"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 21 de octubre de 2008

Meditación (Monogatari, 14)



Empecé a sospechar que el valle de Tanarai no estaba tan deshabitado como el orate dijera. Que acaso lo ocupasen personajes extraviados. Gentes que no sabían qué tipo de frontera inadvertida traspasaban. Espíritus ancestrales que habían equivocado su marcha y en su vuelo confuso se dejaban caer inertes sobre la apariencia inhóspita de la tierra. Cada paso era un paso desprovisto de memoria. Avanzaba expectante, no carente ya de cierta alarma. Mas deseaba nuevas sorpresas, y el riesgo era una incierta posibilidad de cuya gravitación no quería ser consciente. Durante un tramo bordeé un arroyo cuyas aguas aparentaban calma, pero su curso era frenado por piedras caídas desde la altura del monte y por ramajes desprendidos tras los aguaceros intensos. Más adelante el río se ampliaba y la corriente se precipitaba envuelta en un vértigo fragoroso. Tanta tibieza en el ambiente invitaba a la abstracción, que no al recuerdo. Mi viaje no pretendía airear vivencias pretéritas ni consolarme en antiguas seguridades que hoy apenas significaban nada para mi. Todo estaba allí. El presente era tránsito, pura percepción de vivir el instante, algo que perdería inmediatamente después. Y ese sentido del momento me poseía. Abrir mis oídos a la mezcla de sonidos, aguzar la mirada entre luces y sombras, palpar los elementos naturales, percibir las fragancias agitadas por el viento, todo me parecía que fuera la intensidad deseada. Atisbé un puentecillo rudimentario que unía las dos orillas del río por una de sus zonas más angostas. Era frágil y su suelo se mostraba resbaladizo. No transmitía firmeza, pero cumplía su función. Atravesarlo era como deslizarse a favor de la corriente, cambiar la orientación, sentir la agitación bravía de las aguas. Y esa sensación de que el instante era extremadamente dinámico, que nada de lo que asemejaba ser estable lo era realmente, me hacía pensar. Que los ignorados elementos que desplegaba la naturaleza fueran de ordinario ignorados por los hombres me producía entonces una verdadera indignación. Allí estaba la razón de ser del tiempo y de la existencia. No en las cortes de los mikados, ni entre los funcionarios, ni en las manos de los mercaderes, ni en las armaduras de los guerreros, ni en el albor de los kimonos de los monjes. Y una íntima satisfacción me colocó en el centro de mi mismo. Todo cuanto me rodeaba explicaba mi razón de existir y otorgaba conciencia a mi ser. No era quietud lo que notaba, puesto que el hallazgo me desasosegaba. Pero las visiones del alma se producen precisamente a través del arrebato. Sólo éste nos hace gozar, y vincula nuestra pequeñez con el don de la inmensidad.

2 comentarios:

  1. Gracias por darnos a compartir la frágil intensidad del instante y la comunión con la naturaleza de ese monje perdido.

    Tu prosa se hace cada vez más clásica. ¿Empezarás a escribir en alejandrinos?

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  2. Ya quisiera, ya. Volver a aquello de "La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?", etc., pero se me adelantó Darío.

    Buenas noches, Stalker.

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