* Fotografía de Mimmo Jodice.
* Fotografía de Mimmo Jodice.
Para justificarles dicen algunos que estaban mal informados los asaltantes. Que estos pensaban que en cada escultura latían vidas y no solo símbolos. Que no bastaba con devastar las facciones hermosas, sino que había que prospectar dentro de la piedra, porque una cabeza bien puesta en un cuerpo de piedra era también una mente activa emitiendo pensamientos. A los agresores de capilla o de milicia se les suele disculpar diciendo que siguen órdenes. Pero aunque las siguieran, por el empeño que ponen en su labor maléfica se puede afirmar que las asumen. Que se identifican y desean hacer concienzudamente lo que están haciendo. O, mejor dicho, deshaciendo. Los pensamientos y, en general, las ideas de los que viven en esta ciudad, hay que arrancarlos de raíz. Era el mensaje último de la arenga previa a que se desatase la cacería de estatuas.
Los ejecutores sabían que imágenes e ideas son inseparables. Que en las estatuas se resguardan símbolos que definen la mentalidad. No les importaba si aquella testa representaba a un jefe, a una divinidad o a un sabio incluso. Estimaban que en cada personaje de mármol de la ciudad asaltada bullía un mundo de ideas y representaciones que había que desalojar. La encarnación del Amor, la exultante creación del Arte, la recta propiedad del Liderazgo, la incesante búsqueda de la Felicidad, la seguridad del progreso que proporciona el Conocimiento.
Los golpes secos pero certeros de los alfanjes afilados, realizados desde ambos perfiles de la cabeza, fueron levantando la zona temporal. Cada vez con mayor virulencia. Vehementes, enérgicos, en cada golpe los verdugos iban entregando su propia corpulencia. Exudando odio. Vaciándose a sí mismos de cualquier connotación piadosa o al menos tolerante. Toda su obsesión era llegar a lo más íntimo de la magnífica cabeza. Levantar el cráneo, hurgar en lo sesos, deshilvanarlos hasta dispersarlos por los suelos. No, no podemos tirar los sesos a cualquier parte, advirtió quien desde un cargo importante en la congregación de los iluminados los dirigía. Si caen al suelo, alguien puede recogerlos. Si se desparraman por una tierra de labor, pueden germinar. El océano podría ser un buen espacio, pero ¿quién nos dice que las especies marinas no hacen de ellos un uso que antes o después puede retornar contra nosotros, los justos?
Mientras el jefe dilucidaba qué hacer con las entrañas de la cabeza los esbirros seguían con su faena atroz. A medida que avanzaban en el corte, mellando sus espadones, cambiando de brazos, pues todos querían participar y todos se agotaban, más se desesperaban. El mármol iba cediendo pero dentro solo seguía apareciendo mármol. ¿Dónde están las ideas de estas figuras?, se preguntaban. Se está reduciendo el volumen y no aparece otra cosa sino piedra y más piedra. Proseguid, se les ordenó. Tiene que estar la mente por alguna parte. No puede haber desaparecido la conciencia, que es el meollo de un cerebro. Tal vez la hayamos reducido a esquirlas según hendíamos, replicaron los forzudos. Y nuestras armas están prácticamente inservibles de tanto percutir. Id a por más herramientas si es necesario, se les exigió. Pero por alguna parte se debe llegar a la profundidad de ese cráneo. No puede ser que, partida en infinidad de trozos, prácticamente reducida a una masa informe, nos gane la partida.
Por un momento la euforia con que alimentaban la hazaña pareció desvanecerse. Señor, dijo uno de los operarios del destrozo. Esta estatua no tiene fondo alguno. ¿Y si las ideas que hubiera en ella han ido desperdigándose a cada golpe letal? ¿Y si nos han salpicado a todos? ¿Y si convertidas en polvo han ido a parar al éter, al aire mismo que todos respiramos? El jefe, sometido a la duda que le planteaba su subalterno, no supo responder, mas no quiso perder autoridad. Dejadla tirada. Quedan muchas más, sentenció.
Un arma primitiva. Incluso en estado bruto, antes de que la necesidad y el ingenio humanos la transformaran en una concienzuda elaboración, ya era un objeto de ataque y de defensa. Pero habían pasado milenios de aquello. Las armas se habían perfeccionado extremadamente. Los materiales habían evolucionado. Los métodos de empleo, diversificado. Pero no obviemos nunca sus primigenios valores. Porque el primer rasgo inteligente no fue transformar la capacidad de una piedra al dotarla de una forma para agarrarla y para proyectarla. Antes, el verdadero talento consistió en acertar a elegir una piedra. Distinguir qué tamaño se necesitaba, qué filos naturales convenían para hendir en un animal o lacerar a otro de la misma especie. Cuando uno piensa en la lenta, pero progresiva, evolución de los humanos para conseguir modificar cada medio de uso y afrontar con recursos más perfeccionados el modo de ir obteniendo una comodidad superior, ¿no nos invade una dicha que nos colma de autosatisfacción? Pero qué lejos estamos ya en este siglo del uso agresivo de la piedra. Y sin embargo, como efecto de una tradición malsana e indigna, la piedra sigue siendo objeto de lanzamiento en nombre de una moral hipócrita que ignora las bondades y las libertades humanas.
