Al grito le acompaña un gemido agudo, áspero. ¡Padre! Como un corte de hoz seco. Y es que hoy ha muerto padre. Le hemos puesto el traje de los domingos. ¿Cuántos años tiene este traje?, ha preguntado una de mis hermanas, la única que vive en la ciudad. Lo conservaba bien, ha terciado la pequeña, se le ve impecable. Está más señor que nunca, suelta otra, más gélida que una noche de invierno serrano. No me canso de mirar a mi padre muerto y no le veo como cadáver. Yace alguien que no es mi padre, aunque algo de él reconozca en ese color macilento y en las facciones huesudas. Creo que no guardaré este recuerdo. Para qué. Lo expulsaré de mi cabeza si alguna vez me viene. Dentro de mí aún sigue viviendo mi padre. Me toma de pequeña y me agita balanceándome mientras yo me rio. Me da a escondidas una modesta propina para que no quede por detrás de mis amigas. Nos ponemos por las noches a deletrear juntos lo que me van enseñando en la escuela, aunque creo que con él aprendo más. Me riñe si no he ido con las demás a la fuente, pero más que nada lo hace por mantener el tipo ante las mujeres que le señalan por ser demasiado condescendiente conmigo. Ha hecho de mí su cómplice y yo guardo algunos de sus secretos. Incluso me previene contra un mal matrimonio y así estoy yo, fresca y cada vez más dueña de la casa paterna, donde no cabe varón. Aunque el dicho favorito de las habladurías de pueblo trate de zaherirme con lo de mira que se te pasa el arroz, sé que en el fondo me envidian. Que todo se sabe en una aldea y hasta las voces bajas suenan para muchos oídos. Las casadas que más alardean de matrimonio son las que más tienen que callar. Empezando por madre. Madre le dejaba hacer a padre, muy a su pesar, porque sabía que la cabra siempre tira al monte. Tiraría, pero en casa nunca faltó sustento. Ni interés por nosotras sus hijas. Si faltaba dos o tres días de casa madre estaba de mal humor. A la vuelta, padre ponía sobre la mesa el rédito de sus gestiones de modesto tratante de ganado. Madre entonces disculpaba ausencias, si estas habían sido fructíferas. Que no siempre lo eran. Ha habido tantos malos años...¡Padre!, resuena de nuevo en medio del silencio aquel reconocimiento que se desvanece. Probablemente se desvaneció hace tiempo, cuando su presencia era una mera figura que no decía ni chitón. Miro ahora a padre que ya no es padre ni es hombre y me siento una privilegiada por su acogida conmigo. Mis hermanas no pueden decir lo mismo. Con ellas fue severo. Había heredado la miseria y con su esfuerzo había alcanzado al menos cotas altas de la estrechez. Teníamos lo justo y padre siempre temió a los tiempos, que es tanto como decir a las carencias. También a los hombres que desprecian a otros hombres y se benefician de su esfuerzo. Huye siempre de esa clase de individuos que se nutren carroñeramente de otras vidas, me aconsejaba. Miro las manos de padre. ¿Cómo las observarán mis hermanas? Como manos conminatorias, tal vez. Nunca descargó su ira con las manos sobre ninguna de sus hijas y menos sobre madre. Pero las manos de padre siempre dibujaban en el aire señales que aprendimos a interpretar. Unas las acatarían y otras buscarían las vueltas. Yo soy la única que tiene sus manos. Él sabía que al heredar sus manos había traído conmigo su talante. ¿Pero eso se recibe por las buenas o se cultiva con el trato? No sé. Su discreción no le permitía expresarlo con claridad, pero a mí no me quedaba duda alguna de que era su ojo derecho. Acaso por eso yo salía en su defensa cuando era malinterpretado y se aliaban todas las otras contra él. ¿O era a la inversa, que precisamente por salvarle la cara en tantas ocasiones me atraía más hacia sí? Van llegando familiares. Caen más vecinos. Hay lloros sinceros y lágrimas aparentes. Voces tenues. Murmullos. Rezos. Debo estar preparada por si a alguien, antes o después, se le ocurre sacar trapos sucios de padre. Yo soy padre ahora y defenderé su vida. No, el cadáver no me interesa.
