"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 30 de septiembre de 2007

Evaporación



(Invocaciones VI)



A veces se siente desdibujada. Asiste a cada acto cotidiano simplemente porque está. Recurre al consenso con los que la rodean para que no se note que anda ausente. Cuando se refleja en un espejo ve de pasada sus auras concéntricas. No quiere detenerse demasiado contra su imagen desvirtuada. ¿O acaso es la auténtica? No desea percibirse como sospecha más que como ente real. Se deja llevar por el ritmo de lo programado para pasar más desapercibida. Anhela los ruidos y se estremece con los silencios. Desaprueba los tiempos vacíos porque no sabe situarse en ellos. Cuanto más vaporosa se muestra más se admira. La imprecisión de sus rasgos la aleja de sí misma, pero eso le da una extraña seguridad. No sabe si va o viene, pero le refrenda esa confusión donde todo es posible. Al entregarse a la nocturnidad toma un valium o dos. Entonces duerme profundamente. Sueña, aunque le cueste recordar al día siguiente. Sueña con que se peina pausadamente ante un espejo. En aquella habitación de sus padres donde pasaba horas viéndose mayor. Una niña cuya infancia se diluía sin llegar a poseerla nunca. Como hoy.

(Fotografía de Cunéaz)

jueves, 27 de septiembre de 2007

Ilusas



¿Cuáles son las verdaderas? ¿Ellas o sus reflejos? Todo puede ser posible en este paisaje deconstruido por la inercia. Las techumbres desmochadas, los muros quebrados, los vanos abiertos más que nunca a la intemperie, los pasajes rasgados por una luz perpetua. Tan sólo el estanque parece dar sentido a un conjunto que apenas sabe contemplarse sino en tiempo pasado. Y sin embargo, las estatuas mantienen la firmeza. Diezmadas, deformes, inermes, prácticamente ausentes reiteran su orgullo desde los pedestales. Son estas bases elevadas las que han conseguido salvarlas de todo tipo de incuria. Es ese elemento de apariencia que las sobreponía a los hombres el que les dotó de proyección en vida. Es esa mano de hielo la que las sigue resucitando desde su transustanciación fantasmal. Pero ese espejo...El agua mansa las vuelve a rehacer, las complementa, las rescata de las sombras, las otorga consistencia. Vuelve a colocar las testas extraviadas, a ceñir los torsos demediados, a colocar las extremidades mancadas, a proporcionarlas de movimiento, a renombrar los personajes, a revitalizar su olimpo procesional. Las estatuas se saben muertas pero se reencarnan en la simulación. El agua, siempre en el origen. La ficción, siempre en los pasos obligados de la permanencia.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Entrada


Hubo un momento esta tarde en que, a pesar del sol, la luz era gris y el aire olía ácidamente. Al salir de la ciudad, caminando por los antiguos caminos, tan difíciles ya de reconocer, sentí que el viento echaba un pulso al cuerpo. El estremecimiento me habla de novedad y de transformación. No pude evitar recorrer los jardines de la gran mansión. A cada cambio de estación cumplo con mi peregrinaje. Paso entre la fronda de su avenida, subo por las laderas de cipreses y cuando llego a la rotonda me paro ante el estanque de la estatua sumergida. Nada es lo mismo en el recorrido circular que va de un solsticio a un equinoccio y luego a otro solsticio y así sin fin. Ni la humedad, ni los colores, ni los aromas, ni el brillo de las estatuas, ni las huellas de los paseantes. Las primeras hojas caídas de los plátanos y de los abedules van sembrando insinuaciones. Miro con cierta tristeza los bancos vacíos. El preludio de una larga temporada de desistimiento y de olvido. Cada época cambiante del año se ratifica en sí misma. Me gusta verlas sin tener que elegir. O tal vez sí, tal vez las elijo a todas. Necesito comprobar cómo se habitúa el paisaje a cada exuberancia o a cada retirada. Necesito percibir ese deslizamiento aparentemente sordo de los días, y cómo los objetos y los espacios y las miradas se van adecuando al tránsito forzado por la traslación del planeta. Nada como fijar un lugar de peregrinación recurrente y metódico. Practicar ese juego de comparaciones sin agravio, de valoración sin exaltaciones, de percepciones sensoriales que nos toman y nos dejan, me da aliento. Sentirme siempre en medio de los elementos que se forman y se deshacen. ¿Por qué acabo siempre mi caminata ante la estatua sumergida? Acaso porque hay algo de eterna vestal en ella, o de diosa pillada in fraganti en un escarceo de actitud humana, o de pitonisa tentada a predecirme mi próximo otoño, o de ramera insinuante. O puede que sólo porque es una estatua y el poder de seducción que una estatua (no una mujer estatua) ejerce sobre mi viene de perdidas imágenes de la infancia. La inmersión permanente la mantiene a salvo de los contrastes exteriores. Cierto que la salinidad y el verdín la hacen envejecer sin lograr opacar su sonrisa. Pero ella sobrevive esperando siempre mi llegada. No en vano ha vuelto el rostro al escuchar mis pasos. Tengo que hacer un esfuerzo para no prestar atención a su canto de sirena lacia. Tan sólo la sonrío y la contemplo mudo. Ella lo entiende. Ella sabe que debe permanecer allí abajo. Como yo debo proseguir mis desencuentros. Al abandonar el jardín el atardecer me trae la memoria. Y aquel poema de Eugénio de Andrade...

¿De qué lado has visto llegar
el otoño? ¿Por qué ventana
lo has dejado entrar? ¿Eres tú quien
canta en sordina, o la luz
espesa de sus hojas?
¿En qué río te desvistes para soñar?
¿Es conmigo con quien vuelves
a tener quince años y corres
contra el viento hasta perderte
en la curva de la carretera?
¿A quién das la mano y confías
un secreto? Cuéntame,
cuéntame, para que pueda habitar
uno a uno mis días.


(El poema pertenece a Los surcos de la sed, del poeta portugués Eugénio de Andrade; la fotografía es de la checa Petra Rucickova)

martes, 25 de septiembre de 2007

La palabra fugaz


Perderás las palabras. Sí, la capacidad de las palabras. El lujurioso sentido de su sonido. El rigor de lo que tratan de decir. Las leves sugerencias. Los matices con que te diviertes según toman cuerpo en tu imaginación. El misterio de sus significados cambiantes. El armazón con que construyen tus esperanzas. La fe que ve partirse sus dogmas entre tus labios. La dirección incesante tras la que corren. Echarás de menos sus juegos frontales y los oblicuos. Añorarás sus geometrías, las que te hacen elevarte y descender, a veces de golpe, a las entrañas de la duda. Olvidarás las secuencias que habrán desplegado durante años para ti. Los pensamientos no serán ya nada sin las palabras. Las sensaciones sentirán menos. Los recuerdos se diluirán como meras imágenes mudas. Las presencias irán siendo cada vez más ausentes. Todo volverá al principio. Tu último estertor no recordará en nada aquel balbuceo inicial. Y aún querrás reaprender. Aunque tus labios no se muevan, ellas bullirán entre el cansancio de tu sangre. Quién sabe si tu manifestación final será un gesto, una respiración agotada o una palabra que vuele. Entonces, seguramente alguien leerá por ti aquellos versos de Mark Strand que tanto te gustaban:

La puesta de sol. Los prados ardiendo.
El día perdido, perdida la luz.
¿Por qué amo lo que huye?

