compromiso. Aunque el transfondo es la situación que se vive en Israel y los problemas de convivencia entre hebreos y palestinos, es clarividente y extensivo para los ciudadanos de cualquier rincón del planeta.

viernes, 12 de enero de 2007

El pensador del futuro


Hago que pienso, luego hago que existo. Jamás la observación del objeto resultó tan indiferente. Debería serlo perturbadora, pero es apática. Ni siquiera siento la frialdad de las baldosas. Sé que el clic de la cámara fotográfica va a sonar de un momento a otro. Sólo espera que yo eleve el grado de ficción de mi pensamiento. Hay una enorme expectación por verme cambiar de posición. Más bien de que abandone la postura displicente y actúe. No es que contenga las palabras, es que no tengo la mínima necesidad de emitir opinión alguna. La visión no me motiva. Hace tiempo que esquivé la inquietud por el vocabulario. Por asociación de ideas podría sugerirme algo, naturalmente. Una letra invertida, un espejo roto, una sujeción del Metro, una mecha confusa sobre sí misma, una verga de cerdo hinchada para contener manteca, dos interrogaciones estrangulando un argumento...Pero eso sería conceder categoría de signo a una simple lazada. Y además no me siento conmovido por una interpretación. Una exégesis es con frecuencia un simulacro, y siempre una tentativa frustrada. Y yo soy un hombre simple de apariencia simple. Alguien me sugiere que eleve más la barbilla, que adquiera cierta actitud preocupada, que me ladee de perfil porque doy mejor mostrando el hoyito seductor de mi izquierda. Pero los amorfos somos así. Nos gusta ver las cosas como inexistentes. Nos complace simular, pasar inadvertidos. Ya sé que es difícil hoy. El murmullo de fondo anuncia expectación. Os aseguro que no era mi intención. Tras la pared que hay a mi espalda, una legión de cucarachas esperan en orden inquieto la señal. Las resquebrajaduras lo anuncian. No entiendo por qué la gente hace ascos de esos insectos, e incluso los teme. Las cucarachas son simples mensajeros de la opacidad. No tanto de la oscuridad o de las tinieblas, como creen algunos. Cuando los espacios interiores de los edificios se muestran desiertos, ellas los ocupan porque piensan que ya nadie quiere habitarlos. En ese sentido podría decirse que se comportan como humanos. Todo el mundo cree que en cualquier momento voy a abandonar la silla. Pero yo me siento muy cómodo en ella. Además doy la talla. El traje, creo que me favorece. La camisa con el cuello abierto hace de mi gesto relajación. Rodin esculpió el paradigma del pensamiento en una mole preñada de retorcimiento. Y eso le atrae sobremanera al público. No sé por qué. Nunca entendí que la introspección tuviera que ir acompañada de semejante pose patética. Parece más bien que la representación insinuara un malestar, una dolencia, un desgarro. Y acaso sea así. Pero es que la figura tiene difícil asentamiento. Ese pensador desnudo goza de un fervoroso éxito mundial y nadie duda de que se ha convertido en icono del prototipo de filósofo. Que podemos intentar ser cualquiera de nosotros, usted, yo. El que los indolentes no concibamos la reflexión y la indagación sino como actos puramente imitativos, no quiere decir que no entendamos que otros tipos necesiten consagrar sus deficiencias. Yo quiero hoy romper el esquema. Por eso estamos todos aquí esperando. Por esa razón ha sido convocada la prensa y las autoridades y las academias y las compañías de teatro estable y una unidad de urgencias. Y créanme que me desasosiega un poco la situación. Por ustedes, fundamentalmente. Sin demasiado entusiasmo quiero proponer una arquetipo alternativo. Que nadie diga que en mi motivación no hay sino bondad, distanciamiento, actitud de interrogación. Sé que algunos concluirán que mis pies descalzos significan la receptividad a las nuevas ideas, la absorción de los razonamientos, el arraigamiento con los discursos heredados. Es decir, todo. Pero eso es buscar tres pies al gato. Me parece que mi rostro expresa con bastante exactitud lo que debe ser y encarnar el modelo de buscador de la verdad. En estos tiempos mediáticos no hay espacio representativo ya para que una escultura condense en sí misma un estereotipo tan excelso. Se exigía otro símbolo. Los del guión me dicen que cuando quiera. Los que me rodean no saben que he aprovechado este rato para jugar una partida de ajedrez entre mis dos personalidades sobre el damero del piso. Todo está listo. Las tomas para la posteridad son así.


