Mi nombre es Leinad Eofed y antes de nada diré que estoy limpio. Vengo de tierras lejanas. Allí he presenciado el rostro maltratado de la vida. Si ya las gentes sencillas habían desarrollado tradicionalmente su existencia entre la precariedad y las dificultades, añadiendo malformación a los cuerpos y reduciendo la duración de sus edades, lo que aconteció de improviso fue lo más parecido al exterminio. Daba igual que fueran niños o ancianos, vigorosos o decrépitos, mejor o peor alimentados, el mal ignoto se cebó vertiginosamente en todos ellos. Nadie entendía nada. Las gentes tanto buscaban un culpable como dirigían plegarias no atendidas a los cielos. Pero estaban desprovistos de cuidados. Avanzaba aquella peste con tantos efectos en los cuerpos y tan aceleradamente que cundió el aturdimiento. Las autoridades, que al fin y al cabo eran unos vecinos más, se sentían igual de afectadas y no sabían afrontar las responsabilidades, en parte porque todo era novedoso y en parte porque no tenían recursos. Era como volver a tiempos pasados de desorganización y sálvese quien pueda.
El marasmo cundió. Todos los habitantes querían sobrevivir, pero se rechazaban entre sí, dificultando los cuidados ante el mal extremo que nadie sabía contener. Bastaba con que se diera un caso en una familia o en una manzana de casas para que el estigma cayera sobre los inocentes. Daba igual que el resto se encontrase sano. Todos los próximos a una víctima eran señalados por el dedo. ¿Dónde la humanidad de nuestros conciudadanos? ¿Para qué están nuestras autoridades?, escuché en múltiples ocasiones. Pero pocos daban un paso piadoso y, sobre todo, práctico. Aquellos que se quedaban entre las paredes de sus casas o de sus corrales, si no perecían por el rápido avance de la enfermedad misteriosa, lo hacían por la debilidad de sus organismos. Carecían de agua potable, no estaban avituallados de alimentos, ni siquiera les estaba permitido ventilar sus espacios íntimos. Si el mal había sido originado en principio por alguna causa no conocida se fue reproduciendo a través de pautas nada higiénicas y por el desabastecimiento que consumía a los vecinos.
Suele decirse, como si de un axioma se tratase, que el dinero lo vence todo. Pero en aquel estado de cosas ni siquiera el dinero resolvía los problemas. Ciertamente había individuos que, a riesgo de sus vidas, y a cambio de un precio abusivo, trataban de llevar alimentos a las casas aisladas, o tanteaban el estado de los enfermos, o bien se hacían cargo de los cadáveres para llevarlos extramuros y enterrarlos en cal viva. Es lo que tienen tanto las guerras como las epidemias, que siempre hay quien intenta sacar provecho de la desesperación y las miserias de los demás.
Los que intentaban huir eran interceptados y obligados a retornar. Nadie quiere a un apestado, escuché por todas partes, en ciudades próximas, por los campos. Aquella actitud me rebelaba con amargura, pues otras urbes o villorrios podrían ser pasto del mal oscuro en cualquier momento. En fin, cronistas hay que, por visión directa de los hechos o por información obtenida de otros, han relatado con amplitud y detalle la infinidad de situaciones desesperadas que llevaron al acabamiento a familias enteras, que diezmaron poblaciones, que borraron del mapa siglos de asentamiento y de vida.
Yo no era mejor que otros, ni sabía hacer el bien ni estaba libre del miedo. Podría haber sido víctima como tantos, mi condición de extranjero no me libraba, pero la suerte, que elige y condena como si de un demiurgo se tratara, estuvo en mi favor. Cierta mañana reparé en un personaje que, día tras día, acudía a domicilios o acompañaba los carros cargados de cadáveres. Alto, de escasa palabra, gesto adusto, comportamiento ágil. Se cubría con una amplia capa que tanto podía ser monacal como de alguien ilustre. Cubría su cabeza con una capucha profunda, probablemente para protegerse. Yo observaba que aparecía por todas partes. Entablé conversación con él, aunque en principio no era proclive a entretenerse. Tengo mucho que hacer, ¿sabe usted? Esta gente, buena o mala, que eso no me concierne a mí decidir, necesita que se le eche una mano. ¿No teme el contagio?, le dije manteniendo una prudente distancia física, pues su aspecto y sobre todo el trajín que se traía me obligaban a ser precavido. Él, sin dejar de operar en sus quehaceres, me respondió: soy muy viejo para temer nada. Las enfermedades, las heridas, las guerras, la hambruna, la desesperación y la muerte me han acompañado desde siempre. No siento ya ni espanto, ni pena, ni angustia. Lo que no tiene solución, porque antes las gentes no hayan sabido afrontar y defender los principios de una vida digna, no puede hacerme mella. Pero lo que ocurre ahora es algo inesperado, la gente no sabe cómo reaccionar y el miedo les frena, le argumenté. Ah, el miedo, el miedo, replicó aquel personaje. Cuantas veces hace más daño que cualquier origen de un mal. Puesto que este tiene que existir, si las gentes recurrieran a hacerle frente para salir lo mejor paradas posible, si combatieran sus temores y conjuraran sus fantasmas, si creyeran más en sus posibilidades y se librasen de supercherías sin fin, con qué rapidez no se recuperarían o evitarían males mayores. Pero el miedo les enferma más. Miedo a perder lo poco que tienen, miedo a otras plagas, que no son solo las enfermedades sino la codicia de los hombres.
