Todos somos hijos de la destrucción. ¿Tal vez por serlo también de la culpabilidad? Causantes o bien sufrientes de una acción exterminadora, nuestra procedencia está marcada. Basta mirar atrás, no hemos estado aquí todo el tiempo. Ni nuestros padres ni nuestros abuelos. ¿Llegaron ellos a donde vivieron como expulsados de otro lugar o como victoriosos asoladores por mor de algún ancestro anterior? No, las obras de arte del pasado no se han destruído por azar. Sino por pensamiento. Los demoledores pensaron la destrucción. La justificaron siempre con una tanda de ideas y evocaciones intransigentes pero también de intenciones que respondían con rencor exultante.
El peregrino a ninguna parte, o en todo caso a la profundidad ignota de sí mismo, se hacía preguntas y se daba respuestas de esta clase mientras admiraba a la lastimosa Medusa. ¿Qué les había hecho a aquellos gamberros la faz de Medusa? ¿Qué frustración les removía las tripas mientras aporreaban la imagen cuya visión es indestructible? Seguramente los violentos habían estado antes derribando lo que ellos llamaban ídolos. ¿Para imponer a su vez los suyos? ¿O se sentían culpables? ¿O era su incapacidad para haber logrado figuras y seres en piedra cuya belleza y medida no habían sido jamás superadas? El peregrino pensaba: devorados en un bucle de seducción y repulsión, los destructores han tenido que vivir en un desatino permanente. Pero ¿por qué Medusa tenía que pagar a su vez?
Medusa, aun siendo bella, no estaba hecha para agradar ni recrear ni exaltar a ningún humano. Su rostro, de una extraña serenidad rayana en la incógnita, podía a veces cargarse de ira. Porque Medusa es una imagen especular. Petrificaba, sí, porque mirarla era mirarse uno mismo a través de ella. No hay nada que más obture la mente de un individuo que la contemplación obsesiva de los propios defectos, la conciencia de las malas acciones, la insatisfacción por no realizar deseos, el fracaso de sus acciones perversas. Tal vez quienes la atacaron despiadamente, pensó el pregrino, la odiaban no porque representara como otras estatuas a las creencias y las ideas de otro mundo, ni a una estética inssuperada, sino porque identificaba la miseria propia de ellos. Al insistir en su destrozo se destrozaban también a sí. Intentar desaparecer la relajada actitud de Medusa, apagar la sonrisa misteriosa, pulverizar la mirada horadando sus concavidades oculares, desarbolar el perfil serpenteante de los cabellos era pretensión vana. Podían deformar el rostro, pero Medusa siempre se recompone. Temían la fuerza magnética, acaso maléfica, de Medusa porque cuestionaba la brutalidad de los actos y la manera de ser de los intolerantes que se cebaban con ella.
Ignorantes, pensó una vez más el peregrino. No sabían, que la misteriosa había entrado en ellos incluso antes de que se plantaran ante una de sus representaciones en piedra. Una vez que se la mira el alma de quien la contempla se entrega. No es Medusa quien devora al que se la acerca con malas artes, sino el instinto de culpabilidad atroz el que agobia sin límites a los mortales.
* Fotografía de Mimmoo Jodice.

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