"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 7 de abril de 2008

El sueño de Calipso


Al alzarte desde la vorágine del sueño, te viste de pronto bañada por el sol. El oleaje te fue llevando de una costa a otra de tu isla. No advertías las huellas salvajes que el follaje iba ocultando al borde de tus pasos. No captabas tampoco los susurros de los habitantes que moraban agazapados entre las grietas de la tierra. Ni siquiera alcanzabas a ver sus sombras de trapecistas tímidos sorteando sendas escarpadas y veredas de ríos atrapadas por los juncales. Sus movimientos era imperceptibles; sus observaciones, atentas; su admiración, contenida. Al echarte a secar sobre la arena, la sal te fue vistiendo con la túnica sagrada de la esbeltez. Desde tu apacible abandono mirabas distraída las oquedades de las laderas, sin notar que sobre tu piel permanecían fijos los ojos ausentes de los polifemos vencidos. Llegaba hasta ti la sonora cadencia de la lluvia que ascendía desde el mar rasgando el acantilado. Poco a poco, aquel tono delicado fue volviéndose más desgarrador mientras inundaba los pliegues de sus verticales. Amparándose en los vértices que la confluencia del sol con los abismos de la isla trazaban, con el fin de protegerte, la espuma tejía un encaje de plata sobre tu boca. El viento te sacudía compasivamente al principio, celoso después, y hacía de tu crin soberbia un desafío al tremolar de la floresta que te rodeaba. Te despojaba de las memorias más antiguas, tornándolas inexistentes, invitándote a una nueva vida, tentándote con una nueva ensoñación. Los cantos de las aves atemperaban los lamentos de los seres que no perdían de vista tu exhibición de placidez. Tú les ignorabas y ellos dejaron que te manifestaras en tu plenitud. Sentiste sed. No tardaste en hallar hendiduras a los pies de las rocas, donde el agua remansaba y se podía absorber. Entraba calma a través de tu garganta y te procuraba un bienestar que antes no habías probado. Y sin embargo te parecía que ya habías estado acostumbrada a su ligereza. La isla toda estaba a tu alcance. Se desplegaba ante la suavidad de tus pisadas y te reconocía. Con movimientos lentos retabas las leyes de aquel reino ignoto en el que empezabas a sentirte bien. No te dejabas afectar ni por sibilinas visiones, ni por ruidos inciertos, ni por matices cambiantes de un cielo que no contabilizaba en tiempo. Fue al atardecer cuando empezaste a sentirte hojarasca. Lejanos vientos llegaron a través de los espacios menos angostos entre islas y desplazaron la calidez anterior. Tu cuerpo perdió de pronto su materia animal y se nutrió de aquellos aires agitados y fríos que anunciaban la noche. Abrazaste tus dimensiones en un intento de mantenerte incólume y protegida frente al cambio advenedizo. Algo provocó en ti una deriva que te alarmó. Al rozar con tus dedos las partes más turgentes de tu cuerpo percibiste que acariciaban filamentos, que tus cabellos se transformaban en enredaderas, que tus extremidades se fundían con los ramajes de los caminos y que tu pecho emitía un aroma a plantas nocturnas. Toda tú envuelta en fronda, supiste que la noche iba a ser tuya.
(Katia Chausheva, foto)

3 comentarios:

  1. ¿De dónde sacas tiempo para escribir casi todos los días, y con este nivel?

    Apabullas un poco, Fackel, sigue así :)

    ResponderEliminar
  2. Ah, el tiempo...El tiempo es la necesidad. El tiempo es la resistencia. El sueño...¿es también tiempo?

    (Me apabullo a mi mismo, créeme, lo que hay que hacer para ratificarse vivo...)

    Gracias sinceras, Hacker.

    ResponderEliminar
  3. No sé por donde empezar, no sé como di con tú blog,pero me alegro de hacerlo,es increible,lo bien que llegas a escribir...
    He pasado un largo rato por aquí,sin duda volveré.

    Fue un placer.

    Besos.

    ResponderEliminar