"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 2 de abril de 2009

Cómplices (Traslado, V)


Yo no recuerdo haber conocido nunca a papá. Karl dice que, en cambio, él sí que llegó a verme. Que aparecía de vez en cuando por la casa, que entraba en el dormitorio y se inclinaba sobre mi cuna. Y que me tomaba en sus brazos y me besaba repetidamente en la cara y por todo mi cuerpecito. Dice también que me nombraba con mucha calma y que tenía una voz que se pegaba a la piel. No sé si Karl me contaba estas cosas porque fue cierto o para que no me sintiera huérfana de algún tipo de recuerdos. Debe ser duro no recordar a tus padres. A veces pienso en todos esos niños de los orfanatos, o a los que se ven condenados a ser niños de la calle desde las primeras edades. Ante cuyos ojos habrán desfilado infinidad de adultos, pero sin que puedan materializar una simple fijación, sin que les guíe una mera referencia que les acompañe en la memoria para toda su vida. Yo me consideré siempre una niña sin padres. De acuerdo, no soy caritativa, pero tampoco las circunstancias lo fueron conmigo. Puedo aceptar que mi padre fue para mi una sombra apenas, una figura flotante, volátil, sobre mi existencia. Alguien que pasó por aquí, como si su destino fuera solamente hacer que Karl y yo saliéramos de la nada para reconocernos en la vida. Tal vez si no le hubiera sucedido lo que le sucedió nuestras vidas hubieran sido algo diferente. Pero eso significaría que las vidas de muchos otros, de muchas familias y habitantes de este país, también habrían sido de una manera distinta a lo que tuvo lugar. Que es decir tanto como que la historia debería haber sido también otra. Y eso, objetivamente, no resuelve nada. Otros habrían sucumbido a la desgracia en nuestro lugar. Habría sido gente de otras regiones, de otras etnias o de otras ideologías, porque no hay elección. Los enfrentamientos llevan a que todos sufran sus consecuencias y a que siempre unos lo pasen peor que otros. Todo esto lo tengo claro, y me gustaría eximir más de culpa a mi familia, pero me cuesta. Nadie entendió nuestra niñez. Estábamos allí por casualidad, porque no había podido evitarse. Les faltaba sensibilidad y escaseaba la atención precisamente en un tiempo en que las exigencias no se ciernen sobre los niños. Un niño siempre espera más, acaso lo espera todo. Es lamentable, pero mi madre no fue lo que se dice una presencia activa para una niña. Admito que bastante tuvo con sacar con sus hermanas la finca adelante. Ella y mis tías estaban allí, pero podían pasar días sin que mi madre apenas me dedicara un rato, y ya era mucho que me llevara a acostarme y me hablara dulce para tranquilizarme y empujarme con decisión al sueño. Al menos esa actitud me consuela un poco, aunque eso sucediera siendo muy pequeña. Los años posteriores Karl y yo sobrevivimos como un férreo tándem de ayuda mutua, como dos adultos de ficción que no necesitan ni desean la proximidad de los adultos, porque nos parecía que estos no nos decían ya nada. Dentro de todo tuvimos suerte. Estuvimos bajo la tutela de un matriarcado que a veces se mostraba inhóspito y firme ante los advenedizos o ante personas desconocidas que pretendían acceder a la finca. Pero que nos protegía. Siempre tejieron un cerco defensivo en torno a nosotros dos, para que nadie nos hiciera daño. Para que el mundo no entrara violento, avasallador y falso contra nuestras vidas. Pero más acá del cerco protector, la vida que latía también se manifestaba ruda, en ocasiones insensible, incluso impostora. Mi hermano Karl y yo crecimos cómplices, uña y carne, complementarios, marido y mujer. Ellas, nuestra madre y las tías, nos defendían del exterior y nosotros nos defendíamos de nuestra familia. Y sin embargo, el tiempo de la infancia es muy largo, y la receptividad no conoce límites. Les observábamos atentamente. Aprendíamos de sus conductas, de sus decisiones y hasta de sus silencios.

(Fotografía de Jorge Molder)

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