(Fotografía de W. Eugene Smith. Escena en Deleitosa, Cáceres, 1950)
Padre sabía que la pequeña era la menos atendida, su madre tenía mucho trasiego en una casa tan habitada y delegaba en sus hermanas mayores el cuidado de la peque, que quedaba bastante descuidada en su atención. Suerte tenía que entre viaje y viaje, padre se percataba de esas carencias y las compensaba en la medida que podía.
ResponderEliminarLas preferencias suelen ser también menos racionales y las razones o inercias de los padres para tener hijos ocultan visiones diferentes cuando no enfrentadas.
EliminarPor las fechas que se le supone a la historia, digamos que los hijos venían sin más, no era una cuestión de previsiones.
EliminarPues más o menos, con la consabida versión: los daba Dios.
EliminarUn texto excelente, como siempre. Las relaciones entre padres e hijos son un tema muy habitual y a la vez muy especial.
ResponderEliminarCuando uno muere, las preguntas se multiplican.
Besotes.
Y duran y duran las preguntas y pocas veces se obtienen respuestas satisfactorias.
EliminarHay padres y hay progenitores.
ResponderEliminarEn casa escaseo lo primero.
Salut
Eso debe marcar para toda la vida.
EliminarUna vez, una familia gitana solicitó mis servicios para documentar gráficamente el velo de una matriarca que había fallecido. Fue una experiencia de difícil olvidar al mínimo detalle. Al parecer habían recorrido la ciudad en busca de fotógrafo y no aceptaban el trabajo. Fueron muy agradecidos.
ResponderEliminarLas fotografías, mas allá de lo macabro, resultaron muy hermosas, a color y con las luces de las velas.
Me sentí como la reencarnación de Eugene Smith.
Los fotógrafos por regla general conservamos los negativos de nuestros trabajos, pero esta vez, tuve que venderlos. Creí más prudente no discutir.
Puedo decir, que la matrona no tenía la misma cara de paz que aparece en el cadáver de la foto de Eugene. La mordaza que le apretaba la mandíbula ayudaba muy poco. Pero quizás de aquellas fotos, lo que era curioso y destacable era el brillo de los anillos y collares, tanto de la difunta como de los familiares. Con las velas era un brillo muy especial.
En fin, anécdotas.
Qué interesante experiencia. Sí, la mordaza en plan dolor de muelas se llevaba en las primeras horas, luego en la exposición del cadáver -qué se hacía en los domicilios particulares, y ello tenía una carga emocional y sentimental importantes- muchos muertos ya no la llevaban. Todo dependía del tiempo que transcurriese. Los rituales ancestrales, que han pervivido hasta hace pocas décadas, tenían su significado íntimo. El domicilio de la vida implicaba el domicilio de la muerte. Yo aún conocía unos cuantos casos. Sé que hoy no gusta el ritual del comienzo del duelo y que no se lleva en las casas. Que todo se ha vuelto de urgencia. Que nos persigue la idea de que hay que alejarse de una muerte y un difunto como si por eso nos alejáramos de la muerte que un día nos llegará a todos. Tanta asepsia el presente es lo comúnmente admitido en esta cultura remodelada, pensada más en el consumo que el sentimiento. Así se hacen de ricas las funerarias. Y todos hemos entrado al tapo. La muerte no está bien vista y hay que precipitar el post y huir de formas e imágenes. En fin, sobre el tema podríamos hablar largamente. Hay multitud de anécdotas.
EliminarLa luz de las velas despierta unas áureas muy especiales.
EliminarRecuerdo el velatorio durante toda una noche en casa, cuándo murió la única abuela que conocí.
La muerte se mantiene oculta. Ahora se hace todo deforma rápida y aséptica.
Yo también el velatorio de mi abuelo. Más allá de las visitas a la casa lo que venía después. La carroza de caballos, en otros casos a hombros, etc. Con una tía que había sido muy apreciada en su ciudad y acudió mucha gente fue espectacular el paso de personas, el montaje teatral de una habitación que se desalojó para colocar un telón y cirios y un cristo enorme, en fin, y yo me colaba de niño a cada visita. La muerta estaba allí pero empecé a ver qué tenía el ritual formal de espectáculo, y mira, me ha venido bien para comprender un poquito más a los humanos.