Tal ha acontecido cuando los moralistas de turno provocaron a la masa en aquellos días de persecución, incitando a castigar no solo a hombres y mujeres cuyas conductas no agradaba a los predicadores, sino representando su acción en imágenes que evocaban un tiempo finito y más libertino. Yo presencié cómo la turba, en un acto mecánico y al unísono, tomaba una y otra vez piedras y las arrojaban a las estatuas, después de haber dejado un reguero de sangre de los moradores de la casa. Me vi obligado a sujetar en mis manos una piedra, acto que en lugar de producirme calor me helaba la mano, y el frío iba traspasándose a todos mis órganos. Con una piedra agarrotándome, sin utilizarla en ningún momento, soporté la acción colectiva para no ser mirado mal. Me avergüenzo ahora por mi cobardía. ¿No fui cómplice de la lapidación de unos y otros, sujetos y objetos, aunque no lanzara ni golpeara nada? Pero estuve allí. ¿No reforzaba con mi presencia al numeroso grupo de atacantes? ¿No contribuía a que los incitadores cínicos se frotaran las manos por el éxito obtenido? ¿No me constituía yo también en parte de la maquinaria represiva contra gente inocente, contra símbolos de otra cultura y otros valores, ocultando mi pensar con aquella huida hacia adelante?
Vi la sangre humana. Vi la sangre de los mármoles lapidados. Vi bullir la sangre envenenada en los rostros de los sectarios. Vi la sangre ajena bebida por la nueva clase dirigente que iba consolidándose a sangre y fuego. Vi cómo un tiempo sangriento iba avecinándose veloz y yo permanecía paralizado en aquel entorno caótico. Me di asco. No estaba de acuerdo con todo aquello que tenía lugar. Pero si no reaccionaba, ¿no me estaría integrando ya en la nueva barbarie? ¿No sería yo un salvaje más entre aquel tropel de acosadores irredentos?
De pronto abrí la mano y dejé caer sin fuerza, pero con sigiloso convencimiento, el agudo pedrusco que había sujetado un buen rato sin darle uso. Mi mano tenía también rastros de sangre. Pero era propia y yo me la había causado.
No fue objeto de expoliador alguno. La pulida cabeza había pasado por diferentes propiedades y cada nuevo dueño la había adoptado benévolamente. Su supervivencia había sido debida a que ninguna de las manos que la retuvieron veían en ella algo diferente ni incómodo. Ni el reflejo de un sistema político arcaico, ni la presión de una religión marchita, ni el corsé de un código de conducta forzado, ni el bucle de un pensamiento anacrónico, ni la propuesta de un modo de vida obsoleto. Nada de todo aquello que cada propietario de la escultura repudiaba era leído en la serena faz. Había ido pasando de padres a hijos. O de vendedor a comprador. Pero en cada transacción materializada la estatua había encontrado un hogar. Una morada, y no una simple exposición. En la última era mimada en extremo. Los visitantes podían admirarla, naturalmente, para orgullo del dueño. Pero siempre eran segundones del aprecio por la imagen. El nuevo tenedor la sentía miembro íntimo de la familia. Consiliaria de sus cuitas. Interlocutora aquiescente. Procuradora de emociones hondas y satisfactorias.
Tal vez fuese aquella sonrisa insinuante la que embriagara a todos. El hecho de que resultara tan nueva. Que expresase lo opuesto a la apariencia. Que sustituyera la endeble capacidad que tienen los humanos de manifestar sus sentimientos y turbaciones. Poseía algo que la hacía traspasar las concepciones del tiempo al uso y las ansias que ocupaban a los mortales. Un rostro que emitía condescendencia y bonhomía. Que aun viniendo del pasado no estaba permanentemente refocilándose en él, no obligando así a permanecer presos de un callejón sin salida a los hombres. La imagen era vista como una ventana al mundo por llegar. Como incentivo y reposo de las mentes inquietas. Como compañera estoica de quienes habían iniciado la curva de la ancianidad. Ah, pero también como una secreta evocadora de las pasiones seductoras, cuando no lascivas, que atraviesan la naturaleza de cada individuo.
Fue un ataque de despecho. El intento por convertirla en objeto de deseo más que de reconocimiento prendió en uno de los hijos del potentado. La villa, frecuentada por doncellas y efebos de las familias más pudientes, era un templo para la escultura pero también un campo florido donde los sátiros y las ninfas correteaban. Al menos en la mente febril del joven. No distinguía entre enamorarse de un cuerpo de mármol, que tenía todas las perfecciones y ninguno de los defectos, o de un cuerpo vivo al que no había logrado entender jamás. Ni siquiera la frialdad del material espantaba al muchacho. Por las noches la buscaba. En los días escribía poemas como un vate entregado y lúbrico. Pero en la galería próxima a donde la imagen, alzada siempre sobre un pedestal destacado, estaba situada se exhibían una serie de esculturas, ora de donceles, ora de vírgenes, cuya frescura tentaba a todas las miradas. El joven alimentó obsesivamente la idea de que la escultura le encelaba y que no le correspondía. Demasiado paisaje de juventud, belleza y sensualidad acompañaban a todas horas a la imagen empática. El chico se sentía rechazado por esta. A cada caricia ella se mostraba imperturbable. Al dirigirle la mirada le parecía que la imagen desviaba la suya. En cada palabra vertida cariñosamente percibía de la otra desdén.