A aquel personaje, que permaneció en la ciudad sitiada cuando me marché clandestinamente, nunca le vi sanando a nadie, ni consolando, ni haciendo caridad con bienes de subsistencia que ayudasen a la maltrecha ciudadanía. Eso sí, se le daba muy bien, y sin temor, conducir a los agonizantes a su siguiente estadio. Arrastrar como una bestia los carros con los fallecidos y entregarlos a la tierra para su condenación última.
(Portada de un libro sobre la peste, que hallé en Rangún)
Me coge usted releyendo la Peste de Camus, tan antigua y tan actual.
ResponderEliminarEse título forma parte de mi selección de libros que me llevaría a otro planeta. También del mismo autor El extranjero y La caída.
EliminarLa peste es una gran novela.
Dicen que el personaje que se esconde en ese nombre visto como en un espejo (y que tu utilizas) se añadió un "de" para escapar de sus acreedores. En sus tiempos finales, tal punto fue clandestino, que los historiadores no saben donde murió. Se me hace fácil imaginarlo escuchando a ese otro personaje tan sombrío hablando de la codicia de los hombres.
ResponderEliminarMuy sagaz tú. No está claro además que cuanto relata el personaje del espejo en su novela de verdad sobre el tema lo viera en directo o por oídas, pero aporta sus datos, su información escalofriante y no fue el único lugar donde tuvo lugar la peste. Han existido pestes a lo largo de todas las civilizaciones y tiempos. La de ahora mismo en Wuhan en cierto modo lo es. Te recomiendo un libro interesantísimo y que sienta cátedra: "El miedo en Occidente", de Delumeau. Está editado en Taurus. No tiene desperdicio la información y el rigor que contiene, así como la fácil lectura.
EliminarEn este gran teatro del mundo, cuando vienen mal dadas, el dinero sirve de poco si es la muerte la que llama a cada puerta para llevarse lo que le pertenece. Ya decía, con mucho tino, Jorge Manrique que "allegados son iguales, los que viven con sus manos y los ricos". No hay más democrático al final de la vida. El dinero no te lo puedes llevar contigo.
ResponderEliminarUn saludo.
Ciertamente, solo que es un hecho democrático sin mucho mérito. Lo terrible de las catástrofes, sean del género que sean, es que dan negocio a mucho aprovechado, no solo a título individual sino empresarial. Ya sabes, las guerras destrozan pero luego las compañías de construcción, farmacéuticas, de alimentación, etc., que suelen ser en parte o en todo del mismo país que ha causado la destrucción van a recoger el negocio de la sangre sembrada antes.
EliminarUn tema muy actual. Que implica varios temas, como el pánico, las reacciones irracionales. Incluso la idea de alguien condenado como una profecía autocumplida, ya que el confinamiento sin recursos, puede matar a quienes se hubieran podido salvar.
ResponderEliminarMuy interesante ese personaje sombrío, que ya no le teme a morir, por considerarse muy cercano a eso.
Me llamó la atención lo de la suerte como un demiurgo.
Saludos.
Es que el personaje sombrío es quien es, y no he querido ponerle divisas más obvias, porque solo quien es puede dedicarse a lo necrológico con tanta entrega y en absoluto a salvar o cuidar con bondad de los vivos. Ha estado cercano siempre, nació siendo lo que es.
EliminarLo de demiurgo tal vez parezca algo forzado, no es una divinidad exactamente, pero sí un hacedor. El Azar es eficiente hacedor; eficaz, depende.
El miedo suele hacer más daño que cualquier otra cosa, y siempre va de la mano de la ignorancia.
ResponderEliminarUn abrazo
Del miedo y el pánico no estamos libres nadie. La racionalidad importa mucho en los momentos difíciles, pero ante determinadas circunstancias sucumbe o corre el riesgo de hacerlo. En momentos así somos todos bastante ignorantes. Solo un esfuerzo colectivo y el talento de gente válida ayuda. Por supuesto, la superchería es fatal. Gracias, Neo.
EliminarBueno, con la situación actual en China, donde vemos qué control severo tienen sobre los habitantes que deben estar en sus casas confinadas, tu texto se hace muy del presente, si bien peste, o cólera nos suenan como qué lejanos en el tiempo.