(Acompañado de un grabado del autor valenciano Manuel Boix)

domingo, 23 de septiembre de 2007

Ímpetu lúdico



Esta tarde, mientras leía a Clarice, dos mariposas revoloteaban coquetamente a mi alrededor. Se perseguían, acechaban mi café, distraían mi lectura. Entonces pensé que podrían ser tal vez dos almas, la de Clarice y la mía, que apremiaban sus propios destinos. Ese vuelo desorientado, nervioso e inagotable de las mariposas ¿se manifestaba por la llegada del otoño o era producto de las indecisiones? Presentí que esos insectos voladores me enviaban un mensaje. La estación como ciclo. El ciclo como propuesta. La propuesta como agitación. No me queda duda a estas alturas que tanto Clarice como yo somos unos impetuosos. Una descarga nos empuja a la acción sin pensar si acertaremos o nos equivocaremos. La reflexión sobre el acto vendrá después, sobre todo si el acto concluye en fracaso. A ambos nos resulta muy difícil prever algo si tenemos que dar demasiadas vueltas al asunto. Eso de valorar pros y contras nos desmoviliza -lo nuestro no es aburrirnos pensando las cosas- y nos hace abandonar la idea y, a la postre, lo lamentamos más. Mis amigos son comprensivos y están dispuestos a disculpar un año más mis turbulencias y mis insensateces. No lo dicen, pero lo piensan, eso tan arrojado a tu rostro del tiempo de “ya no eres ningún niño”. Y hasta ahora me había preocupado un poco. Demasiados latidos encima para seguir comportándome como si fuera hijo de la tormenta. Fue Clarice quien me quitó esa pizca de complejo que aún podía quedarme. Y qué si a uno le queda algo de niño. Acaso es lo poco que podemos compartir Clarice y yo, o yo conmigo mismo, sin perder ese acicate juguetón que preserva la vida.

(Obra de la pintora portuguesa Paula Rego. Fotografía de Clarice, abajo)





sábado, 22 de septiembre de 2007

Inutilidad



Un sol equinocial se asoma a mi cuarto. Bueno, él no. Apenas se trata de un leve mensajero que se filtra entre los listones de la persiana. Luego me asomo a la calle y veo que las fachadas se parten en dos. Qué presagio tras las líneas oblicuas que delimitan tajantes las sombras y la luz tibia. Entonces me paro. Detengo mis pensamientos y me ordeno: tienes que hacer de tu día un día inútil. Que no sirva para nada, me digo. Que su grandeza sea su abstracción. Que su capacidad sea su vacío. Que sus horas no transcurran. Que lo inaprensible te llegue. Que te prive de las sensaciones. Que la emoción sólo sea un rostro ausente. Que la memoria se relaje. Y en eso estoy.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Equinocio


(Invocaciones V)

El sol no es el mismo. Ni su fuerza ni su luz. Nada se halla en el mismo vértice del cielo. Parece aún que están próximos los días de su dominio. Su retroceso cenital no es menos hermoso, pero las sombras no se convocan en el mismo punto. Los objetos tampoco se reconocen en las mismas horas. Las habitaciones han perdido densidad. Ni los zaguanes ni los atrios se proponen ya como alternativa. Se preparan para el abandono. Las voces se van fugando de la casa. Poco a poco se instala un silencio de nostalgias. Las brisas nocturnas desproveen de energía a los cuerpos. Los amaneceres afilan su fría línea transversal. Las sillas se desocupan con indiferencia. O se las ignora como si jamás hubieran estado ahí. La marca es aún débil, se va definiendo con una lentitud indecisa, a veces torpe. Los cuerpos se inquietan, desorientados. Observan y perciben con miradas diferentes. No ven, no sienten. Simulan acogerse a los días más cálidos, pero se refugian en una timidez neófita. Se incitan desde una lejanía que se va imponiendo en el fondo del plano. Mantienen el pulso con menos fervor. En cualquier momento desaparecerán de su mutua visión. Se disponen calmos para una reconditez que sólo será rasgada ante los deseos más íntimos. Todo se torna más ausencia. Ellos parecen advertirlo y buscan el interior. Agotan actitudes, preservan miradas, rebajan el tono de sus palabras, titubean sobre los pasos fronterizos. Se desenredan de un olor que les imanta con fuerza. Vinculados aún por la calidez del tacto que les ha aproximado, temen la disgregación. Se ven a sí mismos en ese punto equidistante en que nada pesa más que lo otro. La sujeción va a perder su punto de enganche, el vacío desafía ya los últimos lamentos. Luego se pondrán a caminar. Y temerán la noche repentina.

(Fotografía de Mona Khun)

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Basta de ruido


¿Hay algo que nos acompañe más fielmente durante el día que el ruido? Sí, las bacterias, o los microorganismos en general, se dirá. Pero el ruido, como efecto multiplicador de los comportamientos humanos, deviene en algo contundente, extensivo, arrasador. Y no se trata sólo de todo aquello que se desprende de los desplazamientos de masa y el tránsito de vehículos, de los quehaceres laboriosos, de los encuentros grupales o de las ocupaciones ociosas. Este ruido, digamos técnico, más o menos llevadero, costosamente soportable, muy abominable en ocasiones, difícil de digerir con frecuencia y de efectos cada vez más perniciosos sobre el organismo, es una consecuencia de un cúmulo de actividades y pautas humanas que se han disparado desde la segunda mitad o último tercio del siglo veinte y que amenaza cada vez más la convivencia y la quietud, así como la misma salud mental de los individuos. Si a eso se le suma la tradicional conducta española de medio vivir en la calle o de hacer de los pisos una travesía peatonal, la patología está servida.

Pero hay otro ruido que también abruma. Es el de las palabras desmesuradas. Esas que salen de la boca de los flamantes representantes de las instituciones sociales a los que les encanta salir en la foto. O la que como cascada monótona emiten nuestros conspicuos políticos profesionales. También ese atronador aplomo de los triunfantes empresarios que se permiten discernir sobre el bien y el mal, siempre, claro, en función de que sus negocios prosperen. Ni qué decir tiene cuán pretencioso amaneramiento resulta el de los predicadores portadores de la verdad, clericales o no. O las aseveraciones, en ocasiones apocalípticas, a las que nos someten los medios de comunicación (otra clase de predicadores) que compiten ferozmente y tratan de vender sus productos con sus fórmulas de tele o prensa basura. Uno piensa también en esa ralea de escritores psicoconsejeros, algunos de extraordinario éxito con acento argentino y chileno, cuyo plagio de los antiguos aforismos e historias orientales las traducen en actualizaciones fáciles, adornadas de presuntas recomendaciones psicológicas y morales, que les permiten vender tiradas millonarias. Qué decir de los columnistas vacuos que se han reclinado en sus pertinentes pesebres, a cambio de ver su nombre registrado como habitual colaborador en tal periódico o en tal otro, aparte del precio, naturalmente. Sin mencionar la legión de iluminados improvisados que moran en todos los ambientes con su afán castigador.

