"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





domingo, 15 de febrero de 2009

A Valeria


Veinte años, más o menos. Y hoy aparece al hacer una mudanza más, entre cajas repletas de papeles y fotografías entremezclados cuyo orden no pienso recomponer. Al dar el click, pensé que los rayones del ventanal iban a eclipsar tu marcha. La hicieron más oscura, eso sí. Puede que incluso más expresiva. No fue tan torpe fijar tu imagen de desaire y huída. Me habías dado la espalda, y espalda sólo había una por encima de todas, la tuya, me dije. Fue un atrevimiento y un símbolo. Ya ves, te inmortalicé en tu pose de cólera. Si lo hubieras sabido, te habrías vuelto para golpearme. O acaso ese paso atrás te hubiera hecho permanecer. Cada ademán tienes tantas posibilidades de desencadenar lo imprevisible, ¿verdad? Como no eras partidaria de chillar gesticulabas, pateabas, encorvabas el cuerpo como si fueras a caer. En la foto no sale, pero antes me habías empujado, habías clavado con agresividad tus dedos en mis hombros, además de desgarrarme con una mirada dañina. Con las mismas palmas que por la calle rozaban el aire, tal vez lo cortaban, tan afiladas y bruscas las tenías, habías desparramado los vasos y los platos fuera de aquella mesa donde no fue posible nunca la última cena. Para qué. Me encontrabas culpable y ya me habías condenado. Nunca creíste demasiado en los juicios justos. Yo tampoco me sentí reo de nada, si quieres que te diga la verdad, lo cual resulta algo inútil porque después jamás supe de ti; o sí, miento, me contaron, me insistieron, alguien trató de hacer de intermediario, ciertas señales pretendieron una puesta en contacto, pero no quise saber. O simplemente es que ya no sabía ni podía escuchar. Yo tampoco he servido nunca para hacer del tono de la voz un ariete, y menos una catapulta. Mis iras me las tragué siempre, no sólo las mías, sobre todo las tuyas. Tal vez por eso te crecías en tus desahogos, te precipitabas en el vómito de argumentos fantásticos, impositivos, contradictorios. En todos los conflictos hay mucho de sinrazón pero también de ineptitud para enfocar su solución por las partes. Esto es lo que más me pesa, la incapacidad. Y luego el temor a no ser entendido, y luego la indecisión, y luego la dificultad de hallar las palabras precisas. Pero aunque éstas se pronunciaran con cierta aproximación, aunque el esfuerzo por salvar una vez más el agujero que se abría bajo nuestros pies y hacía quebrar nuestros impulsos afectivos se hubiera llevado a efecto, ambos estábamos demasiado débiles. A estas alturas, probablemente, tú ya no te acuerdes. Alguien que nos conocía a ambos me ha contado que has tenido otros episodios de pareja posteriores, sin demasiado éxito. También que ahora te has vuelto taciturna, que la casa de techos altos del barrio viejo te viene grande. Ni siquiera he querido preguntar por ahí si tu cuerpo ha cambiado, si tu rostro podría reconocerlo. Me queda tu espalda, entre mis dedos, que acarician la fotografía, que arañan el envejecido papel mate, que lo aprietan, que lo estrujan.

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