"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





miércoles, 8 de abril de 2009

Lectura de Esfinge versus Quimera (Traslado, VII)


Y leí. El libro estaba sumamente deteriorado. No sé dónde lo habría conseguido Karl. No pertenecía a la biblioteca tradicional de la familia, pero Karl se había ocupado estos últimos años de hacerse con un número importante de libros. Recorría mercadillos, acudía a casas de gente que se quería deshacer de sus pequeñas bibliotecas, bien porque los herederos no supieran apreciar el género o motivados por su insolvencia económica. Algunas de estas librerías familiares estaban dotadas no sólo de ejemplares antiguos sino incluso raros y desconocidos. Karl se recorrió no sólo la región, sino puntos alejados del país, llamado por las confidencias y los chivateos que le hacían llegar sus viejos contactos personales, aún abundantes antes de recluirse en la finca. Pero él no adquiría cualquier ejemplar. Sólo se quedaba con aquellos libros que siempre deseó tener en su infancia y no tuvo, y con los que consideraba diferentes. Diferentes a las modas, a los cánones, a los dogmas, a las prescripciones, a los catecismos ideológicos, a los gustos estéticos, o simplemente a las ideas que él denominaba reducidas. El pequeño volumen no estaba editado en el país. Y no era tampoco una edición de otro siglo. El texto era difícil de fijar, ya que faltaban las páginas de referencia de su edición. Probablemente fuera un texto de otro tiempo inserto en una edición reciente. La tipografía engrandecía el tamaño y la belleza de las letras. Las palabras de Karl, a caballo entre súplica y exigencia, me hicieron dudar de momento. Pero el estado lastimoso de aquel libro en contraste con la belleza técnica de su interior desarmaron mi indecisión. Y pronuncié extrañas palabras. Y leí oscuras sentencias. Y me dejé impregnar de un movimiento inestable que producía desasosiego...

"...En medio del intensísimo fuego que devoraba la nebulosa, la acometida entre ambos seres fue brutal. En aquel maremagno de luz y de oscuridad que se fraguaba, la sangre de los enfrentados se derramó sin piedad. El Tiempo, que había permanecido fragmentado y ausente, se unificó con una fuerza desmedida. La necesidad de saber cómo disponer de él y de qué modo averiguar a qué destino incierto llegar, arremetió a su vez con la energía que sólo los elementos naturales en expansión pueden desencadenar. Y con ella las preguntas se empeñaban tenaces y obsesivas por detener la insolencia bravía, y las respuestas se resistían audazmente a ser paralizadas en el territorio de la confusión. Ambas fieras se encontraban en la misma selva y se perseguían por análogo desierto. Tal era así que las grandes extensiones del mundo resultaban angostas para su denodada feracidad. Y su feroz locura les incitaba a perseverar en un cataclismo que llegaba por momentos. Si una pretendía atravesar el paraje intrincado con la temeridad que portan los sueños, la otra trataba de detener la marcha con toda suerte de sofismas que desvirtuaban lo real. Ese pulso les obligaba a traspasar el borde mismo de la tentación y a su vez hundir sus pies en la ciénaga de la duda. Una apuesta de caracteres difícil de sortear si no se intentaba a través de la prueba en la que ambos podían sucumbir. Su oscura finalidad les ataba. El incendio que les consumía no beneficiaba a una de las partes, sino que asolaba a las dos potencias hasta fundirles en el caos. ¿Quién exhibía mayor fuerza? ¿Quién cautivaba a quién? ¿Quién exhibía una pulsión destructora superior? Ambos atacaban y contraatacaban, y ambos se defendían a su vez. Ambos temían el abrazo mortal, como si la serpiente hubiera pasado antes y hubiera dejado la semilla de la sabiduría encubierta, que ahora estas criaturas se disputaban sin concesión. Pertrechados de la robustez de sus cuerpos, estimulados por una ansiedad ferviente que les desgarraba, corroídos por el deseo de poseer el uno todo aquello del otro de lo que carecían por sí mismos, los seres no cejaban en sus intrépidos esfuerzos, sin que se perfilara ni vencedor ni vencido. Es como si temieran no que cada cual pudiera sucumbir al riesgo, sino que ese riesgo no tuviera fin jamás. Envueltos ambos en la inaplazable urgencia por llegar a lo más hondo del contrincante, no dejaban de entregarse de forma vehemente y maligna a la pasión más posesiva que se haya visto jamás. La que se manifiesta en la sed por apoderarse en el otro de todos los conocimientos y placeres que sólo los animales fantásticos pueden proponerse..."



(Cuadro del pintor simbolista alemán Franz von Stuck)

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