Desde que George Orwell intuyera en su novela 1984 el cibercontrol de los ciudadanos todo se ha precipitado. Tanto que ya no se sabe hoy qué es primero, si el objeto paciente, el sujeto sufriente o el guardián de los sosiegos. Acostumbrados poco a poco a atravesar una calle, a avanzar por un andén, a observar cuadros en un museo o a dirigirnos a un mostrador hiperobservados, se nos ha transmitido la obligatoria pero equívoca sensación de estar también superprotegidos. Interrogaciones paradójicas: ¿se interfiere nuestra intimidad vigilándonos, con lo que tiene de apabullamiento sobre nuestros propios recursos personales de autoprotección, y luego se nos dice que se nos vigila para defendernos de las interferencias supuestamente criminales? ¿Desean los pobladores admitir el levantamiento de las fronteras entre el impositivo control exterior y el derecho al albedrío de no permitir interferencias ajenas? Respóndanse. Ahí es donde los artilugios y los ojos escrutadores que se agazapan detrás campan a sus anchas. Hasta tal punto se va admitiendo el videocontrol como una práctica normal, que se empieza a ver por las calles a viandantes con rostro cambiado. Sus facciones se han tornado en puntiagudas cámaras de no se sabe cuántos píxeles que captan con la nitidez y precisión de su zoom las situaciones de riesgo que se supone acechan. Los que más entienden de la tribu, que ya no está claro si son los viejos o los que ven la televisión, dicen que se está operando una especie de metamorfosis, y que los pobladores más obsesos con su pusilanimidad se ofrecen gratuitamente como seres portacámaras, con objeto de facilitar las tomas por parte de los negocios de seguridad. No está claro que semejante cortejo de voluntarios siga portando en sus propios domicilios esa doble cabeza. Sin embargo muchos piensan que tampoco se la quitan porque una metamorfosis es una metamorfosis, y una vez que has cambiado no puedes volverte atrás. No haberte ofrecido. No ha transcendido tampoco qué tipo de problemas puede estar acarreando ese mirarse mutuamente la pareja con ojos de ocupación, o qué caso pueden estar haciéndoles sus hijos, o sobre el sentido del ridículo al asomarse a la ventana o el corte y consiguiente susto de la vecina al abrirla la puerta cuando les va a pedir un poco de perejil. Ellos puede que se sientan crecidos respecto a su dudosa autoestima, pero el precio de la metamorfosis es más alto que el cheque que hayan recibido por sus servicios. Sacrificios. Por cierto, ¿han visto alguno de estos ejemplares a lo largo del día? Comuníquenlo y los publicamos, es como cuando se saca la lista de los radares de la policía de tráfico.
martes, 4 de septiembre de 2007
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Desde que George Orwell intuyera en su novela 1984 el cibercontrol de los ciudadanos todo se ha precipitado. Tanto que ya no se sabe hoy qué es primero, si el objeto paciente, el sujeto sufriente o el guardián de los sosiegos. Acostumbrados poco a poco a atravesar una calle, a avanzar por un andén, a observar cuadros en un museo o a dirigirnos a un mostrador hiperobservados, se nos ha transmitido la obligatoria pero equívoca sensación de estar también superprotegidos. Interrogaciones paradójicas: ¿se interfiere nuestra intimidad vigilándonos, con lo que tiene de apabullamiento sobre nuestros propios recursos personales de autoprotección, y luego se nos dice que se nos vigila para defendernos de las interferencias supuestamente criminales? ¿Desean los pobladores admitir el levantamiento de las fronteras entre el impositivo control exterior y el derecho al albedrío de no permitir interferencias ajenas? Respóndanse. Ahí es donde los artilugios y los ojos escrutadores que se agazapan detrás campan a sus anchas. Hasta tal punto se va admitiendo el videocontrol como una práctica normal, que se empieza a ver por las calles a viandantes con rostro cambiado. Sus facciones se han tornado en puntiagudas cámaras de no se