Hay días como este cuarto. Días en que no te sientes habitado por ti mismo. En que el entorno se te aparece desprovisto. Deseas dejarte caer sobre la tarima desnuda. La madera es cálida hasta en invierno. Y el frío no llega de ella, sino del vacío. Te alienta la luz que se aproxima sorteando la trampilla del ventanal. La luz se reparte cuadriculadamente. Pero tú no miras el vano. Miras su reflejo en la pared. Presientes que la luz está poblando la pared. Te cuesta creer en la luz por sí misma. Hace tanto tiempo que no subes a un altozano a sentir la gelidez de la luz. Hace tanto que no te acercas a un faro a percibir el murmullo de la luz. Te da igual, dices. La luz no existe por sí misma, sino para animar los objetos y recrear la ficción. Eso aseveras. Pero te has tirado sobre el suelo de la estancia. Hoy dudas. Quieres saber que estás equivocado. La habitación desalojada te acoge accidentalmente. Desapareces en la oscuridad del rincón. Te camuflas entre los listones ennegrecidos del piso. Las inevitables sombras son tus cómplices. Al recluirte te pones a prueba y te distancias. Eres una presencia ausente. Pretendes una revelación. Los mitos están llenos de ejemplos en que la luz muestra algo. Un camino, una resolución, un cambio, una señal, un trazado. Un paradigma victorioso. La luz siempre ha sido más simbólica que las tinieblas. Éstas triunfan como carencia. Ni siquiera es seguro que en las simas más intrincadas la luz no exista. De alguna manera, se manifiesta a través de los colores de las rocas. Los colores son las venas de la luz. No puedes emerger porque te ilusionas con manías imposibles. Jamás podrás capturar la luz en estado bruto. Debes dejar que ella te tome, te recomponga, te sugiera, te incite. Mientras te deslizas como un bicho que no se acepta a sí mismo piensas en la ligereza que te embarga. Estás bien reconociéndote como una sombra. Estás tranquilo en ese estado evanescente. Pero ese progresivo y calmo alejamiento de ti te desconcierta. Has practicado tanto la huida hacia delante que no sabes ponerte en pie y mantenerte. Empiezas a saber ser un genuino intérprete de las brumas. Piensas que es una manera. No te dejarán ver el paisaje exterior, pero al menos te contemplarás tal como eres. Turbio. Alguien entra en la habitación y comenta: cuánta soledad. Nadie ha advertido que estabas allí. Te estremeces. Lo tomas como aviso.
(Fotografía del portugués Jorge Molder)
Oye, Kafkiano, siempre estás así de pesimista o sólo los lunes?
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