(Sobre un montaje fotográfico de Ivan Cap)

jueves, 11 de enero de 2007

Photomaton



¿En que pose se ve usted, estimado amigo? ¿Con cuál de estas posturas se identifica más? ¿Qué clase de tormento prefiere elegir? ¿Escoge las llamas a secas? ¿O mejor esa especie de serpiente-dragón-lombriz que le carcomerá las entrañas para la eternidad? ¿O acaso es partidario de sentirse atravesado por el vil metal como piercing de condenación? ¿Es el encadenamiento ciego el que le cautiva? ¿Ansía los grilletes o ser lanceolado una y otra vez? Todo es posible en el mercado del Infierno...


La iconografía cristiana es fecunda en imágenes tanto literarias como gráficas sobre el Infierno. Quien más o quien menos de los que hemos sido amamantados en los pechos de la Iglesia de Roma llevamos en nuestra mente un determinado tipo de imágenes al respecto. No en vano la presión e influencia de la larga mano católica se ha cebado en nuestras vidas. Los altares de las parroquias, los catecismos, los capiteles y portadas de iglesias y catedrales, los libros eclesiásticos, las lecciones de religión de los colegios, los mensajes atronadores de aquellas Misiones o aquellos Ejercicios espirituales, todo aquel despliegue imaginero de aleccionamiento y control estaba repleto de referencias a la condena por toda la eternidad (¿o hay que escribir Eternidad con mayúscula?) Ésta, como contrapartida de la salvación, era gestionada por el demonio, en cuyas manos caía el alma humana pecadora e irredenta, es decir, usted y tú y tú y yo -nunca estuvo claro si los grandes potentados, mandatarios y representantes de la divinidad también-, oigan, y hallábase ubicada en una imprecisa zona del imaginario ficticio denominada Infierno (a veces se cita en plural, según el énfasis que interesase hacer), donde seríamos sufridores de fuegos, torturas, desazones, carencias, etc.

Infierno equivalía a perdición para toda la eternidad. Las teorizaciones teológicas sobre el tema han sido continuas e inacabables a lo largo de la historia de la Iglesia. ¿Para llegar a qué? Sólo se me ocurre concluir que para lograr el control de la voluntad de los hombres. O por ser más precisos: por obtener cierta casta de iluminados el aseguramiento, la manipulación y la absorción del pensamiento y de la libertad humana.

Contemplar ahora imágenes de viejos libros doctrinarios resulta divertido. Pero cuanto tienes cinco o diez años, el efecto es altamente aterrador. Y se te quedaba grabado, y te atemorizaba. Uno no quería verse entonces de esa guisa. Por parte de la Iglesia se hacía transmisión de las innumerables torturas inventadas por los hombres, sus ideologías e instituciones a una iconografía que se imponía como verdad de fe.