EliminarAhora creo que hay más pánico que nunca al hecho ineluctable. Antes, la precariedad, la miseria, la estrechez, los riesgos de supervivencia y las malditas y cercanas guerras hacían de la muerte una presencia cercana.
De otra muerte y vista desde otro plano, trata mi última entrada en mi blog.
EliminarLuego voy, que ahora ando a la carrera.
EliminarDespués de la muerte solo queda inerte la cáscara vacía de lo que fuimos. Lo otro, lo verdaderamente importante, lo que nos hizo ser lo que fuimos, quedará vivo en quienes nos amaron. Sólo en ellos, mientras nos recuerden
ResponderEliminarEl cascarón o la cascarilla, según el volumen que haya tenido un individuo en vida. Permíteme el sarcasmo y de humor negro en una serie negra. Pues sí, no solo la memoria sino el aprendizaje, por no decir los caracteres que heredamos así tal cual de ellos, y que sirvió para hacernos creo que es el mejor legado de otros que nos precedieron.
EliminarRecordo o meu Pai como sendo uma pessoa feliz, alegre. Não aquela pessoa que partiu num dia quente de Julho. Ás vezes, tenho pena de não ser tão alegre e tão feliz como ele. Talvez tenha herdado isso da minha Mãe...
ResponderEliminarUm texto excelente como sempre...
Beijos e abraços
Marta
Tanto del padre como de la madre heredamos mucho. Caracteres, estilos, modos de comportarnos, actitudes ante la vida, rostros y cuerpos, etc. Nacer ya es venir con un bagaje. Si a ello se añade posibilidades económicas pues ya es mucho. Otros ni eso. Un abrazo.
EliminarQué buen texto, el momento es amargo y duro, y sin embargo desde la mirada de la hija me parece por muchos detalles, íntimo y amoroso. Magnífica la reflexión sobre las manos y es que tengo visualizado el amor en las manos, tú has puesto en ellas también, así lo interpreto, la autoridad. La foto es también impresionante. Me has alumbrado diferentes momentos de la infancia, uno de ellos mi primer velatorio, cosa que de corazón te agradezco pues me traído a la memoria el amor de mis abuelos paternos. Tendría unos tres o cuatro años y como todavía no iba al colegio pasaba largas temporadas con mis abuelos en el pueblo. Una noche de noviembre en lugar de quedarnos en casa, como de costumbre, dormida en los brazos de mi abuelo al calor de la chimenea, mi abuela me puso el abrigo de lana de cuadros rojos, recuerdo sus manos, como las recuerdo cuando me trenzaba el pelo, abrochándome bien los botones porque hacía mucho frío, vamos al muerto, me dijo. Y nos fuimos al muerto, un vecino que estaba así como el de la foto, con la misma cara, acostado en una cama muy grande, en el centro, justo debajo del crucifijo. Recuerdo perfectamente la estampa. Algunas mujeres vestidas de negro como en la foto lloraban y los hombres bebían y conversaban en otra habitación. En el pueblo todas las tardes las campanas tocaban a muerto, era algo cotidiano.
ResponderEliminarPues tal como dices, por todos los rincones de pueblos, villas y ciudades de España. Cito a nuestro país por la cercanía, porque en otros ocurría más o menos lo mismo. ¡Padre! era el grito pronunciado con mayor o menor desgarro por hijas del difunto. Si era la madre la invocación dura y angustiosa era ¡Madre!. Pero por el rol de autoridad y hacedor de medios de subsistencia que le otorgaba la sociedad tradicional lo de padre suponía no solo una invocación dramática, sino el miedo al abismo. Muchas familias, dependiendo de la edad del muerto, quedaban a oscuras en su subsistencia si fallecía el padre. Esta fotografía me impactó desde la primera vez que la vi en gran tamaño en una exposición en Madrid sobre la obra de Smith. Es la España Negra, que en sí misma resume y condensa la esencia de una sociedad arcaica pero con sus códigos de conducta y de moral que habría que considerar objetivamente. Yo también presencié con seis años este ritual inicial del duelo, el velatorio, de mi abuelo paterno. Con el que estaba muy unido. Sin embargo, la capacidad de sobreponerse del niño, o bien la perplejidad, o bien el aparato de ayes y llantos de la familia, no me trastornaron sino que me inocularon la curiosidad. Aún recuerdo a una tía cogiéndome y diciendo: dale un beso al abuelito. Mientras yo aproximaba y supongo que daría el beso a un rostro en calma que reposaba en el ataúd. Desde entonces comencé a conocer el significado de los objetos que había en torno a la defunción y al enterramiento. Ya digo: en el caso de la muerte de un hombre mayor era un drama asumible y esperable. En el de un padre en pleno vigor y cabeza de familia suponía una tragedia. De la cual la mujer y los hijos también se sobreponían. La vida cambia cada día, Esther, o al menos potencialmente puede cambiar en un ¡zas!
