La mitología cristiana repite hasta la saciedad la palabra dolor, pero no ahonda en el dolor y menos lo resuelve. Lo exalta, lo carga de metafísica, lo excusa, lo dota de resignación, lo recarga con sofismas, lo utiliza como expresión heroica de su personaje central, que se salva a sí mismo porque, dicen, es dios y es hombre. Y al que se proyecta como respuesta de salvación de los hombres. Demasiado simple para denotar solución a lo que no lo tiene fácilmente. Maniquea abstracción repetida sin fin por una literatura ideologizada y elaborada a través de los siglos y que ha configurado su propia domesticación cultural. En la cual justifica su pretensión de verdad. Pero los que solo somos hombres y queremos seguir siéndolo, y no entes imaginarios, ¿no estamos abocados a un sufrimiento que tiene infinidad de rostros y ninguno nos consuela? El dolor no puede ser agente de salvación del hombre jamás. El dolor no redime, hunde. El dolor no nos rescata ni en el deterioro físico, ni en las situaciones desfavorecidas, ni en las dificultades extremas de enfrentamiento social, ni en la afectación de las catástrofes naturales. Invocar la resignación no es saludable. Solo su superación, aún sabiendo la distancia a que estamos de que sea realizable, nos elevaría sobre una condición humana actual con deficiencias graves y desigualdades profundas. Miras en el entorno, próximo o mundial, en tiempos de choque de intereses que engloban a todo el planeta, y ves que el dolor prolifera. Que es despiadado. Que algunos, además de causarlo lo ignoran. Que muchos se dejan atrapar por sus miedos y se refugian en el carpe diem. Que el dolor ajeno es eso, ajeno, distante, y para obviarlo nada mejor que la insensibilidad egoísta, ese repetir interiormente: A mí no me pasa. Presos todos de contradicciones y de ceguera, se advierte que los hombres sinceros o que pretenden ser francos frente a una realidad retorcida y dañina, si bien no encuentran respuestas fáciles ni actitudes superadoras, al menos no se dejan embaucar por quienes siguen generando dolor o recomiendan su aceptación destructiva o simplemente callan. Acaso sea un primer paso para reducir la aflicción y con ello romper con la pasividad. Job sabía de lo que hablaba. O mejor dicho, quienes creasen una historia ficticia con el nombre de Job sobre la desesperación contenida. Es decir, esa maravilla de la narrativa oral de lejanos orígenes.
*Escultura de Gregorio Fernández, siglo XVII.