Contemplamos ahora afortunadamente estas viñetas con diversión y atracción relajada. Resultan kisch a nuestra mirada. El pequeño volumen que ha caído recientemente en mis manos -El infierno abierto, ilustrado por Isidro Paulino en Manila en 1814- no tiene pérdida como solaz y desaprensión de antiguos miedos, si aún quedaba alguno. Me interesa por una parte transmitir la zafiedad ideológica del mensaje. No se andaban con chiquitas algunos predicadores y algunos oficiantes de la Salvación. Misiva chantajista: o te salvabas o te condenabas. Subyacente: salvarse era estar con ellos; condenarte era escapar a su influencia. Siempre me han parecido repugnantes las maneras de enfocar por parte de la teología moral el asunto del obrar bien o mal en esta vida. Porque, ¿quién decidía sino los mismos que estaban interesados en preservar situaciones favorables para sus dogmas y sus status quos? Y por otro lado, señalar lo escatológico y tremebundo de la imagen. Se ve que los que inventaron la Inquisición tenían un exahustivo conocimiento sobre los modos y maneras de causar dolor a los humanos.

Si estos grabados son muestras de ese Photomaton que nos espera, según las religiones altivas, en el más allá, francamente, uno prefiere romper la cámara.

martes, 9 de enero de 2007

A ninguna parte


Yo la entiendo. Entiendo que ella se haya levantado airada, que se haya refugiado en el aseo, que esté harta de mi. Mientras anda por la casa me he quedado oliendo las arrugas de las sábanas. Inequívocamente ella. He pasado la mano por la superficie huérfana de su cuerpo. El tejido exudora como lo hace ella, y tal vez es su segunda piel. Es tan abrasadora la siesta. He callado cuando me ha inquirido. He callado porque no es fácil responder cuando las preguntas parecen querer obtener respuestas sencillas. Nada hay simple. Cuando éramos niños lo entendíamos mejor. Insistíamos, prospectábamos, volvíamos a comenzar el juego. Nunca nos dábamos por vencidos. Intercambiábamos los papeles. Ahora tú ganas y yo pierdo. Ahora tú te quedas y yo me voy. Ahora tú vas a la guerra y yo me caso con tu hermano. Entonces todo era posible. Esta tarde no. Arde el ambiente, prenden los muebles, hierve la respiración. Las palabras queman. El tacto calcina. Los objetos se evaporan. Ella se ha levantado, hosca y farfullando tonos de crueldad, y yo he ganado todo el lecho para mi solo. Efímera conquista. Al precipitarse a la puerta de la habitación he contemplado su espalda y me ha parecido una espalda ajena. Un dorso que huye de mis dedos, que se escinde de mis brazos, que se enfría de mis besos. Cuando la ira la posee parece otra. Todo su cuerpo queda envuelto en una ráfaga furiosa que la vuelve irreconocible. Me cuesta respirar. El techo se pierde en la bruma caliginosa de esta alcoba martirizadora. Los cuarterones de la ventana, entreabiertos ligeramente, proyectan luz semivelada sobre mi. Veo mi cuerpo a trozos. La penumbra me taja. Por un momento tengo la impresión de que las zonas externas de mi cuerpo se separan. Me palpo. Mi torso es todo agua, una película viscosa convierte mi vello en una superficie cenagosa. Lo froto acompasadamente con mis manos. Me relaja. Tomo un puñado de pelo y tiro, necesito reaccionar. Me miro con mirada oblicua y secante. Ahí un pie, ahí la rodilla, la otra no, una cadera, una parte de mi tripa, un brazo se mueve y el otro se le supone, del costado ni rastro. Subo una mano a mi rostro; sólo percibo aspereza en uno de sus perfiles. Mis cabellos se apelmazan dispersos sobre la almohada, impregnados de sudor. Descienden sobre mi frente cosquilleándome los párpados, instalándose ante mis pupilas como frágiles rejas que resquebrajan la visión de los objetos. Mi pene se extravía entre la pelvis, se adhiere a los muslos como una buba maligna, untuoso y flácido. Me hablo. Me escucho: te quedas pensando. Ese hedor acre que obra sobre ti como mala conciencia cuando falta el entendimiento, y el deseo se revienta. Nada que ver con aquel olor saludable que compartíais, y ahora te parece que procede de orígenes diferentes. En la casa, todo calla. Ella sigue por ahí, ha buscado un rincón, tal vez se ha disuelto entre las paredes. Sus ganas de huir eran intensas. No sé qué pinto aquí. La cama me viene grande, la alcoba me rechaza, la casa entera me cerca y me desaloja. Empapo la camisa al metérmela. El fogonazo de luz de la calle me deslumbra. El empedrado rusiente de la calle deshuella las plantas de mis pies. No voy a ninguna parte.