Ese ruido palabrero se ha convertido en un fenómeno atosigante, pesado, confuso. No es ya sólo la manera de hablar precipitada y cargante lo que rechina. Lo que hiere es la manera frágil y superficial de exponer el discurso, los modos repetitivos y machacones, el mal uso del vocabulario y de la gramática, la pedantería impositiva que exhiben, el vacío de sus contenidos, la torpeza de sus contradicciones. Este ruido no sólo está bloqueando los argumentos enriquecedores que fomenten la conversación o la atención precisa para un análisis de los hechos, sino que se constituyen como un tapón que obtura el flujo de esa esencia misma que es la necesidad de las palabras.

Lo pinto duro, ya lo sé. Tal como lo siento. Yo mismo soy también generador y reproductor de ruido y no me libra más la voluntad que pongo por desahogarme con visceralidades orales o escritas. Pero uno se siente identificado con la mujer del anuncio. El ruido se cierne sin límites, acaso sin piedad, como una tenaza sobre nuestras mentes receptivas y sobre nuestras conciencias decisorias. El riesgo es desesperante. ¿Qué hacer? ¿Asumir la provocación acechadora sobre el sistema nervioso del cerebro? ¿Ignorar el flujo desorbitado de la palabrería insensata? ¿Desechar la capacidad de intercambio de ideas que ha caracterizado desde antiguo a los humanos? ¿Cómo conseguir rebajar la tensión causada por los ruidos? ¿Quién nos asiste ante la marea incesante de los ruidos que nos consumen? La solución, en el próximo y desconocido cambio de ciclo histórico. Para quienes lo conozcan.

martes, 18 de septiembre de 2007

Sospecha


¿No tienen bastante y ya están pensando en otra guerra? En lugar de pronunciar el término fatídico se le aplicará el eufemismo: intervención, dirán, o prevención, o medida cautelar. O se inventarán otro nuevo. Aquello que ha devenido en sangre y fuego y que cotiza diariamente muy alto en Irak se hizo oficialmente bajo el patrocinio de la mentira de las armas de destrucción masiva (por cierto, no olvidar nunca a cierto expresidente español cómplice, de cuyo apellido no quiero acordarme, que se apuntó a la hazaña y que pretende irse de rositas) Un personaje tan poco sospechoso como Greespan, presidente durante catorce años de la Reserva Federal estadounidense, dice ahora sin tapujos en sus Memorias que lo de Irak fue la excusa para apoderarse del control del petróleo. O sea, lo que muchos pensamos en su momento: simplemente motivado por piratería o latrocinio económicos. Y pensar que a ciertos descendientes del Mayflower se les concedía el don de la moralidad...Con Irán la excusa es su carrera nuclear: sea para usos civiles o militares el próximo enemigo a batir empieza a estar en el ojo del Cristo del Gran Poder-on-Washington. A éste no le basta las miserias propias y ajenas para pensar dos veces las cosas. Claro, las primeras son escasas comparativamente con las que se ceban en la vida de los iraquíes. Y el negocio y la presión de la industria bélica norteamericana es demasiado importante como para no ser escuchada en el siniestro despacho oval. Y la geopolítica, oh la geopolítica, anda demasiado revuelta como para perder hilos de hegemonías y control de influencias y comercio. Sólo que la apuesta internacional es cada vez más complicada. En esa indecente partida están tomando ya posiciones las diferentes potencias mundiales y el asunto puede pervertirse a pasos agigantados. No hay una partida, hay varias que se concatenan peligrosamente. Los que toman las iniciativas son los que menos nos garantizan la seguridad en cuyo sacro nombre han intervenido y volverán a actuar. Ni desenterrar a los muertos de todas las guerras ni exhibir a todos los paralíticos de las masacres serviría para detener las políticas belicistas que interesan. Las lecciones no sé si se aprenden por parte de los humanos. Pero se olvidan con facilidad. Mientras, hay guerras y persecuciones vergonzosas como la de Darfour, de la que poco se habla y menos se trata de atajar. El continente africano no se cruza a la corta con los intereses de Occidente y de ahí sus males y su no levantar cabeza. Maldita sea. Vivir como avestruces escondiendo la cabeza en la tierra no nos salvará precisamente. Sigan consumiendo hermanos, que mañana...mañana acaso sea sólo un accidente.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Pérdida


¿Cuál ha sido tu culpa? ¿A quién has traicionado? No viste claro en su momento que la prueba tenía sus contrapartidas. En cualquier otro lugar el jefe es el jefe, y podrías llegar a un acuerdo con él. Aquí no; aquí la sociedad tiene un carácter más sacro y el precio del desentendimiento se paga según las normas establecidas. Otro daño no tendría el mismo valor. Éste prolonga tu vergüenza. Se te condena a la exhibición. Muerta serías ignorada en dos días. Ni siquiera cundiría el ejemplo. La amputación te salva en un sentido; te atrapa en otro. Tu mano lo va pregonando y servirá de escarmiento para otros indecisos. ¿Pensaste que ser mujer te iba a librar del castigo? Ellos no distinguen. Su esencia moral, ¿por qué no denominarla así?, es rigurosamente vinculante. Ellos viven en un mundo concéntrico en el que se reconocen. Manejan otros círculos de vida en función de su epicentro. Y éste son sus intereses, difíciles de medir, difíciles de situar, siempre cambiantes, siempre acomodables. Para eso han construido un código de honorabilidad que sea su escudo y su ariete. Con él se protegen a través de un hilo conductor de miedos, o como poco, de precauciones y fidelidades extremadamente consecuentes. Con él apuntan contra las defensas de aquellos de los que pretenden obtener algo y se resisten. Si te adscribiste a la entidad deberías habértelo pensado mejor. Las tentaciones, las dudas, las divergencias no se admiten por las buenas en la Casa. Nunca hay un microclima diferenciador donde se comprenda la disensión. Ni por ser mujer. Dices que eso ya lo sabías, que no esperabas cortesías ni piedad llegado el momento de la discrepancia. Para ti no fue traición. Trataste de hacerte valer, pero entraste en competencia con los veteranos. Intentaste aportar nuevos criterios, pero te frenaron las antiguas categorías, que tú considerabas caducas y, por qué no, incluso injustas. La Casa puede ser dura, exigente, incluso implacable. Eso pensabas. Pero no tenía por qué ser arbitraria. Y lo expresaste. Tal vez el problema fue que lo hicieras saber lateralmente. Acaso, puesto que el riesgo estaba ahí desde el primer día de tu compromiso, tenías que haber defendido tus puntos de vista cara a cara, en el Gran Consejo. Podías haber llegado a él. Ellos podrían haberte aceptado si previamente les hubieras consultado. Si les hubieras pedido permiso, o solicitado acceso, o simplemente rendido una leve pleitesía. Pero decidiste obrar como si no pertenecieras a la Casa. Saltándote sus preceptos. Ignorándoles a ellos. ¿Un error de cálculo, un olvido, una alteración de humor, una táctica ofensiva? Ahora puedes decir que contabas con esa contingencia. Ellos te han avisado conforme a las leyes de la tribu. Ahora que te has dejado caer sobre el diván, no pienses excesivamente en la aplicación del rito. No te han echado; al contrario, cuentan contigo. No te han marginado; más bien te han integrado de manera más intensa. No te han rebajado; saben de tu audacia. La amputación del índice, dicen ellos, es por tu bien: para que no llegues a ser un ángel caído. Es el ligero coste de pertenecer a esa casta. Pero en tu rabia contenida sabes perfectamente que algún día marcarás tú las reglas.


