Si aquellos rubíes brotaban de sus venas solo lo pueden saber los labios que hayan recorrido cuenta a cuenta el curso de su caída, allí la cadencia de cada gota granate se mezclaba con la leve humedad que se había ido depositando desde el otro lado, allí en el hueco óseo, donde la profundidad del barranco causado por el perfil de sus hombros no advertía fondo, había un remanso de concupiscencia contenida, y los labios ajenos, aún resecos y agrietados por una carencia anterior, sorbían como si de un hontanar se tratase, refrenando su avidez, y la piel toda se reblandecía al contacto del amante, y en la extensión de la clavícula uno y otro se sentían receptores de una única fuerza telúrica, emergiendo y desplazándose como si en la espera de las entrañas de ambos no hubiera existido tiempo, como si la naturaleza de la que estaban hechos hubiera estado compartida con la lágrima mineral y la arcaica saliva de las plantas más primigenias, porque cuanto circulaba en sus corrientes hemáticas se crecía con la textura de los cristales de roca y con la sustancia de las savias más puras, y había todavía más en el bailoteo de las esferas, sonaban voces viejas hablando lenguajes que aun dispares participaban sentimientos comunes, intercambiando emociones recreadas, lejanas declaraciones de pasión, turbulencias de encuentros y desencuentros, suspiros entrelazados con invocaciones, ayes despiadados traicionando la conciencia del instante, y solo había que detenerse, aguzar los oídos, contener el resuello, distender el nervio que recorre el cuerpo en todas las direcciones, permanecer como solo los muertos quedan, con la atención a lo inesperado, con la expectación ante sugerencias imprevistas, bordeando las incógnitas del placer.
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