sabe cuántos píxeles que captan con la nitidez y precisión de su zoom las situaciones de riesgo que se supone acechan. Los que más entienden de la tribu, que ya no está claro si son los viejos o los que ven la televisión, dicen que se está operando una especie de metamorfosis, y que los pobladores más obsesos con su pusilanimidad se ofrecen gratuitamente como seres portacámaras, con objeto de facilitar las tomas por parte de los negocios de seguridad. No está claro que semejante cortejo de voluntarios siga portando en sus propios domicilios esa doble cabeza. Sin embargo muchos piensan que tampoco se la quitan porque una metamorfosis es una metamorfosis, y una vez que has cambiado no puedes volverte atrás. No haberte ofrecido. No ha transcendido tampoco qué tipo de problemas puede estar acarreando ese mirarse mutuamente la pareja con ojos de ocupación, o qué caso pueden estar haciéndoles sus hijos, o sobre el sentido del ridículo al asomarse a la ventana o el corte y consiguiente susto de la vecina al abrirla la puerta cuando les va a pedir un poco de perejil. Ellos puede que se sientan crecidos respecto a su dudosa autoestima, pero el precio de la metamorfosis es más alto que el cheque que hayan recibido por sus servicios. Sacrificios. Por cierto, ¿han visto alguno de estos ejemplares a lo largo del día? Comuníquenlo y los publicamos, es como cuando se saca la lista de los radares de la policía de tráfico.
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ResponderEliminarDecía que en mi garaje han colocado unas cámaras de videovigilancia. Cuando bajo andando la rampa veo un ojo negro redondo, como el del messenger de mi hija. Antes, cuando me internaba en la noche andando por ese largo tubo solitario (mi plaza está al fondo), a la mitad del camino me entraba el miedo y me acordaba del asesinato de un político socialista en su parking. Temía a las sombras y aceleraba sin querer el paso. Ahora, a pesar de las cámaras, sigue ahí el miedo, pero ha surgido una inesperada compañía: cuando me agobio miro a la cámara. Creo que ese es el mecanismo que explota el poder.
ResponderEliminarPD Geniales las pinturas de ese artista urbano. Pero parece que alguien ya las está profanando...Estupendas fotos.
¿Síndrome de Estocolmo respecto a la cámarocracia que impera? Puede ser. Las víctimas siempre acaban aproximándose a sus verdugos. El mecanismo que explota el poder, así es. Pues a mi lo que se me ocurre cuando me encuentro ante cámaras es algo infantil: sacarlas la lengua. Detrás habrá un "probo" trabajador de la seguridad (acaso habría que adaptar a los tiempos modernos aquello de "eres más vago que la chaqueta de un guardia") que se reirá de mi estupidez. Que me deje con mi gesto levemente contestatario.
ResponderEliminarAh y sí, la pintura me pareció trabajadísima. El ex Mercado del Borne de Barcelona da fe de ello.
Saludos animosos. Bs. Ns.
Interesante el artículo que aparece hoy en El País, titulado La ciudad vigilada. Ahí se plantea cómo las cámaras de seguridad forman parte de nuestra cotidianidad, son solicitadas por los ciudadanos y en los países donde más abundadn (Inglaterra sobre todo) han sido asumidas. Lo que no acaba de estar tan claro es de qué manera interfieren en la intimidad de cada individuo. ¿Meros elementos disuasorios? Pero ¿dónde está la frontera entre la vigilancia preventiva y disuasoria y el uso indiscrimado y para usos interesados y despóticos? La alternativa del autor del artículo se queda en que hay que hay que limitar y garantizar su uso. Pero ya se sabe que esto se encuentra en función de quién y con qué fines controle por detrás de las cámaras. Un elemento más de la técnica que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. La doble utilización de las máquinas sólo puede ser fiscalizada por el control político. Pero ¿qué políticos queremos? Un tema lleva a otro tema. Saludos y bien por tu interesante cuaderno de bitácora.
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