(Daido Moriyama fotografió)

domingo, 16 de septiembre de 2007

Bosques urbanos























No son las nuevas ciudades. Son las viejas, son las fieles, son las sobrevivientes. Son las calles de la imaginación. Duran lo que duran, pero se las vive con la intensidad sabida de que la naturaleza ha vuelto a reconocer a sus hijas. Las especies botánicas brotan aquí de la mano humana. ¿Los mismos hombres o los nuevos hombres? Podría decirse que la ficción recompone doblemente el planeta agostado. Porque necesita regenerarse en sus ambientes y porque la mente humana precisa la purificación cada día. Combate contra la obsolescencia. Tajazo a la ordinariez. Deconstrucción de la monotonía. Pasear por estas calles es reencontrarse con la antigua oriundez del ensueño. Una repoblación de aliento fresco en un agosto de luces y temples diferentes. Una inmersión en las quimeras más reconfortantes que se deseara hallar. Los dedos habilidosos de cientos de vecinos que han recreado esta naturaleza añorada no son ignorados. No pueden olvidarse ni la dedicación ni el entusiasmo ni el altísimo concepto estético ni la genialidad de sus recursos. La añoranza del vínculo que no debe perderse, si se quiere ser aún humano. Sugerencia. Vivir y convivir en la ciudad dentro de la ciudad. Un hallazgo. Más, un descubrimiento. El mensaje, fértil y luminoso: disfruten de las selvas tropicales, de las estalactitas de las minas de sal, de las cascadas verdes de los pantanos, de las huertas y riberas, del oleaje agitado de las regiones marinas australes...y, así vestido, el mundo donde nos sostenemos quedará más integrado entre un montón de calles acogedoras. Una autopropuesta irrenunciable. Pisar de nuevo el paisaje. Volver a la fantasía. Regresar a la satisfacción de lo efímero. El próximo año.

PD. Fotografías de Gràcia, en Barcelona, en sus fiestas de agosto.





Vaporoso


Hay noches cuya largura se mide por insomnios. Noches en que no apetece dar pábulo ni al pensamiento ni al recuerdo ni a las letras ni a los ruidos ni a los deseos ni a las palabras ni a las músicas de una radio. Noches no sé si blancas o negras o incoloras. Que no parecen avanzar y cada mirada al reloj advierte posición de manecillas diferente. Que no sabes si quieres que pasen o que se prolonguen como si fuera la última. Que enciendes y apagas la lámpara del desconcierto. Noches en que el cansancio o una abulia feroz o un desgaste inerte acaba derrotando a la víctima simplemente por una especie de alejamiento total de cualquier opción. Y al borde del envoltorio de la muerte, uno recuerda por sorpresa cierto poema de José Ángel Valente...

El cuerpo con su máscara
se irguió en la cima de la madrugada
y coronó la noche.

Ardió solo en el aire.


(Con una foto de Leonard Nimoy)

viernes, 14 de septiembre de 2007

Fuera y dentro




El hombre le da vueltas al jazz (esta noche toca Charlie Parker, una e infinita vez más) Y le viene al tanto lo del éxtasis (¿el swing latente en lo profundo de la propia creación?) en el que los músicos se deslizan como si no hubiera fin (propio). Y recurre para aclararse al Diccionario Filosófico de André Comte-Sponville, y lee su definición de los conceptos:

Éxtasis. Es salir de sí mismo y de todo, para fusionarse con otra cosa (especialmente con Dios): como un salto a la trascendencia o al absoluto. Se opone por eso a la Enstasis.





Enstasis. Neologismo forjado sobre el modelo de éxtasis y que le sirve de contrario. Es entrar en sí mismo, para fundirse con todo: como una zambullida en la inmanencia (en el absoluto en que somos) El término sirve, sobre todo, para distinguir determinadas experiencias mísiticas, especialmente orientales. Si el atman y el Brahman son uno, como en el hinduismo, o si no existen, como en el budismo, ¿cómo podría pasarse del uno al otro? Místicas o no del encuentro, sino de la unidad o de la inmersión.

Piensa el hombre de la noche en la serena y aparentemente fría ironía del filósofo francés al definir. Reflexiona diagonalmente sobre lo que debe acontecer en el cerebro humano cuando éste se posiciona ante las experiencias y las novedades. El hombre medita con preguntas (acaso éstas llevan implícitas las respuestas) ¿Hay algo absolutamente revelado por origen en la mente? ¿Es la insoportable gravedad ficticia de la cultura lo que condiciona a los seres culturales hasta límites de creerse casi todo? El hombre de la hora nocturna cree en ocasiones, puede que desmayadamente, que casi todos los sistemas de pensamiento son discursos sofistas. Porque. ¿hay pureza en el pensar? Más, ¿hay intención de discurrir y concluir en pasos, no ya en un término que pretende la explicación total? Más, ¿sirve el pensamiento para hallar respuestas o para justificar los modos de vida? Todo sofismas: tanto leer, dialogar, indagar, escuchar, para llegar a la conclusión de que los sofismos inundan a los hombres por todas partes. ¿Sólo eso? ¿Y si existe un pensamiento más recóndito, pero más activo y descubridor? La ciencia está ahí, por ejemplo, y avanza vertiginosa. ¿Se la atiende lo suficiente? ¿Se reflexiona en base a sus aportaciones? ¿Se la traiciona para volver a los mitos de la caverna?



