"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 1 de abril de 2009

Resucitando (Traslado, IV)


Mientras haces girar el anillo, y te lo pones y te lo quitas, y te pellizcas con su ranura provocada, dime en qué piensas, Karl. Tal vez en el hombre que lo llevaba puesto. Es posible que en ese esfuerzo por querer recordar quién era simules haberle conocido. Serías pequeño, o acaso no habías nacido, y él estaba por aquí. Te gusta ahora imaginar cómo podía ser. Lo ves de mediana estatura, algo desgarbado, poca hechura, inquieto, alguien que no es la primera vez que pisa la finca. De pronto cambia tu visión y se te ocurre adivinarlo como un individuo con otra complexión, más alto, barbudo, con cabello abundante y cuidado, que habla con acento lejano. Un hombre educado y prudente que trae unos libros bajo el brazo y viene a interesarse por los que viven en la casa. Vas más lejos y se te ocurre que incluso es alguien que llega para interesarse por algún miembro de la familia. Por una mujer probablemente. Fue en aquella época en que en la casa sólo había mujeres. En que tal sucediera como si los hombres no hubieran estado nunca habitando aquello. O lo hubieran hecho muy de paso, para tener placer con las mujeres. Para ponerlas a engendrar los hijos que un día justificaran la propiedad de la tierra.Y sin embargo, prosigues tu pista, y en la obscuridad de tu memoria lo contemplas tendido al borde del camino enlosado, descamisado, la cazadora volteada, un manchón enorme de sangre coagulada tiñéndole el pecho. Todo podía quedar en que se trataba de un pariente nuestro o de un amigo de la familia. Eso explicaría los silencios de nuestra infancia. Pero los parientes escaseaban y los amigos se habían escondido no se sabe dónde. Prefieres pensar que era alguien circunstancial y anónimo que estuvo donde no tenía que haber estado. O que estuvo allí precisamente porque quiso haber estado, un hombre que se complicó la vida porque no tenía nada que perder. O porque se dejaba llevar por extrañas simpatías, sin que la lengua ni las costumbres ni una región de la que nunca había oído hablar le quitaran la intención. Un hombre que perseguía una paz imposible dentro de sí por los territorios incendiados de media Europa. Eso, no sé si te das cuenta, te está llevando de inmediato a pensar en tu pasado, en nuestro propio pasado, y te lo representas con todo el margen de error y de imprecisión que lleva consigo dar vueltas a lo incierto y jugar con lo improbable. Y a una velocidad de vértigo tanteas cuantas experiencias te salpicaron y que me fuiste contando a mi según yo crecía. Y los rostros de los que vivían en la casa, mucho antes de que yo naciera, se te antojan severos, desconfiados, ausentes. Confundes las primeras apariciones con las primeras conversaciones. Te resulta difícil distinguir qué llegaste a ver con claridad y qué creías ver a través de lo que oías que se relataban unos a otros. Eras muy pequeño cuando aquel hombre llegaba y te tomaba entre sus brazos, y te subía a los hombros porque quería, eso decía, que estuvieras en una torre. Según tu versión, eso hacía contigo el hombre que venía de fuera. Y tú le pedías una y otra vez que te subiera a la torre. Y él: ¿qué ves desde ahí arriba? Y tú: todo el bosque veo. Y él: ¿Y qué mas ves? Y tú: el llano que se abre más allá del bosque, veo. Y él: ¿Quieres subir más alto todavía? Y entonces su pregunta se convertía en ti en un deseo agitado. Y tú te ponías de pie sobre sus hombros y él sujetaba con fuerza tus pies pequeños, los enraizaba en sus huesos, como si jamás hubieran dejado de salir de ellos, o como si precisamente hubieran sido engendrados por esos huesos y esos músculos que erigían su esbelta arquitectura. Y tú alzabas tus frágiles bracitos y decías: casi toco las nubes, casi toco las nubes, más alto. Si lo recuerdas con tanta claridad, ¿por qué dudas ahora? Sé que estás pensando en todo eso ahora mismo. Los recuerdos permanecían dentro de ti en una suerte de arenas movedizas, cambiantes. Te faltaba una sensación para removerte entre lejanos recuerdos. Y esa sensación te la está proporcionando ahora mismo un aro plateado, cuyo bruñido se muestra oscurecido por el efecto del tiempo contra la dudosa calidad del metal. Todo lo que me habías contado tantas veces empieza a tomar cuerpo tangible dentro de ti. Hasta ahora había sido intuición, una fe cuya inercia confusa te mantenía en la expectación. Pero ahora un simple roce, un leve soportar la materia que vincula a otra materia, ya desaparecida, te lleva a conmoverte. Por eso apenas dices nada. Por eso soy yo quien está aquí para interpretarte y ayudarte a que veas una cierta claridad que no quisiste o no lograste ver antes. No dejas de apretar el sello dentro de tu puño porque esa calidez que tú emites te convoca a una resurrección que has anhelado desde muy atrás.


(Fotografía de Emilio Hernández)

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