(Composición fotográfica de Ivan Cap)

lunes, 8 de enero de 2007

Dirección única


Ha topado con un texto significativo de Walter Benjamin, nada más abrir su libro Dirección única.

La construcción de la vida se halla, en estos momentos, mucho más dominada por hechos que por convicciones. Y por un tipo de hechos que casi nunca, y en ningún lugar, han llegado aún a fundamentar convicciones. Bajo estas circunstancias, una verdadera actividad literaria no puede pretender desarrollarse dentro del marco reservado a la literatura: esto es más bien la expresión habitual de la infructuosidad. Para ser significativa, la eficacia literaria sólo puede surgir del riguroso intercambio entre acción y escritura; ha de plasmar, a través de octavillas, folletos, artículos de revista y carteles publicitarios, las modestas formas que se corresponden mejor con su influencia en el seno de las comunidades activas que el pretencioso gesto universal del libro. Sólo este lenguaje rápido y directo revela una eficacia operativa adecuada al momento actual. Las opiniones son al gigantesco aparato de la vida social lo que el aceite es a las máquinas. Nadie se coloca frente a una turbina y la inunda de lubricante. Se echan unas cuantas gotas en roblones y juntas ocultas que es preciso conocer.

El robasueños lector nocturno se queda pensando. Estas palabras suenan antiguas. Estas palabras las creímos una vez ya desusadas. Estas palabras vuelven cargadas de significación, no porque Walter Benjamin las haya cambiado, obvio es que no, sino porque se las necesita nuevamente. Y porque determinados hechos las ratifican y las actualizan. ¿Qué son, por ejemplo, los blogs, sino la acepción moderna y el acontecimiento técnico de esas octavillas-folletos-artículos-carteles que él reclama como puesta en vigor del ejercicio de la escritura? Benjamin menciona la eficacia literaria. ¿Será que en los tiempos de oscuridad de los que él padeció y fue víctima fatal urgía un concepto literario que incidiese más en la sociedad? ¿Veían claramente entonces que la literatura no salvaba? Pero los tiempos malos que nos harán más ciegos es una amenaza latente, una espada damocliana sobre nuestras cabezas. Y entonces, la pregunta permanece en pie: ¿seguirá jugando la literatura ese papel infructuoso del que Benjamin se queja tan amargamente? ¿O estaremos rompiendo ya el esquema tradicional, donde la narrativa no puede ocupar sólo un rol de refugio, huída o simple recreo formal?

Preguntas nocturnas de un empleado cargado de sueño ante unas letras del filósofo berlinés Walter Benjamin (1892-1940)