Dejadez de la habitación semioscura. Abandonarse, sin más, y no es poco, al ritmo parkeriano.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Hipnosis de la antorcha


¿Cómo ver dentro de la caverna? ¿Qué luz colgar de las paredes craneales? ¿Dónde hallar lo incombustible? ¿En los aparatos mediáticos, en las doctrinas, en las tertulias, en los foros, en los libros? ¿Desde dónde importar la energía que nos garantice la fuerza? ¿Se puede percibir algo estando cada vez más ciegos? ¿Se pueden descubrir presencias manteniéndonos ausentes? ¿Se pueden captar reflejos nuevos permaneciendo insensibles? ¿Es posible sentir que caminamos si no rompemos nuestra rigidez? ¿Podemos olfatear sensibilidades si no nos desnudamos? ¿Es posible respirar en la penumbra enrarecida de la caverna? ¿No nos dice nada el crepitar continuo de las pequeñas llamas que nos rodean? ¿Cómo escuchar entre la abundancia de ruido? ¿Cómo aprehender los sonidos de lo latente? ¿Cómo atender las invocaciones soterradas? ¿Qué sentido tiene andar por andar? ¿La inercia, lo sugerido, el gen? ¿Cuál es el estado real dentro de la caverna? ¿Erguidos, echados, reptantes, genuflexos? ¿Qué dirección nos tienta? ¿La que nos propone una corriente casual de aire, la atracción absurda de lo profundo, el confuso pasillo de un tránsito dudoso? ¿Cómo transcurre allá adentro el tiempo? ¿O no transcurre? ¿Para qué proponer si no se intenta salir de la caverna? ¿Para qué discurrir si los argumentos no cambian nada? ¿Qué fin tiene andar y desandar los pasos, si no conducen a lugar alguno? Pero...¿y si la luz estuviera compuesta de silencios, de observaciones distantes, de reflexiones calmadas? ¿Y si descolgáramos la antorcha y nos sintiéramos tentados a empuñarla? ¿Y si cada calor fuera un rostro, cada palabra una entrega, cada respiración un desalojo de nuestras miserias? Fascinación de la luz. Hipnosis de la llama.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Eterno Zawinul














Esta noche sólo se me ocurre escuchar Historias del Danubio. Tal vez no es lo más genuino de Joe Zawinul, muerto anteayer. Pero es lo más reposado y tiene carácter de homenaje. Historias del Danubio es música clásica total, pero regida por su elaboración eléctrica tan particular. Cuando escucho esta composición pienso en Dvorak, en Smetana, incluso en compositores norteamericanos. Y tiene también sus toques étnicos evidentemente, al fin y al cabo son historias danubianas ¿no? lo que pretende recoger.


A Joe Zawinul se le ha conocido sobre todo por el jazz constantemente evolutivo, primero llegando hasta Miles Davis o actuando con Dina Washington, y más tarde con el jazz de fusión más rockera. Un trabajo inagotable en cantidad y calidad. Un artista de la instrumentación de tecla que no paró de crear, hasta convertir su magia en algo tan portentoso que de él decían hasta sus enemigos musicales: “Toca eléctrico, suena acústico”. Más allá de tu desaparición física, híbrido Zawinul, te seguiremos escuchando.





martes, 11 de septiembre de 2007

Pasividad



(Invocaciones IV)


Como un impulso. Ella ha extendido pusilánime su brazo izquierdo. Ha dudado. Cuando se ha decidido a aventurarse era tarde para una retirada. Él ha comprendido a tiempo el gesto, ha atrapado su mano al vuelo, ha entrelazado sus dedos, los ha pegado como una lapa sobre el pecho. El vínculo repentino une a un cuerpo definido y ansioso con otro dubitativo pero ahíto de curiosidad. El hombre exhibe un rostro de edad avanzada, entrado ya en gravedades. La mujer revela una imagen difusa pero vibrante, que deambula entre la indeterminación y el deseo mal disimulado. No se sabría bien si se aproximan o si se rechazan. Si improvisan o si lo tienen meditado. Si se cautivan o se desconciertan. No se miran. Ni siquiera dirigen la vista al mismo punto, ese apartado objeto de fijación abstracta que se halla solamente en la mente de cada uno. No hablan, pero se escuchan a través del engarzamiento mutuo que les transmiten pulsiones. Parecen abstraídos, pero tejen un silencio que les anula. Sólo convergen en sus titubeos. Se protegen de sí mismos. Sería fácil desbaratarse y abandonarse a una entrega juvenil. Pueden estarlo deseando. Les tienta el atrevimiento. Les atrae el riesgo del caos. Pero permanecen demasiado cercanos los recuerdos de sus vidas anteriores. Excesivamente gravosos para acelerar un ritmo que precisa sosiego. Ambos calculan. Tantean y esperan. Comparten un impacto, pero se sienten lo suficientemente descreídos como para apresurar sus pasos. Incluso saben que basta una simple relajación de los músculos para que esa fusión azarosa les aleje. Y sin embargo, nada está tan previsto como la situación podría dar a entender. Ni él tiene intenciones de abrir su mano ni ella voluntad de dejar de sentir el contacto de una piel que la reclama.

(Fotografía de Mona Khun)


Invisibilidad



(Invocaciones III)


Te despliegas ante mi. Nítida, te deslizas entre el ramaje del invierno. Poblando de vida la arboleda caduca. Pero yo no te veo. Cuando sopla el viento frío los árboles se agitan convulsos y desprovistos. Sólo entonces tú surges desde el escenario de aquella carencia, como una permanencia posible, esperanzadora. Sé que me contemplas. Desde algún lugar de los espacios más grises contienes la afrenta de mis indecisiones. Los ciclos se suceden y el bosque es más viejo. Tu rigidez está poseída de una serenidad expectante. No te veo, pero tu rostro habla. No puedes creer que yo no haya entendido todavía que la temporalidad también es un enemigo para mi. No puedes captar que no me haya dado por enterado, como si mis cabellos no se hubieran teñido de colores opacos, como si mi rostro no se mostrara más encogido, como si mi cuerpo no se desplomase un poco más a cada paso. Tu fijación me amonesta. La firmeza de tus facciones no se alteran por el claroscuro que te ilumina y te oculta, alternadamente. De tu severidad se desprende un interés fiel y antiguo por mi, tal vez el último gesto que yo me merezca de ti. Es probable que ese cuerpo que se teje y se desteje entre los álamos no sea más que un eco. Acaso una fantasía. El testimonio ligeramente púber que no he podido jamás retener sino en la memoria. Acaso te exhibes para mi como un homenaje a los tiempos que creímos que nos pertenecían. Luego nos convertimos en dos fugitivos que traicionamos la constancia. Ahora estás y no estás. Apareces y desapareces, como días imaginarios, como cambios que acontecen en las estaciones. Tu mirada proyecta asombro, y sé que se queja de mi aparente impasibilidad. Es en ese momento cuando me siento tomado por ti. Y me perturba un estremecimiento cálido. Pero por más que entonces intento alargar mi mano hacia ese lugar no revelado desde el que te dejas sentir, más invisible te percibo.