Una noche no pudo más. En la penumbra del sancta sanctorum percibió la herida profunda del desamor. No te han destruido ni los fanáticos ni los guerreros ni el olvido, la dijo en un arranque despechado. Pero te vas a arrepentir de tu desaire. La bamboleó con todas sus fuerzas. Inclinó la base. Se encolerizó por no percibir resistencia ni gemido alguno. Al fin la estatua cedió, cayendo violentamente. El joven se estremeció. En parte por la pérdida, en parte pensando en la reacción que iba a vivirse en el palacio. Se envolvió en la oscuridad, fugitivo. Se vio maltratado por sí mismo. Volvió la mirada a la bella imagen destrozada que yacía por los suelos. Aquel rostro, demediado y empalidecido, seguía emitiendo una sonrisa de paz que a él se le antojó voluptuosa, y que azuzó más su ira.
Los últimos invasores se cebaron a disparos. ¿Todos eran invasores? Convenidos los asaltantes exteriores con algunos de dentro de la ciudad no se anduvieron por las ramas. Tenían localizados los objetivos. Si importante era destruir las armerías y los polvorines también lo era acabar con los arsenales del pensamiento. Porque tras aquella y otras efigies despreciadas, tras los edificios públicos en los que irrumpían violentamente, tras los lugares de diferentes cultos atacados, no había solo piedra o creencia sino sobre todo cultura. Y un bagaje de saber que incluía la controvertida filosofía, el aprendizaje de la traducción de las lenguas, los principios más elementales del Derecho, la investigación y el desarrollo científico, las técnicas avanzadas de cultivos y obras públicas y la limitada pero fructífera entente asamblearia que permitía plantear las cuestiones de administración de la urbe y afrontarlas con un acuerdo consensuado. El enemigo a batir para aquellos facciosos era el progreso obtenido hasta entonces por la ciudad, que a nadie se le ocultaba siempre precario y relativo, pero que proporcionaba beneficios a una sociedad cada vez más compleja y difícil de articular en su gobernación.
Los armados jinetes del caos que llegaban no eran diferentes a los que se unían a ellos desde el interior. Ya estos últimos habían complicado desde hacía tiempo la vida pacífica de los habitantes, impugnado irracionalmente las decisiones colectivas, agredido incluso a personas investidas por las leyes otorgadas de la ciudad, vandalizado monumentos representativos de las ideas modernas o de las figuras que las defendían. Pero al encontrarse frente a ciertas esculturas, de las que muchos desconocían no solo el valor de la obra artística sino su contenido simbólico asumido por la población, los insurgentes se vieron atenazados por el odio. El odio, materializado en ira, concluye siempre en la violencia desatada, donde ciega a la mayoría que participa en ella, si bien unos pocos saben aprovecharse del caos para provecho propio. El anciano y venerado filósofo de la urbe, que conocía tantos aspectos de la vida individual y colectiva, lo había auspiciado. La barbarie está entre nosotros, solía decir reiteradamente. Los que vengan de fuera no lograrán sus objetivos si no se encuentran respaldados por la irracionalidad traicionera de algunos de nuestros conciudadanos.
En cada descarga de fusilería contra los signos representativos del saber y de la belleza se gastaba más que una munición. Cada disparo era un paso atrás en la apreciación de la estética. Cada aroma desprendido del explosivo, una negación de las conquistas logradas por aquella sociedad atacada. Cada activación del cerrojo del arma, un golpe a los principios de la ética y de las normativas jurídicas. Cada entusiasmo aberrante de los tiradores, una invocación a la barbarie y a la carencia de escrúpulos. Tierra quemada, era la voz insensata de una adrenalina desatada que pretendía convertirse en sacra para justificar a los nuevos dueños del suelo conquistado salvajemente.
* Fotografía de Mimmo Jodice
Los asaltantes se conjuraron. Impactados ellos mismos por la tajadura letal dudaban sobre si presumir de la hazaña u ocultar el desmán. Digamos que fue un rayo, propuso uno. O que estaba ya resquebrajada, sugirió otro. O que la calidad del mármol era pésima, opinó alguien más. El más fiel a sus principios de tomarse la justicia por su mano, y nunca mejor dicho, impuso silencio. Con voz firme e intimidante avanzó su sentencia. Hemos venido a hacer esto. ¿Por qué, entonces, deberíamos avergonzarnos? Nadie va a sancionarnos por ello. ¿Acaso este golpe de tajo tiene menos justificación que los que hemos dado en otras partes? ¿O es que otros grupos no han hecho de estas y peores, y no solo con estatuas? Ya sé que antes hemos creído en unas u otras clases de divinidades, pero ahora sabemos que estábamos obligados a creer en ellas. ¿Vamos a perdonar a quienes nos sojuzgaron durante años y ahora están derrotados? No hay mejor demostración de nuestra venganza que arremeter contra sus símbolos. Porque ni siquiera los individuos que habitan en esta ciudad se deben tanto entre ellos como cuando suelen recurrir a las deidades y a las tradiciones tras las que pretenden sentirse seguros. Sin símbolos se doblegarán. Sin rostros en los que contemplarse se perderán. Antes o después acabarán aceptando nuestras nuevas leyes.
