Los últimos invasores se cebaron a disparos. ¿Todos eran invasores? Convenidos los asaltantes exteriores con algunos de dentro de la ciudad no se anduvieron por las ramas. Tenían localizados los objetivos. Si importante era destruir las armerías y los polvorines también lo era acabar con los arsenales del pensamiento. Porque tras aquella y otras efigies despreciadas, tras los edificios públicos en los que irrumpían violentamente, tras los lugares de diferentes cultos atacados, no había solo piedra o creencia sino sobre todo cultura. Y un bagaje de saber que incluía la controvertida filosofía, el aprendizaje de la traducción de las lenguas, los principios más elementales del Derecho, la investigación y el desarrollo científico, las técnicas avanzadas de cultivos y obras públicas y la limitada pero fructífera entente asamblearia que permitía plantear las cuestiones de administración de la urbe y afrontarlas con un acuerdo consensuado. El enemigo a batir para aquellos facciosos era el progreso obtenido hasta entonces por la ciudad, que a nadie se le ocultaba siempre precario y relativo, pero que proporcionaba beneficios a una sociedad cada vez más compleja y difícil de articular en su gobernación.
Los armados jinetes del caos que llegaban no eran diferentes a los que se unían a ellos desde el interior. Ya estos últimos habían complicado desde hacía tiempo la vida pacífica de los habitantes, impugnado irracionalmente las decisiones colectivas, agredido incluso a personas investidas por las leyes otorgadas de la ciudad, vandalizado monumentos representativos de las ideas modernas o de las figuras que las defendían. Pero al encontrarse frente a ciertas esculturas, de las que muchos desconocían no solo el valor de la obra artística sino su contenido simbólico asumido por la población, los insurgentes se vieron atenazados por el odio. El odio, materializado en ira, concluye siempre en la violencia desatada, donde ciega a la mayoría que participa en ella, si bien unos pocos saben aprovecharse del caos para provecho propio. El anciano y venerado filósofo de la urbe, que conocía tantos aspectos de la vida individual y colectiva, lo había auspiciado. La barbarie está entre nosotros, solía decir reiteradamente. Los que vengan de fuera no lograrán sus objetivos si no se encuentran respaldados por la irracionalidad traicionera de algunos de nuestros conciudadanos.
En cada descarga de fusilería contra los signos representativos del saber y de la belleza se gastaba más que una munición. Cada disparo era un paso atrás en la apreciación de la estética. Cada aroma desprendido del explosivo, una negación de las conquistas logradas por aquella sociedad atacada. Cada activación del cerrojo del arma, un golpe a los principios de la ética y de las normativas jurídicas. Cada entusiasmo aberrante de los tiradores, una invocación a la barbarie y a la carencia de escrúpulos. Tierra quemada, era la voz insensata de una adrenalina desatada que pretendía convertirse en sacra para justificar a los nuevos dueños del suelo conquistado salvajemente.
* Fotografía de Mimmo Jodice

La vida de las estatuas en la antigüedad era dura. Que poca empatía, que falta de respeto. ¡Bárbaros!
ResponderEliminar