(Foto de Leonard Nimoy)

lunes, 10 de septiembre de 2007

Preservación



(Invocaciones II)


Cuanto más tarda en decidirse, más me diluyo en la neblina de la inseguridad. Cuanto más me evaporo, más se aleja él de mi. No sé si me escucha, aunque no le hable. No sé si él me habla, aunque me ofrezca la franqueza de su mirada. Este juego de aproximaciones y alejamientos me desconcierta. ¿Me refugio en la disolución o esta etereidad es la señal inequívoca de que me distancio definitivamente? No siempre las palabras cubren todos los espectros de la necesidad. Ni son los argumentos decisivos de la atracción. No es verdad que la palabra sea el comienzo. Éste se puebla de escarceos, de tentativas, de semblantes. Un juego de progreso y reacción, como en la música, pone en contacto al hombre y a la mujer. Hay tonos, hay desviaciones, hay frecuencias. La cuestión es aceptarse en esta especie de variación irracional que teje un conocimiento. Responder a la sensibilidad que emana de los elementos en estado bruto. Cuando llegan las palabras, ¿es más poderosa la red instalada entre dos individuos? ¿Es más rica y más determinante la materialización que pretende traer consigo la palabra? ¿Ratifica más el mundo de emociones y sentimientos o sólo lo adultera? Yo antes me rendía ante la evidencia avasalladora del discurso. Me parecía que me superaba, que aportaba un mundo del que yo carecía. Aquellas hilaciones verbales desnudaban mis resistencias. Y cuanto más me entregaba a la palabra advenediza permanecía más ausente de mi misma. Mis territorios indígenas peligraban porque temía desmerecer con mis recursos. Los veía como limitación. Es ahora cuando vuelvo a reconocerme en los signos más íntimos, algunos incluso más primitivos, para echar a suertes las exploraciones que me llegan. Y éstas me parecen abstractas. Y me hacen temer por imprecisas. Y me convulsiono en su lentitud. Podría resumirlo en un no sé lo que quiero, pero sonaría demasiado falso. El cuerpo habla de infinitas maneras. Las manos son capaces de sacar, de traer, de reposar, de prospectar, de señalar. Acaso en el principio fueron las manos más que nada. Sin ellas, sin su inmediatez y sus divagaciones no habría llegado la palabra al reino de los signos. Qué lejos de la luz queda el perfil de mis dedos. Sobre mi pecho, tratando de encontrarse con las clavículas, la mano ahuesada forma los pliegues de una serranía. Conato de preservación. No hay sobrecogimiento que no se exprese con las manos, ni avance ni deseo ni motivación ni marca ni reunión. Él debe saberlo como yo lo sé. Mi retroceso es un mohín reflejo. Una no se guarecería en la sombras si afuera no hubiera luz. Una pista más.


(Fotografía de Leonard Nimoy)

domingo, 9 de septiembre de 2007

El guiño verde


No hay como las pinturas murales con cierta intención. No me refiero a los grafitis pringosos de las bandas de adolescentes sin imaginación, meros escupitajos sobre las fachadas. Hablo del muralismo como una forma de expresión pictórica y cívica. Intentos de adornar las paredes abandonadas, los muros opresivos, los rincones deprimidos, los espacios apartados. Ganas de proyectar vida donde ésta muchas veces escasea o se vuelve gris y anodina. Motivaciones estéticas o actitudes de crítica a instituciones y formas de gestionar las cosas por parte de los políticos profesionales. Esta cara verde está pintada en el mismo solar abandonado de la foto del post anterior. A primera vista no se encuentra significado en ella. Pero aunque no lo tuviera, ese hálito caricaturesco y pícaro del rostro le salvaría. Habla por sí mismo y transmite simpatía. Y sin embargo, cuando yo pasé por aquella calle, en el solar había dormido un tipo marginal que se despertaba en ese momento. Me pidió un cigarrillo y le di una botella de tinto de Penedés recién comprada en una tienda del barrio. El personaje había pasado la noche en un iglú de campaña y tal pareciera que el hombre verde le miraba en un guiño de acompañamiento. Fue entonces cuando advertí la verdadera y grata acepción del mural. Tal vez se trataba de una indicación a los desposeídos para que utilizaran furtivamente el hueco. Tal vez fuera mera complicidad. Acaso se tratase de una aparición mítica. O se revelara como uno de esos dioses lares que los vagabundos también tienen y que se muestran cuando estos solicitan su amparo. ¿Quién hablaba de videocámaras callejeras? Las hay a patadas y ya no se sabe quién echa un pulso de libertad a quién cuando se anda por las calles. El ojo desmesurado del hombre verde desafiaba las vigilancia y a la vez prevenía al errante de la acechanza de los controles del orden. Sabes, escogí este lugar porque esa cara verde estaba ahí, me dijo el vagabundo. Me parecía que hablaba conmigo, que me proponía una partida de cartas o hacer unos chistes. Y mira, me sentía seguro. Su confesión me estaba dejando perplejo. ¿No dicen que el verde es el color de la naturaleza? Ya, no necesariamente, he visto naturalezas ocres y amarillas y azules, lo he visto todo en cuestión de colores. Ver la vida es ver colores, y no sólo eso. Hosti, he visto la sangre con frecuencia y nunca tengo claro qué color es el de la sangre. A mi no me parece que la sangre tenga un color definido. Me parece una mancha, sobre todo eso, una masa que se desparrama, que primero tiene un tono, luego otro y cuando oyes a la gente chillar y quejarse te parece que tiene todos los colores del arcoiris. Y cuando no dejan de sangrar y callan es como si perdieran todos los colores. Parece que sólo quedara el negro, pero ni eso. A mi me acomplejaba la clarividencia que tenía aquel hombre sobre los colores. Siguió hablando. ¿El verde? También dicen que es color de la esperanza, pero a mi esto me ha parecido siempre una horterada, un cuento, porque mira que llevo años manteniendo la esperanza de seguir viviendo por seguir viviendo, y no he visto nunca su color. Pero ayer al atardecer cuando llegué aquí esa cara verde me resultaba otra cosa. Al principio creí que era una alucinación, ya sabes, bebo, fumo juanita, sueño, y me dije, te lo imaginas, tío, te lo imaginas. Luego vi las enredaderas o las trepadoras o lo que sean las hojas esas, y joder, creí que salía esa cara de ahí, pero me tranquilizaba, y me sentía respaldado. Así que levanté este chiringuito donde he pasado la noche. ¿Lo coges, paisa?
El poder de las pinturas murales, ése sí que es poder para algunos.

Desposesión


Las forzadas medianerías se consuelan con los ecos perdidos. Los leves residuos de las vigas desaparecidas, los restos de estuco deteriorado, los perfiles borrosos de las geometrías de las habitaciones, los ladrillos que se van descostrando del todo, los chorretes de agua de las lluvias, el trazado en vértice que se abre como manos que absorben el aire...¿qué muestran? ¿La orfandad de lo que existió o una nueva dimensión inhabitada? ¿La herencia de la oquedad o la exhibición de la débil frontera entre el ser y no ser? Los edificios son vidas dentro de las vidas. No se limitan a recogerlas, sino que las poseen y se proyectan como entidades multiplicadoras. Su existencia ratifica a las tribus, pero su desaparición las expulsa al olvido. Puede que aquellas existencias humanas moren por nuevas estancias. Puede que disfruten de otros paisajes más reconfortantes. Pero el derrumbe acabó con la vida anterior. Y la caída siempre es negación. Hoy, el recuerdo son los muros de las casas adjuntas. Testigos ajenos y obligados. Propietarios del vacío. Sólo permanecen las alturas de la melancolía.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Extensión


(Invocaciones I)



