"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 7 de abril de 2009

Apartado (Traslado, VI)


Refugiado sobre su mesa, amparado por una luz cuyos altibajos no le desviaban de su objetivo, turbado por la adivinación de los signos que iban abriéndose paso entre sus cejas, Karl se concentraba por las noches en una lectura única. No era ya leer, era obstinarse. Era decidir su huída de este mundo por unas horas, hasta que la fatiga o la confusión le obligaran a apartarse. Aquella antigua práctica, originada sin saber cómo ni por qué en los años juveniles, seguía en vigor con una obsesión que bifurcaba sus comportamientos cotidianos. Hoy ya no leía con la agitación y el desorden que había leído. Necesitaba seleccionar, se sentía contrarreloj y le acuciaba la idea de acertar con los textos que de verdad le dijeran, de la manera más fragante e imaginativa. Durante el tiempo de recogimiento, que a veces se prolongaba a lo largo de la mañana siguiente, sin que él tuviera conciencia de que había amanecido, porque no levantaba su vista no ya del libro, sino de las claves en forma de lenguaje que él sólo estaba dispuesto a interpretar, Karl era una ausencia incluso para mi misma. Yo, que tanto le conocía, que tanto había respondido a sus momentos de crisis y de soledades, a veces me preocupaba por su empecinamiento doloroso. Porque aquella entrega a la lectura sin medida tenía también la cara del dolor. En ese pulso con las sintaxis y con las intenciones de los autores que se sentía obligado a desentrañar, el placer de la traslación formal que percibía al principio de leer un texto se tornaba posteriormente en sufrimiento por no captar el sentido. O por dudar, o por tener que elegir entre significados, o porque el esfuerzo combinatorio de posibilidades contenidas en un texto no estaban a su alcance para captar toda su fuerza desmesurada y la expresividad de sus aristas. No era fácil distinguir la significación implícita en las líneas. Durante todo ese tiempo de privación y alejamiento de lo que le rodeaba, para Karl no existían otras voces, y si a veces la suya propia se hacía notar, mascullando giros y expresiones incomprensibles, dejándose llevar por los movimientos propios del curso de una narración, de ordinario permanecía en un estado de rendición ante el texto. Pero este estado, aunque se hallaba dotado de entrega incondicional, era una solicitud exigente. Él se miraba en la acción de las palabras. Porque era aquel engarce misterioso y acertado del vocabulario que el autor hacía parir incluso en medio del desierto lo que excitaba y a su vez enajenaba a Karl. Los cuartos de la casa, los pasillos, la huerta, la humedad del ámbito enmohecido de la bodega, el olor de la cena que se preparaba en la cocina, la algarabía de los muchachos que pasaban por la mañana camino de la escuela, y que llegaba desde otro lado de los muros de la casa, el sándalo que salía de mi habitación o ese despliegue de aroma a sales que mi cuerpo despedía tras el baño, todo era inexistente para Karl. Ni sensaciones, ni sonidos, ni desplazamientos. Nada alteraba su posición. Nada daba al traste con aquella fijación obtusa e impermeable. Él se constituía en otra personalidad, dejaba de ser Karl, perdía su identidad y renacía en cada página de una novela, en cada poema, en cada diálogo multiplicado o en cada reflexión solitaria que el libro le transmitiese. Quienes no le conocieran, por ejemplo alguna visita inesperada, alguien del pueblo que viniera a hacer alguna reparación, lejanos parientes de los que sabíamos tan poco como ellos de nosotros y que se dejaban caer con escasa frecuencia, todo ese tipo de personajes casuales se sorprendía de aquella dejadez aparente de mi hermano. Pero en aquella pose que no era tal, en aquella posición inmóvil que agarrotara sus músculos por las noches y en gran medida durante el tránsito diurno, en aquella manifestación casi demencial, Karl encontraba si no una paz definitiva, sí una especie de reconciliación consigo mismo. Y en ese apaciguamiento a través del cual él se justificaba ante el mundo de la superficie que apenas habitaba, mi hermano Karl pretendía hallar algo más que refugio y comodidad. No tanto respuestas, puesto que dudosamente las buscaba, ya que ese área de relaciones externas era minúsculo y se hallaba infravalorado por el tesón de su fuga continua. Buscaba enunciar las preguntas de la vida de manera diferente a como la realidad le había enseñado a hacerlas, de modo más indagador a como el azar resultado de las disquisiciones humanas mostraban, propugnando siempre la ausencia de objetivos para que las preguntas naufragasen antes de hacerse lugar entre la marea del cerebro humano. Solamente había algo que no encajaba en aquel inframundo creado a su imagen y tentación, y era yo. La proximidad que él no podía negar, de la que no podía apartarse a pesar de deambular en la ficción, irrumpía con frecuencia en medio de su lectura. Los edificios narrativos se desplomaban, los brillantes fuegos de artificio se apagaban repentinamente, las corrientes de viento que renovaban a los países y a los hombres y a los paisajes se interrumpían de pronto. Y las heroicidades, las traiciones, la fraternidad de los apoyos que levantaban ciudades y amistades invencibles, los amores bruscamente desalojados del afán de los amantes, todo quebraba con hiriente fervor en medio de su éxtasis para ceder a la irrupción de mi presencia discreta en la forma de su deseo. Karl no decía nada. Cuando, pasadas de manera alarmante las horas sin que diera señales de vida, yo entraba en su habitación cegada por el miasma acre y maloliente, carente de ventilación, él se limitaba a suplicarme. Lee ahora tú en alto, que te oiga. Quiero que las letras sean tomadas por tu voz. Que tu tono arrebate el timón a la nave de los necios del relato y la conduzca contra las rocas si es preciso. No quiero saber de la descripción. Sólo escuchar en calma cómo suena tu dicción ligera y frutal en medio de la gravedad de todas las palabras. Cómo la fragancia de tu boca salva el triste y extraviado destino de las palabras.


(Composición de Jorge Molder)

2 comentarios:

  1. Es curioso cómo oscilas entre el apunte mínimo, la aspiración al haiku,y la robusta prosa decimonónica. Me admira esa ambivalencia y esa capacidad de cambio de registro.

    Abrazos

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  2. Sí, Stalker, uno es la inestabilidad perpetua. Hijo del Magma y del Seísmo, ¿qué otra cosa podría esperarse de Fackel y su alterego que cotiza a la Agencia Tributaria? Jaj.

    Sólo hago ejercicios de estiramiento, hermano mío.

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