Muchas veces me he preguntado: ¿por qué me fascina Grosz? Y me respondo: por su obra
Metrópolis, no me cabe duda. Pero esto inicialmente. Porque desde que hace muchos años la descubrí en el Museo Thyssen de Madrid, todo ha sido un arrebato. Cada vez que he vuelto al Museo he avanzado por las salas nervioso y excitado, buscando el cuadro como si se tratara de ir al encuentro de una pasión amorosa.
Difícil expresar lo que me significa
Metrópolis, cuando las explicaciones se hallan en el propio subconsciente y en el mundo de emociones. Acaso se trata de un paso más, posiblemente complementario, de la otra Metrópolis, la de Lang. Me admira esa inteligencia en vertebrar la arista que genera la perspectiva -el milagro de la farola a dos aguas, el edificio angular que nutre dos arterias- como si fuera el canto de un libro cuya lectura se precipita vertiginosa e inversa desde el interior hacia nuestros ojos. Las calles se suman en la vorágine de la vida ordinaria, premonición de la forma de vida actual y también, cómo no, del infierno. El color rojo dominante, lejos de homogeneizar o volver impersonal la imagen, la multiplica en sus efectos tenebristas y agitados. Un rojo lleno de matices, capaz de desdoblarse en claridades y de ahondar en zonas umbrosas. El cruce y caída oblicua de las figuras -los transeúntes apresurados, los vehículos y sus luces, las banderas ondeantes, los neones, la acumulación de edificios de altura sobre edificios de más altura- transmiten la sensación de marasmo sobre lo que en principio debería ser sólo ajetreo y ritmo velocísimo en los quehaceres de la gran ciudad. Como un segundo efecto, al fondo a la izquierda, se reproduce en un amarillo intenso y contrastado el mismo edificio de cúpula bizantina del primer plano. Pero esa cegadora emulsión gualda entre el dominio del rojo produce el efecto del incendio que prende en la urbe de los prodigios. ¿Se extenderá? Los rostros y las manos de algunos viandantes tocados ya por la luz ardiente así parece indicarlo.
El símbolo de Grosz sobre la ciudad no sólo alegre y confiada, sino mercantil y dominadora, capaz de acaparar poder pero también de expresar contradicción y crisis, me resulta de lo más elevado en cuanto a simbología de la ciudad paradigmática y atroz del siglo XX que ha pasado al XXI. Grosz prescinde de cualquier visión figurativa para expresionar a su manera la sensación, las sugerencias, el significado del clima social, la vorágine de la vida cotidiana. Después de descubrir esta
La Ciudad de Grosz empecé a interesarme por el resto de su obra, esa acumulación magistral de pinturas, acuarelas y dibujos donde la historia de Alemania y de los berlineses en el período de Entreguerras desborda sus pinceles, sus plumillas y sus carboncillos.
Nada mejor que hacer una pequeña selección de textos y obras. Los textos están entresacados de su libro
Eine Kleines Ja und ein Grosses Nein (
Un sí menor y un NO mayor), libro de memorias escrito ya en los años de exilio en Estados Unidos de América.
Confundidos entre el gentío, empujados por él a la vez que sosteníamos el plato de canapés y la copa de champaña, nos entregábamos al ambiente ruidoso y festivo. Saludábamos a los conocidos y señalábamos entre nosotros a los diplomáticos, estadistas y demás personajes presentes, cuyas caras conocíamos porque aparecían con frecuencia en periódicos y revistas. Los criados, ya mayores y de aspecto aristocrático, parecían muñecos bien entrenados y obedientes, casi asexuados, pertenecientes a otra época; pero nos servían con dignidad, sin que pareciera impresionarlos el cambio de los tiempos y las formas, sin levantar apenas la vista al ver cómo les arrebataban literalmente de las bandejas recién preparadas los canapés de caviar fresco. Siempre que veo grandes concentraciones de masas pienso en los insectos. Es cierto que no soy el primero en observar la similitud , pero cada vez que las veo, me vuelvo a asustar un poco. Por ejemplo, una recepción oficial: ¡qué impresionante cuadro de un enjambre de insectos revoloteantes! Los vestidos de las mujeres se parecen a las alas multicolores de los coleópteros, los fracs de los hombres semejan el cuerpo oscuro del escarabajo estercolero. ¡Y cómo desarrollan todos ese apetito voraz propio de los insectos cuando se encuentran ante una mesa bien surtida! Lo más sorprendente es la imposibilidad de apartarse de ellos. Te atraen y te envuelven y, de repente, te transformas también en un escarabajo hambriento, como los demás...