Los hombres se miraron entre sí, titubeantes y avergonzados. Los argumentos del líder de la partida no podían ser rebatidos. Pero algo latía en ellos que les dividía en su propio interior. Hemos venido a hacer lo que hemos hecho, misión cumplida. Un dios menos; lo mejor sería que lo sepultáramos bajo las ruinas, arriesgó el más razonable. El líder le lanzó una mirada que el otro percibió como cuchillada. Los arengó. Hemos venido a eliminar lo que encarnan las estatuas. A borrar la historia de quienes las erigieron. A que todos vean de lo que somos capaces con la nueva fuerza que nos guía. No solo hay que derribar sino que debemos exhibir lo derribado. Que la ciudad tome nota de su fragilidad y sepa que no hay esperanza invocando su pasado.
* Fotografía de Mimmo Jodice.
Volaron sobre la cabeza de la avanzadilla. Se abrieron paso con un silbido musical. Solo una acertó a dar en el blanco. La jabalina causó su impacto en medio de vítores de aquella tropa de élite. El sereno rostro se trastornó. La ciudad había sido tomada hacía días y los más avezados en el manejo de las armas habían sido llamados para participar en un evento lúdico que atrajera a la masa. No todo va a ser llamas y sangre, había dicho el carismático líder que guiara a los suyos a la victoria. Los escogidos ensayaban en la zona más representativa de la urbe y habían elegido como campo de entrenamiento la diezmada ágora, sus ancestrales templos, el escalonado teatro y, sobre todo, el extenso estadio. Su ejercitación tenía como fuente los simulacros aprendidos en la milicia reconvertidos ahora en una práctica mitad atlética y mitad circense que mostrara a los sometidos las habilidades de los vencedores. Pero también su talante por hacerse con el fervor popular de quienes habían padecido la invasión, aun sabiendo que podría tener escasas posibilidades de éxito dado el rencor generado entre los supervivientes.
Quien había dado en la diana de aquella diosa sobresaliente del templo no era ni el más diestro ni el más exaltado ni el más varonil. Al quedar roto de cuajo el rostro de la bella divinidad el mismo tirador permaneció perplejo. Yo no quería, pensó y calló. Él, que había visto con interés la faz de la diosa, aun sin saber lo que aquella propiciaba y por lo que era venerada, no podía creer que el daño lo hubiera causado él. Había lanzado con fuerza, pero con nula intención, el arma, solo por cumplir y no quedar en evidencia ante los suyos. Al fin y al cabo también quería participar en los juegos, no para demostrar una aguerrida valía sino para encontrar una distensión dentro de su mente, agobiada por los acontecimientos bélicos en los que había tomado parte.
No esperábamos esto de ti, le dijeron entusiasmados sus camaradas, rodeándole y dando palmadas en su espalda. Vas a ser el primero en el lanzamiento durante el espectáculo, le ordenó el alférez encargado de los entrenamientos, así que no falles. La mera idea de que para demostrar su destreza, si es que la había pues él mismo consideraba un acierto casual la tortedad causada, tuviese que causar deterioro en otras imágenes, le perturbó. Buscó una excusa. ¿Cree, mi alférez, que las estatuas pueden ser un buen objetivo a abatir? ¿No le parece que a los espectadores no les gustará que se utilicen como diana los símbolos de sus creencias? ¿No deberíamos reducir su odio? El superior se rascó la barbilla. Usted es un hombre que piensa, aunque no debería pensar sino ejecutar las órdenes sin más, y no puedo negar que es un excelente tirador. Cambiaremos el objetivo. Pondremos como blanco a los cabecillas que no han querido rendirse. El lanzador estuvo por contestarle que aún iba a ser peor. Que tan simbólicos eran para el pueblo sus caudillos como las imágenes que habían adorado. Pero pensó que tanta insistencia en llevarle la contraria podría tener consecuencias funestas para él. Hizo una señal de acatamiento ante el superior y dio media vuelta. Desconcertado.
* Fotografía de Mimmo Jodice.
Les habían ordenado acabar con vestigios de los vencidos. Hubo quien se lo pensó dos veces y demoró la orden. Aquel soldado se sintió atraído por una imagen, en pleno caos de destrucción de la ciudad. Como no podía llevársela para siempre la ocultó en un establo. Allí acudía subrepticiamente cada día a contemplarla. Se paseaba por su perímetro, la escudriñaba de frente y de perfil, la limpiaba con lenta suavidad. El guerrero ignoraba qué significaba aquella mujer de piedra. De igual modo que se sorprendía de que le sedujera tanto. Él mismo se hacía preguntas, que la estatua escuchaba sonriente y atenta. ¿Eres la viva imagen de la dueña de un hogar? ¿Tal vez representas a una de las vestales, sobre las que nos han contado que atendíais templos antiguos? ¿Simbolizas a la eterna fuente de salud? ¿O encarnas el amor delicado, más allá de otros diosecillos o faunos que solo evocaban concupiscencias? El hombre rudo se sorprendía de que aquella presencia apagara la tosquedad que siempre le había caracterizado como hombre de armas. Se admiraba, inmerso en un oleaje de contradicciones y dudas, de que se abriera en su interior una sensibilidad que no le habían enseñado jamás, sino que más bien había reprimido para no quedar en evidencia. No cesaba de buscar razones sobre la influencia en él de la escultura, a la que dotaba de encarnamiento. La inquiría a preguntas, incluso la atosigaba, ante la impávida actitud de aquel ser que, en su criterio, era cada vez menos marmóreo. ¿Es tu mirada cálida y apaciguadora lo que me impacta? ¿El estilo afinado de tu talle? ¿Las ondulaciones marinas de tu cabello? ¿La actitud serena y acogedora que parece estar llamando a quien llega hasta ti? ¿O el flujo de la palabra a punto de salir de tu boca?
