El paraíso nunca existió. Épocas de bonanza y paz las habrá habido en todas las sociedades siempre, siquiera por tiempo limitado o breve. En tantos casos muy breve. Porque la guerra, la devastación, la hambruna y los desastres, naturales o forzados por mano humana, han sido una constante. Y cuando esta se interrumpió por algún tiempo, quedó su sombra. El temor a su retorno de penuria. Y probablemente esos tiempos más concretos y positivos fueron recreados por la mente humana, en sus primitivas mitologías, generando la idea ansiada de un edén donde todo fue perfecto, armonioso, de buen entendimiento y de alcance de bienes naturales que aportaban la satisfacción. El mito como necesidad psíquica frente a la crudeza de la realidad, de la lucha por la vida, del enfrentamiento con la naturaleza física y con la naturaleza humana, la de los otros seres. Desde las culturas mesopotámicas u otras mesoamericanas o la hebraica, que parece que es la que más cunde por su Génesis, la referencia al paraíso está ahí. A veces pienso que el verdadero paraíso es el esfuerzo humano. La capacidad por aprovechar recursos y levantar espacios de hábitat y de trabajo. Por inventar sistemas de convivencia, desde las leyes y las asambleas hasta los diálogos más humildes. Todo sujeto a una evolución y cambio permanentes que deben ser corregidos, en aras a la satisfacción mayoritaria.
Tibulo (54-19 a.e.c.) ya parece hacerse eco del tan anhelado como incierto edén en sus Elegías:
"¡Qué bien vivían en el reinado de Saturno, antes de que la tierra se abriera a largos viajes! Aún no había desafiado el pino las azuladas olas, ni había ofrecido a los vientos la vela desplegada, ni el marinero errante, que busca riquezas en tierras desconocidas, había colmado la nave de mercancías extranjeras. En aquella época, el fuerte toro no soportó el yugo, ni con su boca domada tascó el freno el caballo; ninguna casa tenía puertas, ni se hincaron mojones en los campos que señalaran las fincas con linderos precisos: las mismas encinas destilaban miel y espontáneamente ofrecían a las gentes despreocupadas que se encontraban al paso sus ubres llenas las ovejas. No había ejército, ni disputas, ni guerras, ni el cruel artesano había forjado espadas con odioso oficio.
Ahora, bajo la tiranía de Júpiter, muertes violentas y heridas siempre, ahora el mar, ahora, de repente, mil caminos de muerte. Perdóname, padre Júpiter. Temeroso de los dioses, no tengo por qué asustarme de perjurios, ni de blasfemias proferidas contra los dioses sacrosantos. Y si ahora ya hemos cumplido los años fijados por el destino, haz que una lápida se alce sobre mis huesos con esta inscripción: Aquí yace, víctima de muerte cruel, Tíbulo, mientras a Mesala seguía por tierra y mar".
Tibulo, Elegías. I. 3, 35 et alii.
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