Alargas el brazo. Extiendes la mano. Inadvertidamente. O sólo disimuladamente. Hay en tu gesto un aire de ir y no ir contigo. No la tiendes abierta. Sería demasiado explícito. La acercas sujetando una partícula misteriosa. Para percibir qué es hay que acercarse a ella. Entonces ya no eres tú. Soy yo quien avanza otro peón. Al mirar de lado dotas a tu actitud de cierto desentendimiento. Como esperando mi reacción. ¿Y si no reacciono? Seguramente seguirás pasiva. ¿Y si me aparto? Adoptarás una retirada delicada. La pregunta que me hago en el tono más bajo posible es doble. ¿Habrá una pizca de elemento entre sus dedos? ¿Deberé acercarme a comprobarlo? Lo que para ti es una apuesta, con margen de fuga encubierta, supone para mi una apertura. ¿Cómo en el juego de mesa? Juegas con otros poderes, pero vamos a reconocer que su fuerza llega del exterior. El aire que mueve tu cabellera, por ejemplo. El torso que te provee de una ventaja, por ejemplo. El torso es tuyo, ya lo sé. El viento lo atrapaste hace tiempo, no lo dudo. Pero ambos te fueron viniendo casi inesperadamente. Hasta que un día te diste cuenta de que cuerpo y aire estaban hechos el uno para el otro. Entiendo que muestres tu mano en una actitud pusilánime. Temes que esa comunión entre energías se rompa si yo interfiero. Pero yo sólo miro. Yo sólo dudo. No puedo ocultarte que lo que hasta ahora estaba siendo una tensión de miradas sobre ti quiere ser una aproximación diferente. Cierto ardor que va adquiriendo consistencia de deseo se mueve entre la neblina de mis silencios. No se sabe si es el viento o bien tu textura el que recela de mi intrusión. Como yo no sé si quiero o no liberar las distancias. Mientras permaneces con ese ademán de ofrecimiento sagaz, más me desconciertan mis propios interrogantes. ¿Y si tomo la mano y no hay nada? Es decir, ¿y si ella despega esos dedos largos y fuertes, de yemas ovaladas y uñas consistentes e insinuadamente góticas, y sólo queda la flotación inerte de unas manos ausentes? Es tan cercano y a la vez tan remoto el recorrido de una decisión. Por un momento he dudado de mi imaginación y veo un fondo difuminado que se aleja. Mi visión se queda fija en el rasgo de grabado de Durero que exhibe tu mano. Me invade la aprensión de que en cualquier momento puede retirarse también hacia un plano más disuelto, donde sea difícil ya percibirla. ¿Deberé mover ficha?


(La imagen es de la fotógrafa de origen brasileño Mona Khun)

martes, 4 de septiembre de 2007

Últimas noticias





Desde que George Orwell intuyera en su novela 1984 el cibercontrol de los ciudadanos todo se ha precipitado. Tanto que ya no se sabe hoy qué es primero, si el objeto paciente, el sujeto sufriente o el guardián de los sosiegos. Acostumbrados poco a poco a atravesar una calle, a avanzar por un andén, a observar cuadros en un museo o a dirigirnos a un mostrador hiperobservados, se nos ha transmitido la obligatoria pero equívoca sensación de estar también superprotegidos. Interrogaciones paradójicas: ¿se interfiere nuestra intimidad vigilándonos, con lo que tiene de apabullamiento sobre nuestros propios recursos personales de autoprotección, y luego se nos dice que se nos vigila para defendernos de las interferencias supuestamente criminales? ¿Desean los pobladores admitir el levantamiento de las fronteras entre el impositivo control exterior y el derecho al albedrío de no permitir interferencias ajenas? Respóndanse. Ahí es donde los artilugios y los ojos escrutadores que se agazapan detrás campan a sus anchas. Hasta tal punto se va admitiendo el videocontrol como una práctica normal, que se empieza a ver por las calles a viandantes con rostro cambiado. Sus facciones se han tornado en puntiagudas cámaras de no se sabe cuántos píxeles que captan con la nitidez y precisión de su zoom las situaciones de riesgo que se supone acechan. Los que más entienden de la tribu, que ya no está claro si son los viejos o los que ven la televisión, dicen que se está operando una especie de metamorfosis, y que los pobladores más obsesos con su pusilanimidad se ofrecen gratuitamente como seres portacámaras, con objeto de facilitar las tomas por parte de los negocios de seguridad. No está claro que semejante cortejo de voluntarios siga portando en sus propios domicilios esa doble cabeza. Sin embargo muchos piensan que tampoco se la quitan porque una metamorfosis es una metamorfosis, y una vez que has cambiado no puedes volverte atrás. No haberte ofrecido. No ha transcendido tampoco qué tipo de problemas puede estar acarreando ese mirarse mutuamente la pareja con ojos de ocupación, o qué caso pueden estar haciéndoles sus hijos, o sobre el sentido del ridículo al asomarse a la ventana o el corte y consiguiente susto de la vecina al abrirla la puerta cuando les va a pedir un poco de perejil. Ellos puede que se sientan crecidos respecto a su dudosa autoestima, pero el precio de la metamorfosis es más alto que el cheque que hayan recibido por sus servicios. Sacrificios. Por cierto, ¿han visto alguno de estos ejemplares a lo largo del día? Comuníquenlo y los publicamos, es como cuando se saca la lista de los radares de la policía de tráfico.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Gelato al limon



Sentado a la puerta de la taberna del puerto, alejado de los sucesivos transcursos. Viendo pasar las moscas. El estío, mermado. Los ruidos han huido con los veraneantes. Sólo el apaciguamiento de las horas vacías. Para qué pensar en el último despido. El operario cumplía, pero, entiéndalo, no podemos renovarle. Hoy todo se conviene con escasas palabras. Ya está pactado, ya rubricado. Tómelo o déjelo, esto es lo que le ofrecemos. Maloliente. Y una bocanada de bruma empaña la mañana indecisa. Desde el fondo de la trattoria aún incipiente llega una voz enroquecida. La cocinera eleva el volumen. Afinando el oído.

Un gelato al limon, gelato al limon, gelato al limon

sprofondati in fondo a una città.
Un gelato al limon è vero limon,
ti piace?
mentre un'altra estate passerà.

Sin pensamiento. Pensar requiere esfuerzo. Que se esfuercen ellos. Estar más allá. Donde no puedan exigirte. Pasar estas horas y las próximas abandonadamente. Te ofrezcas como te ofrezcas nunca serás un precio asequible. Exigías demasiado. Más que valor reclamabas tiempo. No estás confuso, sólo dividido. Tus compromisos se aligeran si no puedes cubrir el tablero con suficientes fichas. Que jueguen los otros. Mal perdedor. Antes de jugar la partida. Eso es lo que siempre has sido.


Libertà e perline colorate, ecco quello che io ti darò
e la sensualità delle vite disperate,
ecco il dono che io ti farò.

