La tormenta se acercaba desde todos los ángulos del cielo, pero cuando casi estaba sobre nuestras cabezas -el viejo poblado en ruinas y yo que lo recorría solitario- nos respetaba. Me asombraba de que la naturaleza facilitara aquella apasionada comunión entre las piedras y el hombre, donde no se sabía bien quién era testigo de quién. Entonces yo seguía el curso de las calles empedradas y de las casas que apenas mostraban la raíz de unos muros, imaginando las vidas, participando de sus ceremonias, departiendo con los pobladores. Una vez hube paseado por todo el perímetro de la ciudad desamparada que asomaba desde un extremo elevado a un valle, me despedía de la existencia palpada y salía a campo abierto. La tormenta no me arredraba y estaba dispuesto a pagar su precio. Pero ella se convertía en cómplice y abría un pasillo generoso saludando mi marcha o acaso suplicando mi retorno.
(Fotografía de Herbert List)
En realidad es el hombre el que imagina dominar la naturaleza...
ResponderEliminarEs su propiedad vanidosa, creer que la tiene en sus manos.
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