"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 1 de octubre de 2024

Ecos lejanos, 13

 


No tengo mayores intenciones con usted, dijo Else. Aquella tarde el Josty estaba menos frecuentado que de costumbre. También con menos humo y vocerío. Solo le sugiero que levante el culo de su choza favorita y ejercite la vista por la Unter den Linden, por ejemplo. Quién sabe si así mejorará su miopía, no solo la visual sino la de esa otra costra con la que usted parece sentirse tan familiar y cómodo. La mirada a los tiempos y a la sociedad que reclama una conversión de sus días. 

El tono de Else me pareció un tanto clerical, se lo hice saber. ¿Todo lo que no le gusta que le digan otros lo considera usted materia de pastores y de eclesiásticos? No creo que usted piense así. Se trata más bien, sospecho, de una resistencia. No hay ningún futuro escrito. Quiero decir que nadie sabe lo que le espera ni en su propia vida personal de un día a otro. ¿Acaso usted, amigo mío, creció con certezas absolutas? ¿Disfrutó siempre de una protección que le garantizara la salud o la disponibilidad de un trabajo o salir indemne de la guerra? No, tuvo que arriesgar siempre. Unas veces eligiendo por su cuenta, otras acatando. Porque el individuo nunca es libre, ni por naturaleza ni mucho menos por la idea absurda de resultar creación de un ser superior. Pero debe intentar serlo. La libertad es un descubrimiento siempre pendiente, que se espera obtener a través del rodaje de la vida. No pasa de ser un fruto del deseo crecido dentro del hombre, del que se espera que sea fecundado por la experiencia. Una bondad a la que se aspira no para imponerse a otros hombres sino para colaborar con ellos. ¿A usted le enseñaron a contribuir con los demás en los afanes comunes o le obligaron a someterse a ellos? Participar de lo colectivo, incluso en la propia familia, puede ser una tenaza si solo responde al orden social, que es tanto como decir a su rector el Estado. Pero si todos descubriésemos que lo más pequeño que hacemos con voluntad propia y afán desinteresado en nuestros círculos íntimos está vinculado a espacios amplios donde saben encontrarse con armonía los humanos, nos elevaríamos de nuestra insignificancia y superaríamos nuestras frustraciones.

Else se detuvo. Como si fuese consciente de que su imparable perorata, en absoluto malintencionada, había sido en exceso precipitada y, por supuesto, extremadamente sintética. Bebió de mi licor de cerezas y se relamió. Contemplé por inercia, pero enajenado, el perfil de sus labios, y sentí cómo me recorría una ficción voluptuosa y acosadora. Ella hizo un gesto para que siguiera atento a sus palabras. No le había pasado desapercibida mi evasión. Instintivamente me acaricié la barba, un gesto de autodefensa, una costumbre inducida por un instante de desconcierto, o de perplejidad.  

He sido demasiado categórica, dijo. Pero no se quede callado o me beberé de un trago lo que queda en su vasito. ¿Qué piensa? Entiendo el empeño idealista que pone usted en hallar esperanza a la situación en la que nos encontramos todos, dije con una formalidad tan fría como desinteresada. Se dio cuenta, intervino. Dejémoslo. No hablemos más por ahora de mis inquietudes, que son participadas por muchos otros. Pero insisto en que recorramos la alameda de los tilos o cualquier otro espacio que no sea el Josly. ¿Nadie le ha arrancado nunca del Josly? ¿Nadie se ha atrevido a levantarle del café y sus lecturas, rompiendo a lo salvaje su costumbre?

No sé qué extraño efecto tuvieron aquellas palabras que me puse en pie inopinadamente. También Else se sorprendió. Me colocó bien el cuello y las solapas del abrigo. No parecía la misma del atronador discurso de hacía un rato. Dejémonos llevar por el ritmo decadente de las luces, sugirió.



*Ilustración de Barbara Yelin