Nunca le estaremos suficientemente agradecidos. Nos transmitió que el cine no es sólo arte en estado etéreo. Ni comercio en taquilla putrefacta. En la década de los setenta del siglo pasado la apuesta por el cine político tenía un nombre que aquí en España convocaba a los jóvenes de los estertores de la dictadura. Gillo Pontecorvo reventó la historia falseada y oculta de los colonialismos francés y español con películas como La batalla de Argel o Queimada, que tuvieron enorme aceptación entre nosotros.
Ambas fueron objeto de abundantes y enfervorizadas discusiones entre las generaciones rupturistas y, como se dice ahora, de culto entre quienes buscábamos en aquellos momentos tensos y expectantes más política que cine. Pero Pontecorvo estaba ahí para demostrarnos que ambos conceptos no tienen por qué ir separados. De hecho no lo están. Y como se suele decir tantas veces, en cine la cuestión no es si un género vale más o interesa más que otro, o si es cuestión de géneros o de autores, o si habla de amor o de guerra o de vida cotidiana anodina.
La clave reside en que una realización o es buena o es mala, no importa si se trata de comedia, de drama, de cine documental o de cosa diferente. Yo creo que Pontecorvo aportó un puñado de granos de arena inteligente y crítico. A mi, al menos, me sirvió para interesarme más por el conocimiento de la historia y prospectar con más olfato como espectador en lo que nos ofrecía la larga mano cinematográfica. Lamento no haber visto más películas suyas (Operación Ogro nunca me pareció una gran película, no obstante el tema directo que trata), y las últimas se me escaparon de mala manera, pero acaso algún día pueda tener acceso a ellas.
Mi pensamiento de esta noche no va por ahondar en las calidades del cineasta muerto hoy, algo que me supera, sino rescatar silenciosamente del cajón de la memoria personal las emociones que nos sucitaban este tipo de cine. Más recientemente he intentado ver de nuevo La batalla de Argel, pero es curioso cómo sigue afectándome profundamente el retrato de la Historia que, como bien demuestra Pontecorvo, es brutal pero también irreversible.
(Junto a la fotografía de Gillo Pontecorvo, dos fotogramas de La batalla de Argel)
A mi también me pareció La batalla de Argel un film durísimo. No sé si era el blanco y negro, pero tenías la impresión que la película iba más allá de la película, y que la realidad tuvo que ser escalofriante y abrumadora. ¿SDe ha olvidado ya todo aquello? Para eso sirven películas como las de Pontecorvo, para recordar unos y para trasladar a nuevas generaciones la memoria de los hechos (si quieren y saben verla, es otra cosa)
ResponderEliminar¿Pero existió alguna vez un regista llamado Pontecorvo? Y yo, perdiéndomelo. Y Fackel, tan de obituario.
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