¿Qué mejor estratagema publicitaria que el numerito anual del reparto escolar de premios, en presencia de todas las fuerzas vivas y sufrientes? Allá, en el Gran Teatro, puesta en escena a cargo de los profesores, de los padres, de los alumnos, de la autoridades administrativas. El coro entonando el Himno del Colegio. La solemnidad como coartada. Consenso: el centro escolar se evaluaba a sí mismo a través de una liturgia. El discurso: he ahí a los ganadores, que se diría ahora. He ahí a los mejores, pregonando el remedo de la pseudoaristrocracia de provincias. Incluso el presentador del ritual arriesgaba: he ahí a los triunfadores de la España del mañana. Proyección: el premio debía ratificar la confianza en los mismos esforzados.
Debía suponer también un ejemplo para los que no habían llegado al baremo necesario (por alguna parte había que cortar, si no los selectos no podrían ser los selectos) Y siempre constituiría una esperanza para el montón y la posibilidad salvífica para los fracasados. Yo nunca capté muy bien aquello de los premios escolares. Tal vez porque los míos eran de segunda o tercera fila, y no apuntaba a ninguna conquista espacial en mi propio planeta del futuro, nunca creí demasiado en ellos ni me sentí excesivamente afectado por el supuesto prestigio social de pacotilla que podían acarrear. Pero siempre me preguntaba: ¿serán los premios simplemente lo opuesto a los castigos? A mi me parecía que el catecismo eclesiástico seguía yendo por ahí, extendiendo su larga mano. Y que aquel principio fundamental de los buenos y malos, y su lucha atroz a través de los intermediarios celestes e infernales, consolidado a cristazo limpio como el gran argumento falso y recurrente en nuestra santa infancia, se manifestaba también a través de los repartos de premios. Más tarde, uno va reparando en que era un caso más. Que se trataba de un ejemplo, extendido ampliamente a lo largo y ancho del país, pero no el único. En lejanos tiempos se crecía entre premios por doquier: había premios a la natalidad y a las familias numerosas, al mérito al trabajo, a las hazañas heroicas y guerreras...Éste siempre ha sido un país con pedigrí en materia de premios. Algo así como el reconocimiento a lo que los más modernos de entonces llamaban emulación. La lenta puesta al día de un país diezmado, atrasado y degollado culturalmente trajo consigo nuevos modelos ejemplares. Las artes empezaron a ser más reconocidas y celebradas oficialmente, y con ellas la literatura. Cierto que los premios literarios eran más bien una creación mixta, donde había parte de interés editorial y parte de ganas de la autoridad por prestigiarse. Y como al principio eran escasos y tenían otro tono, más creíble por increíble, su relativa calidad ética fue ampliamente aceptada.
¿A dónde quiero ir a parar? A ninguna parte, son devaneos míos, sin más, porque intuyo que viene la temporada de cosecha de premios. El nombramiento de los Nobel de este año, que se van produciendo estos días a cuentagotas, revela que los Premios no son un fenómeno estrictamente español, y al menos nos quita ese complejo que hemos tenido algunos de que sólo España ha sido proveedora tradicional . A imagen y semejanza de los Nobel, el Estado español se inventó hace años el Príncipe de Asturias, y para no ir a la zaga cada comunidad autónoma que se precie ha ido generando los propios, y por efecto cascada no te cuento lo que dan de sí las provincias. El malpensado que me escuche opinará que lo que me sucede es que tengo envidia. Y que seguramente lo que oculto con este tono crítico es un subconsciente no satisfecho en las tiernas edades por el aliciente del estímulo y el ejemplo. Y podría ser. Pero cuando leo la opinión que el autor austriaco Thomas Bernhard, cuyo talento literario me merece admiración y placer, tenía sobre la concesión de los premios, no puedo por menos que carcajearme por su iconoclastia.
“Las concesiones de premios, si prescindo del dinero que reportan, son lo más insoportable del mundo, había tenido ya esa experiencia en Alemania, no ensalzan, como creí antes de recibir mi primer premio, sino que rebajan, y por cierto, de la forma más humillante. Sólo porque pensaba siempre en el dinero que traen las soportaba, sólo por esa razón fui a los más diversos ayuntamientos viejos y a todos esos salones de actos de mal gusto. Hasta los cuarenta años. Me sometí a la humillación de esas concesiones de premios. Hasta los cuarenta años. Dejé que me defecaran en la cabeza en esos ayuntamientos y salones de actos, porque una entrega de premios no es otra cosa que una defecación en la cabeza de uno. Aceptar un premio no quiere decir otra cosa que dejarse defecar en la caeza, porque le pagan a uno por ello. He sentido siempre las concesiones de premios como la mayor humillación que cabe imaginar, no como una exaltación. Porque un premio se lo entregan a uno siempre sólo personas incompetentes, que quieren defecar en la cabeza de uno y que defecan abundantemente en la cabeza de uno si se
acepta su premio. Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo como aceptar su premio. Sólo en la mayor necesidad y cuando están amenazadas la vida y la existencia, y sólo hasta los cuarenta años, se tiene derecho a aceptar un premio que lleva consigo una suma de dinero o, en general un premio o una distinción. Yo acepté mis premios sin estar en la mayor necesidad ni tener la vida y la existencia amenazadas, y con ello me hice abyecto y despreciable y, en el sentido más exacto de la palabra, repulsivo.”
(Los lagartos desplazándose es un dibujo de Escher; la Y de tirador es una foto de Chema Madoz; la pintura de los diablillos carcajeantes es de Alberto Quintanilla; el hombre con paraguas y el hombre sentado es Thomas Bernahrd)
Cosecha de premios: está bien la expresión. Yo diría más bien saturación, overbooking, desbordamiento, pasada en fin. Hasta el ayuntamiento más modesto y el ente más escuchimizado se han apuntado a poner en marcha algún certamen, concesión o dádiva de premios buscando la promoción de sus negocios y saneando "culturalmente" otros tipos de tropelías, las urbanísticas, por ejemplo.
ResponderEliminarLa parrafada de Bernahrd es de primera. ¡Queremos autores que no se dejen engatusar! Mas, ¿haberlos haylos?
Nada es inocente, todo tiene un precio, las cosas son por algo...Parecen lugares comunes, obviedades, pero ¡hay que ver cuánto gustan a los humanos los pequeños o grandes reconocimientos! Lo que es discutible es si los reconocimientos son merecidos, acordes de verdad a la labor de alguien, o son trapicheos y maneras de engañar al fisco. Piénsese que tras determinados modelos de premios institucionalizados existen Fundaciones de dudosa creación.
ResponderEliminarPropongo un concurso de relatos de premios, me refiero a que no estaría mal hacer un certamen en que los participantes expusieran sus experiencias bien en la infancia o hasta en la madurez, sobre premios recibidos: pero eso, sí, el ganador ¡no se llevaría ningún premio! Como mucho, nuestras risas. Si sale bien, otro día se podría intentar con los castigos, pero si en lo de los premios el patetismo hilarante nos invadiría, me temo que en lo de castigos la morbosidad crecería grados.
ResponderEliminar