"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 21 de enero de 2007

El sueño de las mil caras



Ha habitado en el sueño durante casi nueve horas. Hay días en que el cuerpo perece en la refriega de las obligaciones y se abandona. Y entonces ese abandono se manifiesta no sólo como necesidad sino como conquista. El sueño es la toma de la renovación. Nada de nuestro mundo consciente prosperaría sin el sueño. Ni nuestros deseos, ni nuestras indagaciones, ni nuestros proyectos, ni nuestros compromisos. Todas las capacidades que ejecutamos habitualmente, todas esas aspiraciones que nos parecen el logro de nuestras posibilidades en la vida ordinaria están refrendadas antes por el sueño. Y esas propiedades de desentrenamiento y desaprendizaje ocultas, incontroladas y activas en otra dimensión de nosotros mismos son cada jornada, cada noche, el bendito precio de nuestra salvación cotidiana. Estas cosas piensa tras una noche donde varios rostros de sí mismo han morado en casas y paisajes diferentes, en corporeidades desiguales y en reacciones inesperadas. Ha vivido una acción desenfrenada o se ha dejado caer a la sombra de un árbol, mientras las aves del paraíso se han revelado ante sus ojos. Ha sido él mismo, ha sido otros. Ha contemplado el mundo desde otras miradas y ha arrebatado otros paisajes. Apenas se acuerda del argumento soñado, apenas un eco que son más que nada sensaciones, voces quedas en los oídos del subconsciente. Y luego ese entumecimiento de los brazos, del torso, de las caderas, sólo conjurados tras el estiramiento espontáneo del despertar. Hay una muerte cada noche y una resurrección cada amanecer. Durante el sueño, cada hombre se convierte en el búdico Bodhisattva guanyin de las mil caras y de las mil manos. Por eso no se sorprende lo que lee al poco del desayuno. Y sin embargo se entusiasma con lo que dice Jean Cocteau en su cautivador libro Las dificultades del ser. Pone de fondo la voz armónica, clara y contundente de Nina Simone, y presta atención entregada a Cocteau...







El sueño es la existencia normal del durmiente. Por eso me esfuerzo, cuando despierto, en olvidar lo que he soñado. Lo que hacemos durante el sueño no vale en estado de vigilia y lo que hacemos en estado de vigilia es válido en el sueño porque éste posee la facultad digestiva de convertirlo en excrementos. En el mundo del sueño esos excrementos no nos lo parecen y su química nos interesa, nos divierte o nos espanta. Pero si lo trasladásemos a la vigilia, que no cuenta con esa facultad digestiva, lo que hacemos en el sueño nos enturbiaría la vida y nos la haría irrespirable. Hay mil ejemplos que lo demuestran, pues de un tiempo a esta parte se les han franqueado muchas puertas a esos monstruos. Algo diferente es buscar en ellos señales de algo o dejar que la mancha de aceite se extienda a la vigilia y crezca. Por fortuna, lo que sueña el vecino nos parece una lata si nos lo cuenta, y eso nos ahorra contar lo que soñamos nosotros.

Lo que sí es cierto es que ese doblez mediante el cual la eternidad se nos torna invisible no es igual en el sueño que en la vida. Algo de ese doblez se desdobla en el sueño. Y merced a eso cambian nuestras lindes, se ensanchan. El pasado y el futuro ya no existen; los muertos resucitan; los lugares se edifican sin arquitecto, sin viajes, sin esa torpe premiosidad que nos obliga a vivir minuto a minuto lo que el doblez entreabierto nos muestra de una vez. Además, la liviandad honda y atmosférica del sueño propicia los encuentros, las sorpresas; los conocimientos; una naturalidad que nuestro mundo doblado (quiero decir proyectado sobre la superficie de un doblez) no puede achacar sino a lo sobrenatural. Digo naturalidad pues una de las características del sueño es que nada nos asombra. Aceptamos sin tristeza vivir entre personas ajenas, completamente separados de nuestros hábitos y nuestros amigos. Eso es lo que nos consterna cuando miramos una cara amada y dormida. ¿Por dónde se está moviendo el rostro que lleva esa máscara? ¿Dónde se prodiga y con quién? Ese espectáculo del sueño me ha atemorizado siempre más que lo que sueña.

Una mujer duerme. Se ha salido con la suya. Ya no tiene que mentir. Es mentira de pies a cabeza. No tendrá que dar cuenta alguna de lo que hace. Engaña impunemente. Consciente de este libertinaje, entreabre los labios, deja flotar los miembros a la deriva, por donde ellos quieran. Deja de vigilar su comportamiento. Es su propia coartada. ¿Qué podría reprocharle el hombre que la observa, puesto que está presente? ¿Qué necesidad tiene Otelo del pañuelo aquel? Que mire dormir a Desdémona. Con eso basta para cometer un asesinato. Cierto es que el celoso deja de serlo y exclamaría a continuación: "¿Qué me estará haciendo en el país de los muertos?".


Deja de lado el libro, se levanta, se mira en un espejo. Piensa en los sueños. Difuminadamente se siente unido a un cordón umbilical largo que hoy le han atrapado casi nueve horas...


(El grabado superior pertenece a la colección Una semana de bondad o los siete pecados capitales, de Max Ernst, y abajo aparece Jean Cocteau personificado -divinizado- como el guanyin budista de las mil caras y de las mil manos...)



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