Mi abuelo me llevaba de niño a contar nubes. Los dos subíamos a un cerro que limitaba la ciudad y él me decía: Mira cuántas nubes hay y a qué velocidad pasan. Tú empieza a contar por aquel lado y yo desde este otro. Entonces, ambos nos separábamos dándonos la espalda como en un duelo de buscadores y empezábamos a contar las nubes. Como habíamos comenzando desde el extremo íbamos retrocediendo hacia el punto de origen, donde teníamos que converger. Según efectuábamos el cálculo su corpachón y mi inconsistencia se aproximaban. A medida que nos íbamos rozando ambos girábamos los cuerpos hasta encontrarnos de frente. A punto de acabar el atropellado recuento celeste nos dábamos de bruces. Tan excitado el uno como el otro y, entre risas, nos peleábamos por la última nube. Ésa es mía, decía mi abuelo eufórico. No me la quites. Y yo, impelido por una extraña clemencia, cedía. He contado setenta, afirmaba, ¿y tú? Él siempre contaba más nubes que yo. No sé cómo se las arreglaba, pero su agilidad o su truco era premiado con la captura de un mayor número de ejemplares de nubes. Una fría mañana de noviembre mesetario, mi abuelo, respirando desde una cama con dificultad y desaliento, dijo a una de mis tías que me avisara de que no podía ir conmigo a contar nubes. Que lo hiciera yo por los dos. Desde entonces cada vez que subo al cerro y quiero contarlas todas, me pierdo. Y bajo con las manos vacías.
viernes, 18 de abril de 2008
Capturas
Mi abuelo me llevaba de niño a contar nubes. Los dos subíamos a un cerro que limitaba la ciudad y él me decía: Mira cuántas nubes hay y a qué velocidad pasan. Tú empieza a contar por aquel lado y yo desde este otro. Entonces, ambos nos separábamos dándonos la espalda como en un duelo de buscadores y empezábamos a contar las nubes. Como habíamos comenzando desde el extremo íbamos retrocediendo hacia el punto de origen, donde teníamos que converger. Según efectuábamos el cálculo su corpachón y mi inconsistencia se aproximaban. A medida que nos íbamos rozando ambos girábamos los cuerpos hasta encontrarnos de frente. A punto de acabar el atropellado recuento celeste nos dábamos de bruces. Tan excitado el uno como el otro y, entre risas, nos peleábamos por la última nube. Ésa es mía, decía mi abuelo eufórico. No me la quites. Y yo, impelido por una extraña clemencia, cedía. He contado setenta, afirmaba, ¿y tú? Él siempre contaba más nubes que yo. No sé cómo se las arreglaba, pero su agilidad o su truco era premiado con la captura de un mayor número de ejemplares de nubes. Una fría mañana de noviembre mesetario, mi abuelo, respirando desde una cama con dificultad y desaliento, dijo a una de mis tías que me avisara de que no podía ir conmigo a contar nubes. Que lo hiciera yo por los dos. Desde entonces cada vez que subo al cerro y quiero contarlas todas, me pierdo. Y bajo con las manos vacías.
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Me he emocionado..enormemente..
ResponderEliminarQue recuerdos tan bellos...
Un abrazo, grande.
Qué va! En absoluto las tienes vacías.Lo que ocurre es que las emociones y los sentimientos no se ven, ni pesan; sólo ocupan lugar, y a veces tan escondido que cuesta recuperarlas. Pero están ahí. Cierra los ojos y busca.....
ResponderEliminarSabes? tu abuelo hacía trampas, no contaba las nubes pero te incentivaba a ti a hacerlo cada vez más rápido, te hizo creer que podías alcanzar lo inalcanzable. Consiguió lo que quería:tu imaginación y que le recordaras. Lo sé porque yo contaba estrellas.
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