La foto en la nieve



Querida Carola B. Llevamos varias semanas de viaje y esto parece no acabarse nunca. El frío es el tema del que menos se habla, porque es tan evidente su efecto sobre nuestros cuerpos y los estragos que está causando que apenas se le nombra como no sea para tratar de ahuyentarlo. El ferrocarril se ha convertido en una prisión sobre raíles. Debido a la nieve que lo bloquea todo, avanza lentamente. En muchas ocasiones hemos tenido que estar parados días enteros, bien porque había que desatascar la vía de nieve o porque era preciso desalojarla de obstáculos imprevistos que impedían la marcha. También nos han metido en vía muerta para que los trenes con refuerzos militares pudieran pasar con prioridad. Las jornadas se hacen larguísimas y casi deseamos que suceda algo para sacudirnos el tedio. Los alimentos están estrictamente racionados, así que imagínate cómo lo está notando el cuerpo. Algunos compañeros no han podido más y han desfallecido o enfermado. En algunas ocasiones les hemos tenido que abandonar en poblaciones de paso, por lo que la incertidumbre sobre su futuro va a ser total. Ya no se sabe si la gente está triste o animosa o cómo está. Yo diría que sobre todo se muestra abúlica. Esto no es igual que el día de la partida en W, donde reinaba la euforia y el desenfado. Aquello fue un engaño, un embarque para quitarnos de en medio, y no nos libramos nosotros mismos de haber sido tan irresponsables, porque no hicimos nada por evitar lo que aconteció. Y aquí estamos ahora, desganados e indiferentes. Los más estoicos se pasan el día jugando partidas de cartas o a los dados. En mi grupo, donde, mayoritariamente, no nos gusta jugar ni apostar, imaginamos otra clase de juegos. ¿Recuerdas cuando tú y yo nos proponíamos pensar en lugares del mundo y había que acertar de cuáles se trataban a través de pistas, gestos o canciones? Una versión semejante nos entretiene y premiamos al acertante con un viaje imaginario en coche pullman de primera clase por el continente o con una travesía oceánica en trasatlántico. Tampoco escapamos a la melancolía; diría más bien que se ceba en nosotros. Hay momentos en que el vagón, aun repleto de hombres, parece un sepulcro. Sólo se oye el caminar de los piojos que agitan la ropa o los hombre rascándose con inquietud. Quien más o quien menos se muestra presa de la nostalgia. Y más vale que dure ésta, porque si no, la desesperanza sería mayor. Se habla escasamente de la situación del país. Es como si ésta fuera un tabú, y ni siquiera los responsables y coordinadores de las patrullas de trabajo se esfuerzan lo más mínimo. Diría más: en los pocos casos en que alguien emite una opinión, la crítica aflora y la rabia se manifiesta, pero no es posible el desahogo. Además, el riesgo de que se enteren los mandos cohibe mucho y obliga a desistir y a volverse cauto. No sé si llegaremos en buena forma a destino; ni siquiera sé si volveremos algún día. Está resultando una pesadilla, y si no fuera por este precioso regalo de la naturaleza que es la memoria y que entretiene, aunque lacera lo suyo, uno se habría vuelto ya loco. A algún compañero ya se le ve bastante trastornado, no creas. También hace mucho por mi capacidad de resistencia la fotografía de carné tuya que siempre llevo. El viejo pasaporte ya no servía para nada desde que nos quedamos sin Estado, así que lo mejor era salvar lo más valioso, tu imagen. No, no me riñas, nadie te va a pedir los documentos del pasado. Ya se encargarán otros de hacerlos nuevos, aunque, al paso que van las cosas, podría ocurrir que toda esta aventura fuera un extraño y desconsolado viaje de ida y vuelta...para quien sobreviva, naturalmente. La gente tiene la idea de que lo peor está por llegar, así que no sé qué decirte. Tal vez sea sólo pesimismo, no me hagas caso. Ya ves, a pesar de las diferencias y acritudes que ha habido entre nosotros dos, no me apetece nada darle vueltas a ello. En nuestra vida cotidiana yo pasaba rachas de desasosiego y desconcierto, que a ti te hacían sufrir. No sé si toda la culpa era mía o no, porque convivir es complejo y espinoso. Además, parecía que iba a dar para mucho el tiempo y nuestras dedicaciones y las aparentes seguridades, y te encuentras de pronto con que todo quiebra. Hoy, desde aquí, desde este territorio que debe ser humano también, pero que está cargado de miseria y de necesidad, me parece todo aquello un problema menor. No sé qué decirte. Ahora mismo dudo entre si seguir escribiendo o si dejar la carta en la próxima parada, por si los servicios del correo todavía funcionan. No sé. No tengo demasiada reserva para consolarte. Sabes que nunca se me ha dado demasiado bien ocultar lo que siento. De cualquier modo, sólo anhelo que todo esto llegue al final cuanto antes. Todos lo estamos necesitando.