No era sólo gente joven la que andaba de un lado para otro, ocupando las calles. Había muchos que se sentían incapaces de aceptar la derrota. Otros no podían volver al mundo normal del trabajo que habían abandonado. Ese mundo había desaparecido o se encontraba en estado de descomposición, y tampoco había trabajo regular como antes, aunque alguien hubiese estado dispuesto a trabajar. En todas partes había parados. Para tranquilizarlos les enseñaban a jugar al ajedrez en lugar de darles trabajo. De cien personas, ochenta vivían de la ayuda del Estado.
De repente se presentó, en compañía de una elegante mujer, el prototipo del alemán tal y como gustan de representarlo ciertos caricaturistas franceses: un hombre con el rostro hinchado, típico del antiguo estudiante perteneciente a una corporación, que después ha seguido hinchándose para convertirse en el rostro del director general alemán, probablemente de la industria pesada, un hombre de faz rubicunda y arterias demasiado gruesas, que padece de tensión alta y tiene los ojos pequeños y enrojecidos.
En todas las esquinas se veían inválidos de guerra, auténticos o no. Algunos dormitaban hasta que alguien acertaba a pasar: en ese mismo instante empezaban a sacudir la cabeza y a sufrir temblores espasmódicos. La gente los llamaba “temblones”:
- ¡Mira, mamá, otro temblón de esos!
Todo el mundo se había acostumbrado ya a un espectáculo que en otros tiempos se hubiera considerado vergonzoso y repulsivo. Algunos inválidos empezaban a ofrecer chocolate “Wan-Eta”, de origen norteamericano, que de repente apareció en grandes cantidades. ¡Dios, cuanto tiempo hacía que no habíamos visto un trozo de chocolate! En manos de los inválidos de guerra parecía una ramita de laurel, como el que la paloma llevaba en el pico cuando volaba hacia el Arca de Noé. Era un síntoma de que las cosas habían empezado a mejorar. Se me cortó la respiración. Veía aquel cuerpo de mujer, robusto, lleno, plenamente desarrollado, que se desprendía poco a poco de su envoltura blanca. Todos los objetos de la habitación parecían estar interesados en el espectáculo. ¿Acaso la silla no enderezaba el respaldo para ver mejor? Y la lámpara, ¿no pestañeaba? Excitado y sin atreverme a respirar dejé que aquella imagen entrara por mis ojos y me llenara el alma. Estaba sofocado, pero también fascinado. De modo que así es la mujer: ¡un fruto hendido! Tenía el cuerpo lleno, era un poco más alta que la mayoría de las mujeres, y su cabello no era negro azabache, pero sí bastante oscuro. Le rodeaba la cabeza formando un peinado parecido al de la princesa heredera...Yo estaba allí como petrificado. Todo cuanto me rodeaba se hundió en la niebla, mis ojos estaban pendientes de lo que sucedía en la habitación. La mujer estaba ya medio desvestida dentro del círculo de luz. Sus calzones blancos adornados con cintitas azules, le llegaban hasta debajo de la rodilla. Aunque eran de corte ancho, se tensaban en la parte superior sobre sus rollizos muslos. En torno al talle acababan en una jarreta fruncida con cordones. Pude ver sus pantorrillas sólidas, embutidas en medias negras que se perdían en unos botines abrochados -que me parecieron diminutos- bastante altos, con una abertura en la parte delantera.