EliminarImpresionante foto. Las miradas lo dicen todo.
ResponderEliminarLos que hemos pasado por ese trance -me refiero al de los hijos que ven morir a sus progenitores- guardamos muy dentro, en nuestro saco de recuerdos, los momentos buenos, los aciertos, y desechamos lo que no nos va a servir ni de consuelo ni de aprendizaje, que de todo hay.
Un saludo.
Poco a poco voy reincorporándome a mis quehaceres de bloguero.
Bienvenido a tu reincorporación, Cayetano. Sí, esta fotografía es un paradigma. España era así ante determinadas circunstancias. Y un hombre de Tucson, Arizona, Eugene E. Smith, llegó justo a tiempo -just in time- para captar el alma de esta tierra que nos entraña y a veces nos expulsa.
EliminarLa primera vez que vi esa fotografía (Velatorio español) quedé impactado por todo lo que hay en ella. Pude verla en una exposición que se hizo hace ya unos cuantos años. Tanto quedé impresionado que, como tú, escribí un relato que ya he perdido.
ResponderEliminarLa fotografía cuenta mucho, pero la historia que tiene detrás, también. El hombre había muerto de gangrena y su nieta (la mujer central de la imagen) tuvo una "relación epistolar" con un norteamericano que se enamoró de ella al contemplar la imagen. Una relación epistolar que no terminó bien para esta mujer: su novio rompió relaciones con ella por las habladurías del pueblo. Toda la presión social hizo que terminara emigrando a Cataluña a trabajar. Nunca se casó.
Un imagen que recogía la vida pero que tuvo una influencia en la propia vida. Viaje de ida y vuelta de la realidad al arte.
Pedro, no conocía esa versión post. ¿Dónde puedo hallar más detalles?
EliminarIda y vuelta, el eterno devenir y a la vez retornar.
No sé si el autor coincide con el razonamiento de la protagonista, pero yo me siento identificada y agradecida diría y hasta liberada como ella, leyendo tu relato.
ResponderEliminarDigo liberada, porque cuando murió mi madre, no pude poder estar presente en su velatorio, ni asistir a su entierro.-sin que ninguna causa exterior me lo impidiera- porque también sentía, como la protagonista, que no era mi madre la que estaba ahí y que yo me había ido con ella a ese otro mundo misterioso... Y fíjate que me di cuenta,que nadie de mi familia o de mi entorno, habían comprendido mi actitud. Lo sentía, aunque nadie me nadie me haya dicho nada nunca. Y por eso me he sentido durante años, culpable de algún modo y hasta de no llegar a comprenderme.
No sé si me explico, pero te repito que leer tu relato, me ha ayudado a entenderme un poco mas. Gracias, Fackel
El autor del texto se desdobla desde uno de sus magmas y hay sinceridad en el enfoque, te lo aseguro. Evidentemente aquella actitud que tomaste es extraordinaria e inusual -te pondría a caldo el resto de la familia et alii- pero estabas en tu derecho a reaccionar como surgiera dentro de ti. Peor es la formalidad, perdón, el formalismo más bien, cuando se obra por el qué dirán o por presiones y no se siente algo. La cuestión de la culpabilidad -y perdona que me meta, no juego a psiconada ni a confesor- me remite a la gran influencia que ejerce sobre nosotros la familia del entorno y, a veces, el precio de las cosas. Obraste probablemente con libertad íntima, no sé si hoy harías lo mismo, porque todos cambiamos y restamos importancia a los gestos personales. Yo también he dejado de cumplir con ceremonias, ritos, rituales y compromisos en ocasiones y críticas he recibido en ocasiones. Te diré como añadido a todo esto que resulta mucho más divertido recordar y convivir mentalmente con los padres, por ejemplo, años después de sus muertes. Somos demiurgos con nuestra imaginación de una especie de permanencia de sus vidas en nuestra mente, por ejemplo, pensando qué haría mi padre si tuviera que tomar la decisión que tengo que tomar yo ahora, o cómo amaría mi madre respecto a los sentimientos que mantengo interiormente, etc. La distancia del tiempo transcurrido desde su vida nos hace tenerles en cuenta. Mejor homenaje ese que ir al cementerio o levantar una lápida o una plegaria a los dioses lares como hacían los romanos. Pero cada uno sabe, y hay quien odia incluso a sus padres y ahí ellos sabrán. No es mi caso.