Recibe un abrazo fuerte y acogedor de tu Otto K.

(Carta de un desconocido a su esposa, fechada en 1943, encontrada dentro de un libro en un mercadillo callejero; traducida del alemán por Bernardo F.)

domingo, 7 de enero de 2007

El puente



Cuenta John Berger: Un día alguien le preguntó a Alberto Giacometti: cuando tus esculturas tengan finalmente que abandonar el estudio, ¿dónde irán? ¿a un museo? Y él respondió: No, que las entierren, así podrán hacer de puente entre lo que está vivo y la muerte.


Desde el borde de sus labios al cabo de sus pezones se alza una estructura de nácar. Cómo se mide la luz entre los dos pivotes que consolidan el puente de la vida. Cómo se puede hacer el recorrido sin desviar la mirada, sin desorientarse, sin caer al abismo. He aquí que un funambulista se arriesga y se yergue hasta lo más alto del hilo invisible que comunica los pilares de su territorio. Acaso allá arriba ejecute una danza oferente donde el equilibrio sea el verdadero homenaje. Tal vez se trate de una peregrinación de ida y vuelta, donde prospección y ritual se complementen para mayor gloria y armonía de la naturaleza. O el impulso fatal le seduzca y se deje imantar por el vacío, en cuya flotación efímera le sea permitido contemplar el poderoso armazón de contraluces. ¿Sabes que los antiguos imaginaban de esta forma la cúpula del firmamento? Y todo lo que tenía lugar bajo las estrellas de sus poros, decían, invitaba al tránsito suave, a perseguir la calma, a obtener la carencia de ansiedad. El manto de sombras sobre la superficie del puente libera de opacidad el volumen. No hay otra fijación, quizás, sino la tímida mirada exterior. No hay otra sujeción que la prudente observación relajada. El paradigma es en sí mismo demasiado poderoso. El funambulista se sienta en la orilla, contempla el paisaje y admira la suave ondulación de las dunas. Trata de entender si forma y estructura son un mismo ente, o las dos caras de una dimensión inexplorada.

sábado, 6 de enero de 2007

El rayo


Al principio fue un rayo. Nada hubo antes en el tercer día de la creación que diera la impresión de que se estaba fraguando la fábula terrestre. Y el rayo se dispersó en todas las direcciones y se contempló a sí mismo. No cesó de salpicar la claridad ni de romper las tinieblas. Descendió sobre las aguas y las aguas le hicieron crecer de nuevo. Y le sujetaron para que los espectros y el color germinasen en el pantano. Y cerraron el arco de sus ramificaciones, para que adquiriera una textura anómala. Y multiplicaron las ráfagas de luz, para que su desvalimiento fuera menor. Luego se desarrollaron las otras vidas. Las innumerables, las ocultas, las complejas, las que aparentan y las que se regeneran. El rayo se fosilizó y traspasó la dimensión que le hubo dado el firmamento. Aún los caminantes de la noche dicen ver cómo se ilumina entre la densidad de las nieblas y el estremecedor ulular de las alimañas.



(Foto fantástica de Roman Loranc)

viernes, 5 de enero de 2007

El último trazo de Fontseré



El que vive es un viajero en tránsito
el que muere es un hombre que torna a su morada.
Un trayecto muy breve entre el cielo y la tierra.

Li Bai (Poeta chino, 701-762)



Morir a los noventa años, con el bajage de Carlos Fontseré, es un trayecto cubierto. A veces se minimiza conceptualmente la vida humana cuando se la compara con la dimensión del universo. Pero la vida larga y plena de un solo hombre es todo un mundo. Y se justifica a sí misma. Cuando además un hombre es un artista, roza el territorio de los dioses. Cuando además de hombre y artista es un hombre que lucha, al estilo brechtiano, la vida es una sonrisa que perdura. La historia del cartelismo español durante la República y sobre todo durante la guerra civil en la España republicana es la triple historia del arte, de la comunicación y del espíritu. La calidad y cantidad de obras que salieron de imprentas y talleres socializados es la más fantástica de cuanto se ha realizado en materia de cartelismo en el mundo. Fontseré era uno más. Y agradecerle su obra ahora, a pie del adiós, es agradecérselo con tal excusa a todos los dibujantes, pintores, obreros de gráficas, resistentes y poetas que en su momento desarrollaron la labor. Traer aquí su memoria es de dignos. Repasar la obra del cartelismo español es reclamar la emoción.