Un día fue interrumpido en su cita por otro mílite. Este entró impetuoso y al ver la escena, que no supo interpretar, interpeló al adorador de la imagen. Nos han dicho que destruyamos todas las estatuas que encontremos, bramó. Así que ayúdame. Esta no, acertó a decir con contundencia el salvador de la imagen. Esta es espacial. ¿Especial?, dijo el otro. ¿Qué tiene de especial esta masa de piedra? Vamos a cumplir las órdenes. Y arreó un mazazo en pleno rostro de la dueña, la virgen o la diosa que había tras tanta dulzura. Poco le duró al mercenario la satisfacción de haber cumplido con lo dispuesto por la superioridad. Sintió que el hielo de una afilada hoja de acero le desgarraba las entrañas. Y el mazo se sumergía en sangre.
Del soldado que había ocultado a la imagen no volvió tampoco a saberse más.
* Fotografía de Mimmo Jodice.
Un testigo que no reveló su nombre lo tachó de alevoso. Llegaron por detrás, contó, y la derribaron amparados en su impunidad triunfante. Fueron varios. Tantos que se tomaban el relevo. Todos querían tumbarla. Oyó imprecaciones contra la abatida. Presume ahora de tu rostro sereno, decía uno. A ver cómo te levantas de esta, se desgañitó otro. Púdrete en la tierra como si no hubieras nacido nunca de la talla, osó alguien que parecía entender de la labor artesana. Llora ahora, guapura, imprecó un desdentado al observar la herida vertical en la mejilla de la estatua. Y así se emitió un sinfín de monosílabos despreciativos, vomitados por un griterío infame con agrio olor a ebriedad. Uno de los acosadores observó que el mentón apenas se había dañado. Que los labios seguían carnosamente enteros. Que los cabellos no tenían vestigio de haberse partido. Estuvo por señalárselo al resto de la banda. Incluso se le iluminó por un instante la frase: volvamos a levantarla para acabar con ella. Pero la dejó nonata, ahogó el pensamiento. Permaneció con la mirada fija en la parte inferior del rostro, recorrió visualmente todo el contorno de la cabeza, sintió el impulso de pasar los dedos por los labios impertérritos y deseables de la imagen. Alguien lanzó entonces un nuevo aviso. Allí hay otra, dijo. Vamos a por ella.
Caída de bruces la estatua permanecía orgullosa de haber sido lo que fue. En su recóndita inteligencia agradeció que una llamarada voluptuosa hubiera prendido en uno de los agresores. Mientras el grupo marchaba con alaridos envalentonados hacia otra parte de aquel espacio otrora sagrado aquel disidente sintió que acababa de derribarse a sí mismo. Yo te cuidaré, chapurró extrañamente dolido por una no menos ininteligible emoción.
*Fotografía de Mimmo Jodice.
Lo consiguió. Su fuerza no era suficiente para derribarlo entero, pero lo marcó. Ahora todos sabrán que tú eres el apestado, le dijo sudoroso y con rencor agudo al apartar la faca. Los dioses pueden sentirse heridos, pero se reservan el sufrimiento y demoran el desquite. ¿Qué crees que has conseguido?, respondió el generoso protector de las artes al agresor, mientras se llevaba una mano a la mejilla. Mi herida sanará y si queda huella nadie me repudiará. Algo que, sin embargo, no sucederá contigo, pues vas a ser condenado al olvido. Todas las generaciones venideras sabrán que fui atacado pero nadie sabrá del atacante. Todos seguirán hablando de mi porte y mi dadivosidad, pero nadie acertará las razones que tuvo el insignificante mortal que osó lacerarme. Pero tú bien sabes del por qué de mi agresión, aún se atrevió a replicar el necio pendenciero. Lo sospecho, pues desde hace tiempo observaba que pretendías acercarte a mí, pero tu mirada torva te denunciaba. ¿Acaso pensaste que destruir la belleza ajena iba a generarte satisfacción y mejorar con ello tu apariencia? El agresor seguía plantándole cara al divino. ¿Por qué no? De momento me ha compensado ver que no eres tan perfecto. El insuperable rio. Tu miseria es notable, pero el veneno es tuyo y su digestión será nociva. ¿Piensas que la envidia apoyada con ira va a ser un recurso con grandes logros tu existencia? Además, te has quedado corto. El arañazo no es letal ni borrará mis facciones. Y no eres capaz de volver a intentarlo porque sabes sobradamente que para hacer ostentación de cólera, si fuera preciso, no me ibas a ganar.
Del frustrado mortal no se supo más. Al hermoso herido le siguen admirando los visitantes del museo que arropan día tras día a la imagen. La marca fue una anécdota que embellecía aún más la testa.
*Fotografía del Apolo da Baia, de Mommo Jodice.
