Y allá abajo escuché el roce de la piel de la naturaleza.
Y en aquel tacto que percibían mis oídos se oían pisadas de animales diferentes, caídas imprecisas de desigual sonoridad, choques de masas que de pronto enmudecían, detonaciones que parecían terminar con todo, ecos que reverberaban hasta extraviarse en el infinito. Y en aquella vigilia sobre el otro lado crujían ramajes, rechinaban guijarros, chasqueaban rocas desprendidas, susurraba un aire calmo, clamaban vientos agitados, se alternaba la intensidad rumorosa del agua fluyente, se desencadenaban galernas, se arrastraban seres casi imperceptibles, se precipitaban las violentas lenguas de fuego del cielo, y me llegaba el continuo y silente frotamiento de la arena hasta quedar todo momentáneamente detenido. ¿Era el lenguaje de la formación o el de la descomposición? ¿Se trataba de lo naciente o de lo que perecía? ¿Era una llamada o un repudio? No parecía haber resto humano allá abajo. Todo era anterior, todo sin origen, todo sin causa última.
Tanta voz antigua me llenó de temblor.
Pero obnubilado por la base del árbol que se abría poco a poco y que acariciaba mis pies quedé paralizado. No por espanto, sino por seducción. Y permanecí a la expectativa, buscando un diálogo improbable con los estratos que me pedían un coloquio con la edad del mundo.
(Dibujo de Inés González)
Qué maravilla, sobre todo el final.
ResponderEliminarYo también quiero algo de eso que te tomas.
Un abrazo...
Escucha cuanto siempre hay debajo y detrás y antes...Un abrazo.
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