El borde de la nocturnidad es como el de la empalizada. Puedes sentarte en el extremo y esperar. O puedes imaginar que cantas. La ronda de la memoria sonará para ti imparable, como todas las noches. Pero no deseas su estridencia. No quieres mirar para atrás ni sortear el día siguiente antes de tiempo. No te apetece la épica de los días. Si te inquietas, puedes leer. Y las lecturas en ese labio ya abierto de los sueños son imprevisibles. La calma que necesitas conquistar te pide apenas la fragancia de un capítulo, de una anécdota, de un poema. Qué importa el esquema. En apenas unas líneas hay tanta emoción como sentido. Qué más quieres. Y echas mano de unos versos de
Los surcos de la sed, de
Eugenio de Andrade, aquel poema titulado...
En la luz a plomoSi las manos pudieran (las tuyas,
las mías) rasgar la niebla,
entrar en la luz a plomo.
Si viniera la voz. No una cualquiera:
la tuya, y en la mañana volara.
Y cantara de júbilo.
Con tus manos, y las mías,
pudiera entrar en el azul, cualquier
azul: el del mar,
el del cielo, el de la humilde canción
del agua que corre. Y con ellas subiera.
(El ave, las manos, la voz.)
Y fueran llama. Casi.
A partir de ese momento ya no ves ni sientes ni piensas. Te quedas en el borde, esperando.
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