Me topo por la calle con un cartel anunciando concierto de Paco Ibáñez. Está pegado a una puerta ordinaria con cerradura y manilla. Mi primera sorpresa es que este cantautor del pasado siga dando conciertos. Me entra un doble temor. ¿Qué voz tendrá a estas alturas? No me tienta la idea de escuchar una voz probablemente harto cascada (son 90 años) y no basta la buena intención para dejarme seducir bajo el signo de mi pelo albo. Recuerdo que Brassens, que no pasó de los 60 años, ya tenía una voz más escasa y débil.
El otro temor es: ¿sentiría hoy lo mismo que en mi juventud al escuchar aquel vigor resistente de interpretación y letras que se apoderaban de nosotros? Como no voy a contestarme a ambas preguntas, propiciadas por la justa aprensión de que las cosas ya no son iguales a como fueron, me vuelco en retorcer el simbolismo del cartel sobre la puerta. ¿Se trata de la puerta que se cerró una vez en falso? ¿Es una cerradura cuya llave solo la tienen quienes no van a permitir acceder sino a quienes ellos quieran? ¿Son los períodos históricos habitaciones clausuradas o comunicantes? ¿Érase una vez que galopamos sin llegar a la utopía soñada mientras el lobito bueno era maltratado por todos los corderos, pues tal parece hoy día que el mundo va del revés? Por un momento me tentó mover la manilla. Pero ¿y si la puerta se abría y me llevaba a una estancia oscura, como premonición de lo que puede estar por llegar?
No pongo en duda que las letras de las canciones del cantautor permanecen vigentes en sus mensajes. El problema es que hoy nadie las canta y seguramente tampoco serían entendidas. Como mucho, de vez en cuando aquellos otrora jóvenes las ponemos para hacer un ejercicio de nostalgia que acaba mal. Yo, escasamente lo hago. Y mira que L'Olympia fue un manifiesto total que nos arrebató. Y mira que en asambleas que acababan a palos y en excursiones que nos liberaban de la podredumbre dictatorial las cantamos en medio de una mística interclasista y soñadora. Y mira que en reuniones domiciliarias clandestinas no pusimos poco sus discos. Pero hoy, hoy, qué miedo me da volver a escuchar a Paco. Con Brassens no me pasa tanto, tal vez porque era otra cosa; y hablando de nostalgia todavía me sacude más el francés. Y es que escuchar a alguien tan significativo de la música del tiempo lejano devuelve a la vida a los muertos, recupera a los amigos y compañeros que tomaron otros rumbos, y cuestiona la memoria. Pero la memoria no conviene menearla mucho, por si se desvirtúa, se prostituye o se traiciona. Como han hecho algunos.
Juan Marsé, al que de vez en cuando hay que volver, tiene una novela titulada Si te dicen que caí. Lo he recordado al plantarse ante mis ojos esta imagen de un centro de caridad gallego en el lejano 1937. Lejano, pero no borrado. Tal vez porque lo que vino después fue un largo manchón entre los manchones que acumulaba la historia patria desde el siglo XIX. La fotografía me sugiere explicitar un argumento de novela, pero no paso de un título. Podría intentar desarrollar un texto más o menos largo. Uno bebió muchas informaciones procedentes de gente vencedora y de gente vencida. Uno ha visto infinidad de fotografías, y hay demasiadas, sobre el entonces y el después. Uno ha leído testimonios de vivos sobre muertos. Uno no vivió el dolor directo, pero sí su continuación a través de relatos de los que padecieron, bien cual tirios o troyanos, si bien unos mucho más que otros. Y de pronto me doy cuenta de que el título que se me ocurre no es solo título. Que puede ser un relato corto y que gana en brevedad a Monterroso y su célebre y archirepetido que no voy a repetir. Mi cuento dice Que tú bordaste en hambre ayer. No, no me corrijan. No me siento obligado a respetar la letra del grupo de intelectuales de las armas y las letras oscuras, ni la música del compositor vasco afín. Que tú bordaste en hambre ayer es título, argumento, mensaje, conclusión. El hambre fue la continuación de la sangre. Por un momento me he sentido tentado a hacer otra proyección. Poner voces a cada niño y a cada muchacha falangista. Ya sé que vista linealmente la imagen hay una sola voz musicalizada. Seguramente el himno está cantado con más bravura por las adultas que por los infantes. Y a las criaturas, más expectantes al plato que a la marcialidad, las imagino balbuceando palabras ininteligibles, vocalizando a medias, mezclando lenguas. Curiosamente el neno máis pequeno es el que se muestra más aguerrido. En el argumento pre imaginado no queda claro si el babero lo lleva para el alimento que se supone va a recibir o porque se le cae la baba al llevar impasible el ademán, aunque él dice alemán. Pobre neniño, en que historia te meteron?, se me ocurre como pie de foto, al estilo de los breves comentarios que Castelao ponía a sus espléndidos y terribles dibujos de Nós.
