"Para cualquier originalidad es preciso tener el valor de ser un amateur"
Wallace Stevens, "Adagia".
Aquella violenta sacudida contada en el Génesis ha ido a misa desde el principio de los tiempos. Desde los primitivos recolectores, luego cazadores, más tarde pastores nómadas, posteriormente agricultores, más tarde manufactureros urbanos hasta este apéndice provisional de la cibernética en que moramos, la historia se ha repetido millones de veces. Ya nadie duda de que el mito de la expulsión del Paraíso imponiendo el modo (ajeno) y la manera (dura) de ganarse el pan es una condición ineludible para la supervivencia. O de respuesta biológica y perentoria, como gustan decir los monitores de la integración en los cursos de inteligencia emocional que hoy pululan en el mundo de las empresas. Y siempre una justificación tramposa también.

Pero a lo largo de las épocas, ni la obra de cada humano ha sido suficiente motivo para sentirse algo más que homo laborioso, ni a ciertos individuos les basta con ejercitar solamente el trabajo que les cubra sus necesidades elementales. Algunos, qué osados, hasta quieren desarrollar sus aptitudes ocultas. Más allá de sus obligaciones, de sus exigencias y de sus dificultades. Sin precio, sin límite, sin temporalidad.
Es verdad que, por el contrario, hay también una especie de seres que jamás haría nada que no les fuera contractualmente remunerado o reconocido de diversas maneras sin que medie una transacción; a este género de criaturas no es imaginable verlas ocupar su tiempo leyendo, participando en una asociación cívica, cooperando en un banco de alimentos o inventando algún artilugio simplemente por amor al arte.
Dice Roland Barthes en "Barthes por Roland Barthes":
"El Amateur (el que practica la pintura, la música, el deporte, la ciencia, sin espíritu de maestría o de competencia) conduce una y otra vez su goce (amator: que ama y ama otra vez); no es para nada un héroe (de la creación, de la hazaña); se instala graciosamente (por nada) en el significante: en la materia inmediatamente definitiva de la música, de la pintura; su práctica, por lo regular, no comporta ningún rubato (ese robo del objeto en beneficio del atributo); es -será tal vez- el artista contra-burgués".

Siento una pecular debilidad por ese tipo de personajes desinteresados, capaces de ocupar parte de su tiempo, de dedicar su pensamiento, de elaborar ideas, de prestar sus habilidades manuales y de canalizar sus emociones con ocupaciones entregadas y sin esperar nada a cambio. O sí, esperar como mucho encontrarse a otros como ellos que les otorguen una mínima carta de creencia. Suena a utopía, casi a irrealidad, pero los he conocido, los he tratado, y hasta me han contagiado desde lejanas eras marcadas más por las carencias y las insuficiencias que por las disponibilidades materiales. Han sido criticados por los transeuntes, ignorados por los colegas e incomprendidos por los más allegados. Y sin embargo, sus obras (por nada) se confunden con las de los profesionales (por todo), ajenos al exhibicionismo de estos, ausentes a que otros pretendan apuntearse sus creaciones, vibrantes en sus ilusiones silentes o como mucho euforizantes.
Escuchemos lo que dice Arthur Schopenhauer en su ensayo "La erudición y los eruditos":
"¡Dilettantes, dilettantes! Éste es el término de desprecio aplicado a aquellos que cultivan una ciencia o un arte tan sólo por el goce que experimentan, per il loro diletto (por el propio placer) llamados con desprecio por aquellos que se consagran a lo mismo con miras de provecho, y no se sienten atraídos hacia ello más que por la perspectiva del dinero que ganarán. Tal desprecio descansa sobre la baja persuasión en que se hallan de que nadie emprenderá seriamente una cosa si no es empujado a ella por la necesidad, el hambre o algún
instinto de este género. El público está animado del mismo espíritu y adopta el mismo criterio, de donde su respeto habitual a las gentes del oficio y su desconfianza respecto a los aficionados. En realidad, el aficionado considera la cosa como un fin, y el hombre del oficio solamente como un medio. Pero sólo aquel que se interesa directamente en una cosa, y que la practica por amor, con amore, la tomará completamente en serio. De esta clase de hombres, y no la de los mercenarios, han salido siempre las mayores iniciativas".
Después de todo, el que pone en marcha un blog y lo mantiene y lo enriquece en la medida de sus posibilidades, de su ingenio y de su prospección, ¿no cumple los requisitos de los que hablan Stevens, Barthes o Schopenhauer? El amateur, en fin, es un ejemplo más de esas manifestaciones libres y rompedoras del espíritu humano que, en medio del océano de intereses, servidumbres y apremios de nuestro tiempo, decide calzar sus pasos con una perspectiva deleitosa.
(Las manos que pelan la manzana son, una vez más, del pintor español Luis Quintanilla; las ilustraciones en azul corresponden al creador norteamericano Michael Gibbs)