Contemplas el paso de los turistas de ocasión. Los que se extravían de las rutas monumentales. Aquí no hay iglesias ni bulevares fantásticos. Por las ventanas empieza a salir el olor de los refritos. Los visitantes huelen para otro lado. Tú bebes un Lambrusco en el que sólo buscas la frialdad. Ni siquiera un Chianti barato. Ingerir al alcance de tu compulsión. Nada te sacia. Mientras miras absorto la persiana del establecimiento de enfrente sientes que te hierve la sangre. Se te muestra, se te insinúa. Es tu última y acaso definitiva novia. Y Paolo Conte, con su cigarrillo colgado de la boca bajo el bigote plateado, sigue insistiendo...


Donna che stai entrando nella mia vita
con una valigia di perplessità.
Ah, non avere paura che sia già finita
ancora tante cose quest’uomo ti darà.

E un gelato al limon, gelato al limon, gelato al limon
sprofondati in fondo a una città.

Un gelato al limon, gelato al limon, gelato al limon
mentre un’altra estate se ne va…

domingo, 2 de septiembre de 2007

Preguntas a Ariadna


¿Para quién tejías el hilo, Ariadna? ¿Con qué fin entregaste a Teseo el ovillo? ¿Para incentivar al héroe a recorrer el Laberinto? ¿Para reconocer el camino de retorno? ¿Para no perder a Teseo? ¿Para sujetar su pathos mientras buscaba el enfrentamiento con la bestia? ¿Para que tu amado saliera triunfante y te llevara con él, tal y como ansiabas desde el primer instante en que le viste? ¿Para huir de tu furibundo padre Minos? ¿Para apartarte del recuerdo y de la sombra inevitable del Laberinto, a pesar de la muerte de su monstruo? ¿Se quedó el hilo desparramado entre tus manos y las de Teseo? ¿Lamentaste la desaparición de Minotauro? ¿Te hubiera desagradado ser una de las vírgenes entregadas para morar con Asterión, tal cual fijó tu padre como precio puesto a los atenienses? ¿Percibiste tal vez el enojo de tu padre por disputarle el mismo amante? ¿Organizaste la fuga con Teseo o fingiste el rapto para desorientar a los pobladores de tu reino? ¿Dónde estaba el hilo cuando Teseo te abandonó en las playas de Naxos? ¿Lamentaste no haber llegado jamás a Atenas? ¿Qué clase de sueños te engulleron para quedar varada en aquella costa desconocida? ¿Percibiste el abandono del amante como una traición o como un sino? ¿Sufriste al ver alejarse la nave de Teseo? ¿Lamentaste su defección? ¿O no hubo tal abandono y fue el estar encinta lo que te forzó a desembarcar en la isla? ¿Os separó a los amantes el temporal que llevó a Teseo a cuidar de la nave? ¿Sobreviviste al parto de tu hijo? ¿O acaso fue de otra manera y te encontró Dioniso y con él dejaste de penar por la separación? ¿Realmente te raptó, tal como contaron luego, o cediste al poder de su seducción? No respondas si no quieres. Los tiempos perdidos en el Mito tampoco responderán por ti.


(Fotografía de Bill Brandt)

Sin el hilo de Ariadna



Los viajes por el laberinto dentro del laberinto conducen en ocasiones a visualizar y jugar con representaciones graciosas. Acercarse a los Jardines del Laberint d’Horta, en Barcelona, pasearse por sus recreaciones y rodear sus pabellones arquitectónicos, entrar en el laberinto de callejuelas de setos, dejarse conducir por los niños que te guían y te engañan hasta que casi al borde de la desesperación (y tú viajero, subestimabas el ejercicio) acabas encontrando la salida, más por error que por organización razonada de la búsqueda. Luego, sentarse en un banco, contemplar la ladera arbolada de la montaña, meditar los significados, pensar en la necesidad o no del hilo de Ariadna. A la vuelta descubrir un texto de Umberto Eco:


“...La historia milenaria de la imagen del laberinto revela que a lo largo de su larga vida el hombre se ha sentido fascinado por algo que de algún modo le habla de la condición humana o cósmica. Existen infinitas situaciones en las que es fácil entrar pero difícil salir, mientras que resulta complicado pensar en situaciones en las que sea difícil entrar pero sencillo salir. La única que tal vez podría encajar en este último esquema es la situación de las situaciones, la vida individual, con sus nueve largos meses de entrada y los dolores del parto, y en seguida la certeza (aunque sea inductiva) de la muerte. Y sin embargo es propio de la vida ese espacio intermedio (a lo mejor brevísimo) por el que erramos largamente, sin una clara noción del sitio al que vamos ni para qué, ni qué es lo que vamos a encontrar en el centro o en alguna de sus numerosas encrucijadas imprevisibles. Por lo demás a la vida, entendida en otro sentido, entramos con suma facilidad, más aún, se nos “arroja”. Que luego la salida resulte realmente tan fácil y exista...ay, con la de exploradores que hemos enviado en avanzadilla, apenas disponemos de crónicas dignas de crédito...No, no, hunc mundum tipice laberinthus denotat iste.”

sábado, 1 de septiembre de 2007

Testigo impalpable


Aún los hay. Y más de los que creemos. Anclados en muros de piedra vieja o en paredes de ladrillo, mueren y resucitan cada día. Son fieles y no obstante se comportan como hijos pródigo. Son constantes pero también invisibles. Son próximos pero se ahuyentan cada jornada ante las voces mermadas y las miradas apagadas de los vecinos. Se saben ignorados pero presumen de su raigambre. No desconocen el olvido de que son objeto, y cuando los descubres te observan con petulancia. No se adornan con filigranas ni se reproducen en mecanismos y engranajes ni giran como autómatas, pero alardean de exactitud. No señalan ya las pautas de los quehaceres, mas aceptan de buen grado un gesto de complicidad por parte del viandante extraviado. No se preñan de cuerda ni de baterías recargables ni de átomos atrapados en minúsculas sustancias, y sin embargo se aferran a sus orígenes. Hierve en ellos todavía un hálito prometeico que les torna sacros. Tienen un alma clara y sólo se tratan de tú con el sol. Por eso se sienten intermediarios entre los dioses y los vulgares humanos que pasan a sus pies a cada instante, anodinos y desbordados nerviosamente por sus ocupaciones. Preservan una lejana, sabia y humilde laicidad con la que no han podido las contrafuerzas de la Historia. Son hijos de la física pura y pactan avances y retrocesos sin que los de abajo lo capten. Bailan un compás renovado con los números arábigos, al son de un metrónomo caprichoso pero metódico. Huelen a cereal y a acarreos de bestias y jornaleros. Por sus borrados contornos se derramó con malditismo sangre inocente. Hoy rezuman cierto tedio, tratando inútilmente de conjurar la vieja tensión latente entre memoria y olvido. Mi abuelo, el tratante de ganado, se recogió mil veces con lentitud y flema, ¿o fueron muchas más?, cuando el mapa de cada jornada era borrado por la opacidad de las horas. Reconfortantes sorpresas de los caminos. En nombre de los pobladores desaparecidos, reivindico la memoria de estos relojes lúcidos. En contraprestación a la ignorancia con que se los agravia, rindo tributo. Enternecedores testigos impalpables. Me pesa con densidad el sentimiento.