Llevamos un cadáver dentro, un cuerpo insepulto esperando al postor postrero, y fíjate el juego que se traen estos dos términos, parecen tan diferentes y pueden ir de la mano, y aún podría añadir postración, como el efecto definitivo, la manera en que nos encontraremos algún día, y algún día puede ser en cualquier momento, pues cada jornada es una apuesta inadvertida pero aceptada como única, porque vivir es de por sí el sentido, no hay ni antes ni después otro motivo, vivir es la razón en sí misma, y la puja debe ser atender cada día, crecernos si acertamos y mermar si no atinamos, y de igual modo que no nos da en pensar en lo que no éramos antes de nacer, porque no podemos identificarnos con ninguna vida propia del pasado, tampoco deberemos hacer ficción más allá de esa postrimería, y la misma raíz de las palabras se ofrecen voluntarias, hasta para designar un tiempo o una situación, no para obsesionarnos con la limitación sino para precisamente sentirnos satisfechos del margen de posibilidades que nos brinda el hecho cotidiano, pues somos eso mismo, un hecho cotidiano y no un mero cuerpo o un neto sujeto o una ambigua persona, y la dinámica nos convierte en un hecho y en un continuo hacer, hacernos, pero ojo, no nos recreemos en la imagen de la curva ascendente, del progreso sin fin dentro de nosotros, y mucho menos en ese absurdo que el lenguaje ha inventado y que se llama perfección, un concepto convencional que ha hundido a muchos, y que resulta tan vacuo como competitivo, y si hay algo que va en perjuicio del hecho que somos es precisamente ese competir, esa pugna a varias bandas, interna y externamente, aunque muchos consideren que precisamente la competencia es el estímulo, pero ¿no se trata más bien de un término crematístico, de una manifestación de nuestra violencia interior, de una disputa incesante que nos puede llegar a enfermar?, y se dirá que incluso enfermar es parte del hecho, y que soslayarlas, la enfermedad y la competencia, es un acierto en el difícil equilibrio en medio del desorden en que nos movemos, ya sé, dirás que todas las palabras que vengo usando son gruesas, incluso te parecerán inapropiadas, tanto que pueden herir a la propia metáfora, esa reina del disimulo si no de la suplantación de las palabras, esa cooperadora de la ocultación, del no plantar cara, del miedo a la verdad cotidiana, y que nos gusta acompañar para sortear los miedos
Max, no vas a necesitar el orujo, sino más bien el botijo, aunque bien sé que cuando estás en racha anímica rara no hay quien te detenga.
Hay días, o si quieres mañanas, por la hora que es, en que no obstante el ruido y las interferencias que revolotean por todas partes, y nos envuelven, te parece que de pronto todo es silencio, como si los animales y los hombres hubieran de pronto desaparecido, como si estuvieras solo en alguna parte de un universo diferente, y para comprobarlo te obstinas en mirar el entorno, en la cocina, a las estanterías de los libros, las sábanas arrugadas del lecho, te asomas al exterior, donde las imágenes siguen reproduciendo edificios pero no movimientos, y eso te confunde más porque adviertes que el universo, o al menos su apariencia, es el de todos los días, y te preguntas ¿se habrá parado el tiempo?, ¿se habrán detenido tus días?, y esas interrogaciones me vuelven sarcástico, porque la palabra que uno deduce de cuanto no se percibe es que podría no estar ya aquí, y ese aquí en mi caso no implica ningún allí, lo cual me premia con la serenidad, y me digo o estoy o no estoy, y una segunda voz me sugiere pero estás bien, y yo, o mi primera voz, han callado, pero la segunda, esa que me ha acompañado toda la existencia, y que no es eco sino que tantas veces lleva la batuta, descubre una posibilidad, así que esto era..., balbuceo, y no sabe uno si los puntos suspensivos te hieren o te hacen cosquillas, ¿es la consecuente confusión de una mente arrancada del sueño o un punto de no retorno que se urge a sí mismo antes de apagarse?, acierto a cuestionarme sorteando la sequedad de la garganta
Max, respira un poco, ¿quieres?, le digo mientras vierto un vasito de orujo y se lo ofrezco. Es por la hora que es. Para que te despejes de tu paisaje onírico y no te hagas ilusiones. Sigues estando en este mundo. Aunque te duela.
*Grabado de Frans Masereel.
Everest. El siglo XXI aparcado. Mucho todoterreno, mucho helicóptero, mucha máquina casi metafísica, pero los rescates siguen actualizando la utilidad esclava de los yacs y los mulos. Y supongo que de los sherpas. Ha sucedido estos días. 900 senderistas -cuánto ocioso hay por el mundo- han tenido que ser rescatados al ser atrapados por una monumental tormenta de nieve. Con esos medios. En Gaza no ha habido elección donde el senderismo obligado ha sido inducido por los criminales.
Madrid. El siglo XXI infrahumanizado. El vértigo del negocio tiene sus fallos, no sé si de origen o sobre la marcha. Cuando los fallos son en situaciones de riesgo -un edificio a demoler o a construir siempre lo es- la catástrofe es inevitable. Mueren cuantro obreros -si se quiere matizar, tres obreros y una empleada técnica- sepultados en el derrumbe de un edificio del centro de la pomposa capital del Reino. Ella se llamaba Laura, española. Los tres hombres Moussa, Jorge y Diallo. ¿Sospechan por estos nombres de dónde son? De Malí, de Ecuador, de Guinea. ¿O esperaban ustedes que hubiese bajo los escombros hijos de señoritos? Si tienen dudas oreen su mente y tengan en cuenta la impura realidad ante el griterío racista de los falsos profetas.
