"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 21 de septiembre de 2024

Ecos lejanos, 10

 



Hoy he entregado a la mujer un texto que me rondaba desde hace días. Léelo luego, cuando nos hayamos ido, le he dicho. ¿Y si prefiero leerlo ahora?, ha replicado arrebatándome el folio. Se ha apartado. Me ha dado la espalda. No sé si ha repetido la lectura o contemplaba a las cornejas.   

Una vez bebí de la fuente y probé de la tierra. Deja que hoy esté también cerca de la materia transparente. 

De niño me acercaba a aquella roca en forma de plato por donde se filtraba el manatial, tan leve como prístino. Al ras de sus bordes sorbía una pureza hija de las entrañas de la montaña. Me empujaba la sed, me apremiaba el calor del estío. Me desbordaba la frescura que se deslizaba por el interior de mi cuerpo. Como un aborigen primitivo postrado ante la humedad natural estaba a mi alcance la posibilidad de saciarme. Pero siempre quería más, y volvía una y otra vez a aquel cuenco que filtraba su don oculto para mí. Solo mucho tiempo después sentí lo mismo contigo, un ejercicio no menos natural. ¿Echaste en falta alguna vez mi sed que no acababa de apagarse?

Una vez, también en la infancia, caté los frutos violáceos de los matorrales que crecían por las riberas. Haz que su dulzor asome ahora a mi boca que no ha perdido la memoria.

La maleza era espinosa. Su tejido, un laberinto. Las bayas competían en sabor. Del dulzor a la acidez enseñaban a la criatura a distinguir y encontrar su valor. Aprendía en cada sapidez. Me educaba en el gusto. Me reconocía en la medida y el tiempo porque para saborear lo frutal hay que detenerse y olvidar. Sentarse bajo la fronda, ahuecar el espinar, acostarse junto a los juncales. Solo el aire escurridizo. Los olores de la tierra. El murmullo del regato. La ausencia de sonidos humanos. Entonces abrir los labios al fruto y ser tomado por él. Cuando tú eras agua y tierra y brisa y parada para mí volvía a reencontrar la frutalidad en sus propiedades exactas. ¿Comprendiste que el apetito era el instinto que no cesaba de desbordarnos?

En la privación de ti quise renacer desde la memoria y me convertí en raíz.

Siempre serás tú, dice mientras se da la vuelta y sostiene el papel. Sabes cambiar y a la vez estar en el mismo sitio, ¿cómo es posible? Ven, y me señala la ventana, contemplemos a las aves que saben de inviernos más que nosotros. Acaso ellas tengan respuestas de las que nosotros carecemos.




*Fotografía de Inés González 

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