Cuando los fanáticos terminaron de cometer el sacrilegio de atentar contra la belleza, la matrona herida se contempló en las aguas mansas del río. No había porción de su faz que no hubiera resultado dañada. Los ojos, raídos. Los labios, hendidos por las marcas de un filo. El mentón, desconchado por efecto de los golpes. Diversas muescas arañando su tez. Y lo peor. Arriba, en la frente, en esa parte despejada y visible del cráneo que parece mostrar el don oculto del pensamiento y de las emociones humanas, una marca despiadada. La de un instrumento de tortura. El signo adoptado por los vencedores.
La matrona de hermosos cabellos ondulados alcanzó a ver reflejada en su maltrato el fin de una época. Ya nada iba a ser igual. Los intolerantes, crecidos por el respaldo del gran poder del Imperio, iban dejando su huella destructiva y dictando el futuro. Para confirmar su impetuosa presencia no les bastaba con difundir un relato nuevo, no menos imaginario que los de los mitos tradicionales, pero sí más efectivo para prosperar en los nuevos tiempos. Se empeñaban en derribar ídolos, porque ellos tenían que imponer y exhibir los propios. Arrasaban templos, o los reconvertían para su utilización partidista -les parecía a algunos que mantener ciertas grandes construcciones cambiándolas de sentido podía tener un efecto más poderoso que las creencias- puesto que lo que se había invocado en ellos no iba con el nuevo orden de sus preceptos sublimados. Destruían bibliotecas, porque pensaban que el saber -ese gran don que los hombres se han otorgado a lo largo de los siglos- no lo necesitaban como rector de conducta, ya que todo él emanaba, decían, de una figura imaginaria y única, patriarcal y por encima de todas las cosas, a la que nadie veía pero a la que se habían entregado ciegamente.
La noble mujer de mármol no lloró ante la acción impune que también se llevaba a cabo con otras imágenes. No se lamentó. Inclinada sobre la corriente, contemplando el propio reflejo, recordaba y lamentaba. Recordaba los años felices en que los talleres labraban testas y cuerpos con los que los mortales pudieran identificarse y proyectar su personalidad para generaciones venideras. Lamentaba el ímpetu intolerante de la nueva creencia que pretendía hacer tabla rasa de una cultura secular.
Las aguas del río pasaban ágiles acariciando el dolor sereno de la estatua. La matrona se dirigió a ellas. Si os amotinarais contra lo que está llegando, dijo con ingenuidad condicional. Si inundarais el suelo que pisan los dogmáticos, recalcó. Pero las aguas, que no entienden el lenguaje ni de las estatuas ni de los hombres, siguieron precipitándose hacia su destino. Ya había dicho un remoto filósofo de Éfeso de oscura palabra que el curso de la historia y, por lo tanto, de las vidas no se repite dos veces. Nada puede ir de nuevo hacia atrás, pensó amargamente la malherida. Las aguas y yo misma estamos abocadas a distintas desembocaduras, y la mía es fatídica.
Mientras, los acosadores, beodos de ideas enfebrecidas, sedientos por imponer ideas que proclamaban liberadoras, pero nuevos dueños de conciencias y de bienes, extendían poco a poco su dolorosa ley.

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