Sevilla. El siglo XXI como si aún fuera el XX, o el XIX. Tras el desaguisado de la Junta de Andalucía en el deficiente control de las mujeres que pasaron revisión mamográfica se ha sucedido la típica cadena de negaciones, mentidos y desmentidos, insensibilidades y desprecios de las autoridades que mandan allí. Incluso parece ser que la demora en las pruebas diagnósticas complementarias del cáncer ha producido muertes que podrían haberse evitado de haberse dado un correcto funcionamiento. Un aspecto enormemente positivo: que las mujeres de la asociación AMAMA (Asociación de Mujeres con Cáncer de Mama) han reaccionado saliendo a la palestra a denunciar la situación. Frente a los políticos torticeros, que no son todos, pero abundan entre los que tienen responsabilidades de gobierno, y en Andalucía gobierna la derecha, asociarse y controlar la acción de los gobernantes puede ser una alternativa compensatoria y necesaria. Escuché el otro día a la presidenta de la asociación, me pareció una mujer que se expresaba con contundencia, argumentos, valor y decisión. Una mujer sencilla frente al maniqueísmo oscurantista de las autoridades. Las mujeres de Sevilla nos indican el camino.
NOTA. Que me disculpe John Donne (1572-1631) por utilizar los titulos de algunos de sus apuntes y escritos. Los que él tituló para unos Paradojas y para otros Devociones.
"Soy producto del Estado de bienestar que está siendo destruido. Soy producto de la vivienda social, del transporte público, de las becas, de las ayudas para tener calefacción, de los cupones de comida, de la iglesia que pillaba cerca de casa y que nos daban pan gratis. No creo que estuviera aquí si no hubiera crecido en un Estado demócrata con altos impuestos que permitieron crear una red de la que yo me beneficié.
"En 2008-2009 es cuando empecé a tener conciencia política. Creí todo lo que Obama dijo en campaña, pero cuando llegó a la Casa Blanca le oías decir que había que rescatar a estas grandes corporaciones porque no podíamos dejarlas caer. Nadie rescataba a mis amigos, nadie rescataba a mi comunidad. Siguió con las guerras. Tanto Trumpo como Obama están demasiado a la derecha. No sabemos lo que es un Gobierno de izquierdas en EEUU.
"Si eres una persona pobre trabajando y votaste por Obama y su Gobierno rescata a las empresas grandes, ves que la política no se hace para ti. Así que Trump llega y barre, y con la propaganda les pone de su parte. Es un poeta con esa frase seductora, 'volver a hacer grande América', lo suficientemente vaga para abarcar cualquier subjetividad. Si un millonario viene a tu pueblo perdido y te dice que te va a devolver la infancia el mensaje es muy seductor".
Son algunas respuestas de una entrevista que salía ayer en El País con Ocean Vuong, nacido en Saigón en 1988 pero afincado en los EEUU. Lo tiene muy claro todo. Aunque el debate podría seguirse porque no siempre todo es tan obvio como parece, pues hay que definir mucho más los porqués de las cosas. Pero da la clave del ascenso del fascismo. No sabía nada de él y veo que hay varias novelas editadas ya en España. Tal vez hoy me acerque a hojear la última, El emperador de Alegría.
¿Vieron ustedes hace unos días fotografías de ese personaje con su cruz a cuestas en una ceremonia fúnerario política de los seguidores de MAGA, en los USA? A algún disidente le faltó tiempo oportuno e ingenioso para reconvertir a la cruz, al personaje mesiánico y al público fervoroso en lo siguiente:


1. El puño ha cambiado de bando, por lo que se ve. Me ha hecho pensar en ello el gesto de un mandatario number one que recurre con frecuencia a la exhibición de un puño. No eleva el brazo más allá de su cráneo y a veces lo deja a la altura de su corbata. Como masculla con ese sonido del que hacen gala todos los autócratas convencidos y confesos y desmedidos, no hace falta dar nombres -aunque conocimos alguno de frágil voz al que no le temblaban sin embargo su firma en las sentencias letales- no se sabe bien si refuerza con su hosca palabra el gesto empuñado o es el puño el que da giro implacable y cargado de soberbia omnímoda a las palabras. A veces hace incluso movimientos de baile con el puño y su cintura, tipo la yenka, adelante, atrás, que embelesan a la legión fanática de admiradores que le siguen.
2. En algún libro sobre símbolos leo que el puño ya sale en los relieves asirios. Por más que busco fotografías de relieves asirios, que tanto me entusiasman, existentes en los museos europeos de la rapiña, no veo el puño; veo que la mano de los mandatarios empuña algo -un cetro, un látigo, una brida- pero no es lo mismo un puño que empuña un objeto que un puño que hoy se llamaría empoderado. Que cree que tiene poder aunque sea más deseo. No es igual empuñar que alzar el puño, vacío de objeto pero cargado de idea. Aunque también la idea puede, y suele ser, un objeto. En los asirios veo que se reproduce mucho la palma abierta, que ese es otra simbolismo, y no necesariamente la de los farsantes totalitarios del siglo XX o los neo de hoy. Curiosamente en los diccionarios de símbolos apenas aparece mencionado el puño, no así la mano abierta, que no se presta menos a ser exhibida e interpretada.