ResponderEliminarHa de ser desesperante, la verdad, por mucho que uno sepa que no está contagiado. Un abrazo y porque se sepa atajar pronto
Por supuesto que el texto me ha venido por el tema de Wuhan, que es una epidemia, como eran otras que se llamaron pestes o gripes equis o cóleras o tifus en siglos pasados. Los contagios existen desde siempre. Las condiciones de vida deplorables son el caldo de cultivo de cualquier mal. Si esto de China sucede no ya hace un siglo sino en los años cincuenta el drama se multiplicaría. Hay bastantes novelas sobre el tema, para mí las fundamentales son:
Eliminar"Diario del año de la peste", de Daniel Defoe.
"La peste escarlata", de Jack London.
"La peste", de Albert Camus.
Por supuesto, esta última es la más filosófica y en vigor para sacar conclusiones.
Creo que cuando haya pasado la epidemia del virus de Wuhan, suponiendo que no se extienda a puntos sumamente débiles, como África, etc., se debería hablar con datos sobre lo acontecido.
NB. Estos días en una serie de poblaciones del País Vasco hay preocupación por los gases de un vertedero que ha ardido. Nunca se sabe las derivas que puede tener una contaminación como esa.
Es el Dr.Rieux de La peste de A. Camus, curar, consolar, acompañar y dar un buena muerte a los apestados. No hay remedios que eviten las epidemias, estamos condenados a ellas, en el caso de que nos afecten necesitamos la mirada consoladora y una mano que nos ayude a morir. Para arrastrar carros no hace falta más que un empuje mecánico y no humano.
ResponderEliminarLas epidemias se pueden evitar, o al menos poniendo límite a sus efectos, siempre que haya condiciones de vida, de producción y de conducta colectiva saludables. Virus habrá siempre, la cuestión reside en que no se desarrollen, en evitar que haya medios de caldo de cultivo. La plaga de la tuberculosis de siglos pasados se palió en la medida que las casas de la gente no tenían ya humedad, se alimentaba mejor la población, iban más protegidos en su vestimenta y mejoraban otras medidas higiénicas, etc. Las manos consoladoras vienen bien siempre, y quien dice las manos dice las palabras, los cuidados, los mensajes...
EliminarHay un carro que solo cierto personaje sabe empujar y no le puedes parar, en el texto está. Demoremos en cuanto esté en nuestra mano su capricho.
Terribles las epidemias, las pestes, la desolación, los contagios. Entonces los humanos nos volvemos más vulnerables todavía. La muerte nos iguala a todos.
ResponderEliminarInteresante que hayas puesto el nombre del escritor al revés, como si fuera visto en un espejo. "Diario del año de la peste". Libro muy recomendable, a tener en cuenta.
Estamos todos en vilo con las noticias que vienen del país asiático. Esperemos que la racionalidad ataje pronto el problema y tengan una vacuna cuanto antes o, mejor aún, un antiviral eficaz.
Un abrazo
Espero que Defoe no se moleste por poner su libro y por inspirarme en él, aunque solo tiene que ver con el suyo en el tema y poco más que de todos los que se hayan informado un poco sobre lo que acarrearon las pestes. Claro que nuestro endiosamiento de occidentales nos hace olvidar la peste del ébola, por ejemplo, o la de la hambruna africana, otros ejemplo, pero ¡si es que la peste o epidemia o como se quiera llamar existe en nuestros días!!!
EliminarUna reflexión que habrá que hacer a fondo: cómo una epidemia puede afectar a todo el planeta no por el contagio en sí, que está por ver, sino por los efectos de la economía. Aquí hay fábricas y negocios que andan mal porque no les llegan piezas, otro ejemplo.
Y pensar que luego hay gente que no se entera de la globalización y ondea sus banderas de aldea al viento...
Me gusta la manera sencilla y profunda de narrar de Camus. Siempre nos deja como un dolor o una huella esencial de nosotros mismos. Saludos.
ResponderEliminarA mí también. Es de los grandes. Siempre tengo la sensación de que me impulsa a seguir pensando, sin límites, sin prejuicios. Hay autores que son siempre estimulantes. Gracias por aparecer, saludos.
EliminarLa muerte acecha. ¿Qué más da que sea ahora, con la plaga, que dentro de unos años? No podemos escapar, nos puede pasar como aquel criado del Sultán en Bagdad que huyó a Samarra, que era donde, precisamente, la muerte le esperaba. Saludos desconcertados
ResponderEliminarEscapar no se puede, porque es inherente a nosotros. Sortearla es posible. De hecho pienso que todos la sorteamos alguna vez (o varias) El cuento del criado que se va a Samarra es bonito e ilustrativo. En la vida real, vayas a Samarra o te quedes en Bagdad te pilla. Saludos, Sorokin.
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