No va más



Las sombras la han robado el rostro. Así, demediada, se desasosiega. Aún ve una parte de sus facciones. La otra parte va diluyéndose a medida que se pierde la luz. Y con ella los perfiles, la expresión. El cuerpo se extiende en redondeces, cuyos límites nadie sabe dónde llegarán. La actitud hermética de los labios la cierran más. Se ha levantado porque no podía soportar la pesadez de la tarde de calima e inquietud. Las persianas están bajadas y el espejo eclipsa su imagen desconcertada. No reacciona. En la cama la penumbra era mayor. Allí la opacidad se dibujaba absoluta. La proximidad del otro cuerpo la abrumaba. Lo sentía lejano, peor aún, ausente. No hay nada más agobiante que un cuerpo al lado que ignora a tu cuerpo, piensa. El sudor que otras veces ha hecho patinar sus pieles era irritante. La respiración, desapacible. El roce, repulsivo. El olor, desabrido. El silencio, violento. Ha abandonado con gesto de hastío aquella llanura solitaria. Su mutismo es autodefensa, pero también queja, pero también indignación. La casa entera es como un naufragio. Ya no hay estancia, ni pared, ni objeto, ni balconada, que no estén contaminadas por una pasividad que desaloja los significados. Hasta el pasado se muestra en ese instante olvidadizo y turbio. Una erosión veloz transcurre por la casa aquella tarde. Ella no quiere perder del todo su imagen. Se mira fijamente y presiente, mejor, confirma el desencuentro. Quiere rescatar los últimos destellos sobre su pecho, sobre su barbilla, sobre sus cabellos. Se pinta el arco insinuante de la boca en parte para compensar su desaliño, en parte para afirmarse en otra posibilidad que sabe debe sugerirse. Abatida por la disgregación y el cansancio no se mueve. Se admira. Se siente incómoda como jamás se sintió, pero no va a volver a aquella habitación. Todo está ya dicho cuando nada se dice, piensa. Mientras recompone su gesto, baraja posibilidades. Mientras ensaya muecas, planea opciones. Mientras ralentiza su visión en el espejo, imagina que una flecha de arquero parte de su alma y expulsa todas las renuncias y limpia los tiempos muertos. No se respira sino desprecio en aquella tarde de fuego. Ha traspasado a una toalla la humedad de sus poros. Como si quisiera purificar su propio sentido de pasiones frágiles e inútiles. Se ha sentado en una banqueta, ha tomado un espejo de mano y busca su rostro entre cuadrantes juguetones de luz y oscuridad. Ha oído el portazo. Se apoya en la pared, con aire hierático. No va más, dice.

