El sol se oculta tras las colinas. A Safo le estremece un escalofrío y, como si interpretase mis pensamientos, dice:
¿Sabrán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, muchos siglos después, reconocernos con gratitud?
¿Sabrán trasladar nuestro acervo y continuar a través de él los aprendizajes?
¿Sabrán relatar los hechos que vivimos o al menos interpretar del modo más fiel posible cuanto aconteció?
¿Sabrán hacer de las técnicas bienes para procurar su sustento?
¿Serán capaces de erradicar los odios de las familias?
¿Sabrán utilizar el canto y las palabras para su supervivencia?
¿Sabrán crear belleza todavía como alimento de sus sueños?
¿Sabrán crear belleza todavía como alimento de sus sueños?
¿Sabrán levantar de nuestras ruinas nuevos edificios de conocimiento?
¿Sabrán ejercitar conductas libres que les hagan mejores hombres?
¿Sabrán sacar enseñanzas que les impidan cometer viejos errores?
Yo me sobrecojo ante su verbo lúcido. Le digo: Safo, que tu mirada melancólica la hereden los hijos de tus hijos si alguna vez nos olvidan. Pues no sabemos cuán extensos y profundos son los territorios habitados. Ni si nuestra vida más allá de nosotros rescatará una porción de eternidad.
(Fotografía de Ferdinando Scianna)
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