Un niño de apariencia dulce invita al acogimiento. He ahí la edad feliz, se dirá. La edad de la pureza, de la bondad natural, de la alegría ilimitada, nos decimos ante su presencia envidiada. Nos gusta verle así, porque también es sinónimo de que está bajo control de sus mayores. Pero ese mismo niño tiene su lado posesivo y lo oculta. Balbucea su tono discordante y lo impone si no logra algo. Echa mano de reacciones crispadas, cuando no agresivas, como mecanismo defensivo, ¿o acaso al ataque?, a medio camino entre la confusión y la leve claridad que va obteniendo por la experiencia. El otro rostro que exhibirá para liberar su tensión revuelta, sin medir ni comprender el riesgo que corre con sus efectos. Una voz discrepante acaricia al niño: no, en el niño no cabe la maldad, clama con énfasis protector. El niño lo oye y sonríe maliciosamente, se acopla manso a su valedor, se enroca en una cameladora inocencia, controla y reprime su turbiedad. Cuánta sabiduría del instinto. Empieza a comprender que la sociedad en que se inicia también admite la maldad y convive con ella. No sospecha hasta qué punto también se ha ideado el castigo.
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También en el niño se refugia el futuro que no tiene lugar en otro sitio.
ResponderEliminarO cómo cada niño va engendrando su propio futuro y llegamos a donde llegamos...indagando en el pasado. Gracias, Camino, por hacerme saber de ti.
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