EliminarRealmente cuánto podríamos comentar sobre este asunto. Pues si el relato te ha servido me alegro bien alegrado, pues.
Estas costumbres se perderán... (aquí viene el monólogo del replicante de Blade runner), y se sustuiran, bueno ya se han sustituido, por tanatorios de vidrio y mármol, atendidos por personal de trato exquisito.
ResponderEliminarTambién en aquella época era diferente en los pueblos que en la ciudad. De pequeño fui al pueblo por la muerte de mi abuela. Sólo recuerdo una imagen de la habitación. Era el día de reyes. Los juguetes los recibí el día 8. Un "Electro L".
Me ha chocado lo de heredar las manos.
No conocía la foto, a pesar de que por los comentarios debe ser famosa. Yo ,cuando la he visto, pensaba que era una escena de una película de Dreyer.
Saludoss Fackel
Pues podría haber sido perfectamente de Dreyer. A mí también me dejó impactado. ¡España en 1950! Luego fui recordando que en mi infancia aún vestían de modo semejante, las mujeres de edad provecta cubiertas más o menos como las musulmanas. ¿Sorprendido? Esta fotografía es un verdadero cuadro plástico. No se necesitan más colores. El contraste llega de la escasa luz tenue. Los gestos son graves. El muerto no es lo más interesante, sino las mujeres perdidas en sus pensamientos y observaciones. Es fascinante. No sé si la foto es célebre en el mundo de las imágenes icónicas -lo es más la de Capa y el soldado que cae en el frente- pero es paradigmática para la reflexión sobre la vida y la muerte. ¿Qué habría dicho Dreyer? ¿La habría conocido Bergman?
EliminarGracias, G.
Fáckel:
ResponderEliminaruna hija agradecida.
Uno siempre se pregunta cómo nos verán nuestros hijos cuando faltemos.
Salu2.
Buena pregunta, que nos lo cuenten después,
EliminarM'agrada molt aquest final. Jo també defenso sempre el meu pare, i és on emmirallar-me quan vull saber qui em convé.
ResponderEliminarPer altra banda, m'agrada molt també aquest tros: "Aunque el dicho favorito de las habladurías de pueblo trate de zaherirme con lo de mira que se te pasa el arroz, sé que en el fondo me envidian". Voler ser el que ets és la primera norma per ser feliç.
Como uno no tenga claro el estado que desea seguir va a ser muy negativo. No hay que dejarse llevar por normas ni habladurías ni usos y costumbres, y menos en sentimientos que acaban cediendo a la imposición de una forma de vida que pude salir bien o mal.
EliminarEl padre, a medida que pasa el tiempo de su muerte, es una de las referencias con la que a veces apetece establecer coloquio.
Perdóname, Helena, perdóname, ignoro por qué se me pasó responder a tu comentario. Algo o alguien me sacaría del blog inopinadamente.
Un texto muy interesante. Hay hijos que sienten el fallecimiento de su padre, otros, en cambio, respiran aliviados. Lo cierto es que has sabido reflejar las profundidades psicológicas de esta relación padre hija con mucho acierto.
ResponderEliminarFelicidades
La muerte del padre o de la madre siempre es de sentimiento muy personal. Lo interesante es que muchas veces el sentimiento y una racionalización del comportamiento y las relaciones padres/hijos tienen lugar tiempo después de la muerte. El paso siguiente al duelo -que también es de percepción muy a la carta de cada individuo- es la evocación y el diálogo reposados en la intimidad de la mente del vivo. Eso no exime a veces sensaciones o sentimientos culpables. Y es que no se les olvida jamás a los padres. Muchas gracias por tu atenta lectura, Ana.
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