miércoles, 3 de enero de 2007

Sepharad
















La vida de las sociedades -otros dirán pueblos, naciones o incluso tribus- está repleta de acontecimientos. Es lógico. Nada más lejos de suponer que el ámbito plural en el que vivimos es algo fijo, rígido o seguro. Los acontecimientos en este sentido nunca son por lo tanto nada indiscutible. Se mueven, se agitan, evolucionan, se retrotraen, explotan. Y tienen tal dimensión polifacética que no puedes permanecer al margen de ellos y no sentirte atraído o repelido por ellos. No es de ahora. Pero lo que caracteriza a nuestros tiempos es la abundancia y la vertiginosidad. De qué manera se producen situaciones cambiantes y a qué ritmo trepidante. Ejemplo característico es cómo la noticia periodística se ve desbordada no sólo en una línea cuantitativa -por la sucesión desmesurada de hechos- sino en la propia naturaleza de valor de los acontecimientos, no siempre captada con sabiduría y perspicacia por los profesionales de la información o de la política. Y el enredo. Hay momentos en que cunde una sensación de extravío -concepto diferente al de pérdida- en la telaraña (recordando al poeta: España fina tela de araña, braña y pipirigaña, etc.) de las complejas relaciones sociales, o al menos en alguno de sus ángulos. La bronca política en el que vive este país nuestro -no fácil de resolver culpando a tirios y troyanos por las buenas- se complica cuando la muerte por mano de los irredentos y crueles salvadores de patrias perdidas hace acto de presencia. Y se vuelve maloliente cuando la actitud de las fuerzas políticas oscila entre la infamia más descarada de los tradicionales herederos de su concepto de España y la limitación e insuficiencia de otros sectores, entre los que se hallan los propios gobernantes legítimos. Uno no sabe si temer más a los violentos de hoy -al fin y al cabo una minoría- o a esos procaces demagogos que sólamente han incendiado con palabras vanas y un sentido vengativo y revanchista su labor de oposición durante estos dos años y medio últimos. Uno no quisiera creer en que la historia se repite -¿será verdad que las aguas del río heraclitiano nunca pasan dos veces?-, pero a veces se tiene la sensación de que las sombras del pasado pesan más que la luz y que ese pasado terrible de la piel de toro tiene una larga mano de incomprensión, desentendimiento e intolerancia que estaría siempre presta a agitarse. No, uno no quiere creer eso. En definitiva, que si la bronca política se traslada a la confrontación social abierta, las razones no habrá que buscarlas sólo en la violencia de los irredentos sino sobre todo en la actitud negativa e insolidaria de los herederos del antiguo régimen que ni quieren ni saben modernizarse conforme a las leyes naturales de una democracia.

No he traído por traer la pintura del polaco Konstanty Brandel a la cabecera de esta pequeña queja personal. Me resulta francamente repugnante. Puede parecer una pelea de chicos, si no fuera por la corpulencia, la madurez de los cuerpos, la violencia que ejercitan unos sobre otros y, sobre todo, la desnudez. Es esta desnudez la que los descalifica. Quien llega a las manos es porque habita desnudo de la razón, del conocimiento, de la tolerancia, de la fraternidad. Quiero creer que la bronca política -con su trasfondo negro- es más pelea de gallos que de humanos desentendidos. Y recurro a la poesía del gran Salvador Espriu, y de su obra La pell de brau (La piel de toro) para exorcizar los demonios familiares.

A veces es necesario y forzoso
que un hombre muera por un pueblo,
pero nunca ha de morir todo un pueblo
por un hombre solo:
recuerda siempre esto, Sepharad.
Haz que sean seguros los puentes del diálogo
e intenta comprender y amar
las razones y las hablas diversas de sus hijos.
Que poco a poco caiga la lluvia en los sembrados
y el aire pase como una mano tendida,
suave y muy benigna sobre los anchos campos.
Que viva Sepharad eternamente
en el orden y en la paz, en el trabajo,
en la difícil y merecida
libertad.


Creo que la metáfora es suficiente limpia y clara.

martes, 2 de enero de 2007

La isla



Fascinación por la isla de juncos, perdida entre la niebla y la mansedumbre de una corriente inadvertida. El paisaje es distante; los relieves, difusos. Su reflejo proyecta su existencia. Una dimensión imaginada hace vivir dos veces. Extraña complicación generando belleza. ¿Premonición de un año que comienza? ¿Espejismo? ¿Abstracción? ¿Consolidación? ¿Quietud pasajera? ¿Inercia? Extraño cañaveral loco tratando de interpretarse a sí mismo...



(Agradeciendo la fotografía del polaco afincado en Estados Unidos Roman Loranc)